POR EDUARDO RUIZ SOSA
Las casas abandonadas siempre me han provocado una fascinación que oscila entre la curiosidad, el miedo y el misterio de su repentina o lenta desocupación. Algo hay en ellas, sobre su pasado y sobre un (im)posible futuro, que las convierte en una especie de lugar intermedio, un intersticio: algo que no es ni será.
En el centro de Culiacán, en las calles donde crecí, casi no había casas abandonadas: un departamento enorme en el piso inferior del edificio donde vivía la abuela paterna: la sensación, cuando estábamos ahí, de que bajo nosotros había un hueco enorme, un vacío sin ninguna cualidad, ni siquiera la de colapsar; y un hospital, supuestamente incendiado, en la misma calle donde vivía la abuela materna: un edificio que fue deteriorándose poco a poco, sin ninguna intervención, hasta que se convirtió en un páramo con algunos pocos muros de pie. Sin embargo, cuando nos mudamos al nuevo barrio, hacia el norte en el que la ciudad entonces se terminaba, como si la hubieran amputado de un machetazo, en un pedregal lleno de lomas, lo que había no eran casas abandonadas, al menos no en el sentido más estricto posible, es decir, no eran casas cuyos habitantes, un día, decidieran dejar atrás por las razones que sea, y quedaron ahí, como cascarones huecos donde nada, salvo una memoria inventada por nuevos inquilinos, invasores, podría germinar. No. Las casas en el nuevo barrio nunca habían estado habitadas y, aun así, eran casas abandonadas: edificaciones sin terminar, obras en proceso, muros desnudos y ventanas sin cubrir, montones de arena y grava, herramientas desperdigadas y materiales diversos ya nunca utilizados. Como si el proyecto de la construcción se hubiera interrumpido con un grito, una orden sin dueño, y los trabajadores, dejando caer de sus manos palas y costales de cemento, sin importarles las formas, las sombras y rincones del edificio que quedaba interminado, se marcharan con la conciencia de que su labor quedaría para siempre sin conclusión.
Nosotros entrábamos en esas casas, nos apoderábamos de ellas. Las habitamos antes que nadie en aquellos tiempos cuando los pocos chicos del barrio teníamos unos diez o doce años. Algunas permanecieron vacías durante largas temporadas, y aquel vecindario nuevo, que se fue poblando con cierta rapidez, no dejaba de tener un aire de territorio hecho a medias, de paisaje mal dibujado, que nos intrigaba y nos llamaba cada vez que pasábamos delante de alguna de aquellas casas y no éramos capaces de evitar la intrusión, la exploración de esos espacios indefinidos que sin llegar a estar completos ya eran una ruina.
Los relatos sobre casas, por eso, me interesan especialmente. Desde «La caída de la casa Usher» hasta «Interrupción del servicio», de Tomás Sánchez Bellocchio, pasando por «Casa tomada», «La casa de Asterión», «There are more things», «Los sueños en la casa de la bruja», o los documentos que hacen la crónica de los días de Mary Shelley, Percy, Polidori y Byron en la Villa Diodatti, en Ginebra. Estos y muchos otros textos y autores que han encontrado, en el espacio doméstico, ciertos rasgos de lo inquietante, han sido fundamentales para mí. Pero no es solamente por el lugar común de la casa embrujada, o de la condición ominosa del espacio cotidiano, que me interesan las casas y, sobre todo, las abandonadas. Una casa abandonada es muchas cosas al mismo tiempo: diferentes capas de realidad conviven ahí, y ante todo existe la posibilidad de una nueva ocupación: alguien más vendrá, quién sabe cuándo, a habitar este espacio ahora vacío, renombrándolo, cubriéndolo con nuevos significados, usando ahora como dormitorio alguna habitación que quizá tuvo otra función en el pasado.
La propia casa familiar tenía un aire de casa inconclusa. Durante algunos años, el proyecto del segundo piso quedó en suspenso, y la escalera, terminada, con su barandal y sus escalones que mi madre mantenía siempre impecables, se cortaban de forma abrupta en un muro: del otro lado, la intemperie: no había nada aún en aquel segundo piso, y si uno subía la escalera, cosa que mi hermana mayor y yo hacíamos habitualmente en los juegos infantiles, topaba con un muro ciego que tardó años en abrirse a un nuevo espacio habitable. Incluso, en aquel segundo nivel, en el fondo de la casa, hacia el patio, había una terraza con una pesada puerta de metal: un cuadrado con un burdo balcón de ladrillos desnudos. Casi nunca usamos ese espacio que, con el paso de algunos años, se convirtió en mi habitación: se levantaron muros sobre el balcón, y sobre los muros el techo y cuando dormía ahí, en los primeros meses, me sentía encerrado en una imposible intemperie.
Quizá es que intento anclar en esa fascinación infantil, que permanece, la posibilidad de pensar en una poética sobre el espacio. Siempre he escrito sobre lugares que antes eran una cosa y que ahora son otra, y donde, además, el pasado, que nunca puede borrarse del todo, interfiere de alguna manera con el presente del relato: un teatro que antes era una cárcel; una casa que se convierte en un museo; una botica que en un tiempo escondía estudiantes que huían de la policía y que después era una suerte de hospital para desahuciados; un almacén de sorgo perdido en medio de la nada donde el guardián se sumerge en la montaña de cereal como si lo hiciera en un mar enrojecido. El espacio es su presente y su pasado, al mismo tiempo. La huella de una memoria que permanece en muros, objetos, habitaciones, salas, jardines y árboles desaparecidos cuya sombra sigue proyectada sobre la tierra como un recuerdo lleno de sustancia, de entraña y peso. Una sombra con peso. Tal vez es esta la manera más palpable que he podido explicármelo hasta ahora: una sombra, un grito, una voz, con materia, volumen y consistencia.