POR MARIO AZNAR
La primera vez que viajé a Nueva York fue para conocer a Sergio Chejfec. Él no lo sabía. Nadie lo sabía. Pero secretamente yo esperaba encontrármelo deambulando por las calles de Brooklyn –esas mismas calles arboladas y flanqueadas por brownstones a las que él mismo dedicó una crónica memorable–. En aquel texto, incluido en una compilación que editó en 2016 la Universidad de La Plata, escribió: «sé que el presente es reverberación del pasado. Pero a veces, gracias a la ruina, podemos plegarnos a la ilusión de que se produce un movimiento invertido».
Viajé a Nueva York para conocer a Sergio Chejfec, quien murió unos días antes, mientras yo cerraba una mochila con apenas una muda de ropa y una gran necesidad de sanar en esa ciudad enloquecida a la que nadie viajaría para sanar. Hoy quedan la ruina de ese viaje y la ilusión de volver sobre los pasos que me permitan consumar esta amistad secreta y admirada.
Chejfec falleció inesperadamente –al menos para mí, que no mantenía con él ninguna conexión más allá del fervor con que había transitado todos sus libros–. El dolor, sin embargo, fue profundo y duradero, e impregnó durante varios días mis caminatas por la Gran Manzana, donde una belleza contradictoria se apoderó de mí al saber que ya solo podríamos cruzarnos en las calles imaginarias de esa ciudad –ahora sí– irreal, y volver a leer sus libros como quien lee un mapa o un plano callejero, queriendo encontrar nuestro lugar en el mundo, pero sin perder de vista la posibilidad excitante y sorpresiva del extravío.
Hay espacios que se leen, como también hay textos que se recorren. El paseo como tópico intelectual suscita miradas renovadas sobre un fenómeno tan cotidiano que su sola presencia en un contexto artístico lo vuelve singular. Las implicaciones estéticas del caminar y sus usos metafóricos son infinitos y desbordantes, mediados casi siempre por la idealización romántica que debe tanto a las voces de Rousseau, Baudelaire, Thoreau, Walser, Kafka o Benjamin. Donde se dan la mano el ocio y la ciudad moderna surge una nueva forma de mirar, y también una nueva forma de hacer.
Quien camina tiene tiempo, y quien tiene tiempo, duda.
El escritor argentino Sergio Chejfec conoció bien esta tradición, pero se situó en sus márgenes para proponer desde allí un centro móvil, lúcido y fragmentario, emparentado al mismo tiempo con la ensoñación reflexiva y juguetona del flâneur y con ese otro rostro facetado y errante del vagabundo, del desterrado, del extranjero: Chejfec y yo –nunca– en Nueva York.
Si la narración es duración —cambio, transformación—, el espacio, y más concretamente el espacio urbano, parece el medio idóneo para indagar sobre sus límites y su naturaleza. Tradicionalmente, la trama y las distintas peripecias que la conforman han sido asumidas como la forma ideal para expresar el proceso de transformación que opera sobre todas las cosas. Las acciones ocurren, los hechos se suceden, las causas tienen efectos, los efectos son consecuentes y las consecuencias son el resultado de esas acciones transformadoras que toda «novela que se precie» debe asumir como núcleo de su estructura.
Parece que solo podemos hablar del tiempo apelando, precisamente, a determinados atributos espaciales. Por eso decimos que el tiempo se alarga, se acorta, pasa, corre, vuela o se detiene. De hecho, la linealidad con la que nos referimos a la sucesión temporal puede dibujarse en un papel para mayor comprensión de cualquiera. Esto significa que ambas esferas son indisolubles, la del tiempo y la del espacio, y el relato no pertenece exclusivamente a ninguna de ellas, sino que participa de ambas en grados capaces de una contorsión todavía inédita.
La literatura de Chejfec trabaja sobre ese nudo en el que el paseo ya no es un recorrido desde el punto A hasta el punto B y donde lo importante no es mirar hacia el horizonte, sino hacia el suelo que se pisa: «El suelo es una de las cosas más reveladoras de la condición del presente; es más elocuente en sus daños, deterioros, desniveles o accidentes de cualquier tipo», escribe Chejfec en Mis dos mundos. La escritura asume entonces formas ensayísticas que no se desarrollan linealmente, sino por acumulación, en forma de vorágine o bola de nieve (como en Teoría del ascensor), y leer a Chejfec –como él mismo quería– es haber visto un cuadro, sin duración, sin despliegue narrativo, con voluntad de inmediatez.
Con su escritura digresiva y tantas veces visual, Chejfec propone una cartografía del pensamiento —casi siempre del pensamiento privado, personal, quizá intransferible— que logra transponer lo que el propio autor ha llamado «el pliegue más profundo del mundo». Este ejercicio tiene lugar en escenas más o menos deslavazadas o parciales, que suceden de costado, que son la culminación del realismo precisamente por esa insistencia que comparten los hechos y los pensamientos en presentarse siempre de forma sesgada y decididamente oblicua.
No en vano las primeras páginas de 5 (Cinco y nota) se recorren a vista de pájaro, sobrevolando las fotografías aéreas en blanco y negro de un pequeño estuario, el puerto de Saint-Nazaire. En una de estas imágenes, con una tipografía borrosa que podría pasar desapercibida a cualquiera, se lee: «Vaguer la nuit dans des lumieres narratives», como en uno de los poemas del escocés John Burnside. Esas luces narrativas salpican el texto de Chejfec otorgándole un dinamismo fantasmático (y algo fantasmagórico), que está y no está al mismo tiempo.
Junto a las transformaciones del espacio que registra Teju Cole en Ciudad abierta o la singularización de lo cotidiano que lleva a cabo Gonzalo Maier en Material rodante, la apuesta literaria de Sergio Chejfec completa una suerte de constelación en la que, como artificio hiperrealista, la novela sirve para plasmar esa lógica no-narrativa en la que tantas veces se traduce la vida. La escritora ecuatoriana Daniela Alcívar, gran conocedora de la literatura de Chejfec, experimentó en Siberia con esta ruptura de la narratividad en la que el cuerpo no se siente del todo cómodo hasta pasado un tiempo—y un trauma— prudencial. Esa prudencia, que guarda una cruda relación con la espera, se respira en las páginas de Chejfec como si fuera un mecanismo retórico y al mismo tiempo una condición de existencia.
El lugar que ocupa el otro, las líneas que separan los espacios hasta hacernos sentir otros, la vivencia de uno mismo en otro espacio, la posibilidad de escribir esa vivencia o la posibilidad de escribir, sin más, son algunas de las incógnitas que viven en la escritura de este autor extraordinario.
«El viaje, promesa de la travesía, para él no prometía nada», escribe Chejfec en una de sus narraciones inciertas, vacilantes e híbridas. Y la hibridez, apunta María Negroni, «se parece mucho al estado mental de la pregunta», que es el estado natural en que habitan y pasean las palabras de este autor.
Viajé a Nueva York para conocer a Sergio Chejfec.
Él no lo sabía. Nunca lo sabrá, de hecho. Por eso este texto es una línea recta que dibujo sobre un papel hasta que se curva y se deforma y se hace círculo y la sucesión temporal se evapora. Si gracias a la ruina pudiera plegarme a la ilusión de un movimiento invertido, si pudiera volver al Nueva York en que Chejfec habitó la duda y la pregunta, ¿nos hubiéramos encontrado?