POR FLORENCIA DEL CAMPO

Sylvia Molloy en un estudio de arte en los años 1950. Fuente: wikicommons

Desde la infancia, hacerle regalos a mi madre fue traumático: nada le gustaba. Es evidente que en esa época quien ponía el dinero para comprarlos era mi padre. Incluso era él mismo, muchas veces, quien los elegía. Sus hijas aún éramos pequeñas, no sabíamos mucho si lo normal era regalar un par de aros, un tenedor, un imperdible o un helado. Quizá un electrodoméstico. Todo vale lo mismo en la infancia. Solo quieres regalar, en algún punto, porque amas. Mi madre, cada vez, despreció los regalos; no hubo uno solo que le gustara.

El único regalo que recuerdo haberle hecho yo de adulta a mi madre, que ya estaba enferma de cáncer, fue un libro de Sylvia Molloy. Desarticulaciones. Su padre, mi abuelo, ya había muerto de Alzheimer, si se muere de eso, de olvidarlo todo, quizá solo rescatar algún retazo de la infancia. Desarticulaciones es un libro breve, como tantos de la autora, que narra la historia de una mujer que acompaña a su amiga enferma de Alzheimer. Es una novela; frente a tantas obras de no ficción publicadas por la autora, esta nos propone ese código de lectura. Yo no hacía mucho que había descubierto a Molloy; quizá trabajando de librera, quizá de otra forma, quién sabe, lo he olvidado. Mi madre leyó la sinopsis del libro, supongo que de la contraportada, y casi me tiró el regalo por la cabeza. Luego dijo: «¡¿Cómo se te ocurre regalarme una cosa así, ahora, que estoy enferma?!». Quise contarle que Molloy era mi escritora favorita, y que el libro era mucho más que una historia sobre la enfermedad. Pero no tuve lenguaje.

Se lo dediqué, estaba firmado por mí su ejemplar. Cuando murió, me lo traje a España. De todas las cosas que tenía mi madre, me traje las que cabían en una maleta. De todos sus libros, que incluían la obra completa de Freud y Lacan, me traje solo Desarticulaciones, finito, como una plancha de metal. Hace poco me acerqué a mi biblioteca para agarrarlo y releerlo, quizá solo hojearlo. No estaba. Saqué todo, revolví todo, moví todo. Lo busqué por días, semanas. El libro no está. Y no puedo recordar dónde lo vi por última vez, y no puedo recordar dónde lo dejé. Tampoco lo que decía la dedicatoria. Solo me resta acordarme de que lo perdí. Una memoria de la pérdida, de la que quizá nunca me olvide.

Todo esto que cuento para hablar de Sylvia Molloy son los temas literarios en Sylvia Molloy: la madre, el olvido, la memoria, la casa, los objetos, la enfermedad, los vínculos, la familia, el desarraigo, la extranjeridad. Suena a los temas universales, a los temas de siempre, y sin embargo, hay una exclusividad prodigiosa en la autora argentina, fallecida hace poco, en 2022. A todos esos temas los atraviesa, casi como una lanza oblicua, un flechazo inevitable, una grieta sobe concreto, la lengua. La autora hace con la lengua no solo su trabajo, para acabar siendo una de las voces más importantes de la literatura argentina, sino también un tema central. Es fondo y forma. Su biografía impregna su escritura: hija de padre irlandés y madre con orígenes franceses, vive entre lenguas, y de esa idea sale, precisamente, Vivir entre lenguas, pero quizá también todos los demás libros suyos sin excepción. Ella misma hace una vida entre países y entre lenguas: estudia en La Soborna; se muda a Estados Unidos donde, entre otros desempeños académicos, funda la maestría en escritura creativa en NYU. Nace en Argentina y muere en Estados Unidos. Y cuando ve la palabra «hay», nunca sabe si es del verbo haber, o si es «heno».

En un artículo titulado «Desde lejos: la escritura a la intemperie» la autora comentó uno de los relatos incluidos en Varia imaginación, que se titula «Casa tomada» (es curioso, porque luego en su último libro, Animalia, la autora incluirá otro texto también titulado «Casa tomada», pero de contenido diferente, aunque siempre en su línea), que trata sobre la casa de su infancia, y luego expresó: «Lo que me interesa principalmente es la escritura que resulta del traslado; o mejor, la escritura como traslado, como traducción; la escritura desde un lugar que no es del todo propio y sin duda no lo será nunca, un lugar donde subsiste siempre un resto de extranjería y de extrañeza, donde se aprende una lengua nueva pero se escribe en la lengua que se trajo, y donde, si por azar uno oye hablar en castellano en la calle, uno se siente interpelado y se da la vuelta: me están hablando. A mí». Esto es lo que atravesó la vida y obra de la autora: el afuera.

Es también en Varia imaginación donde aparece el relato «Levantar la casa». Allí la autora cuenta cómo la madre decide desarmar la casa tras la muerte del padre y cambiar esa casa por otra, por un departamento. Las tres mujeres —ella, su hermana y su madre— organizan los objetos en pilas para ejecutar la mudanza. Ese ejercicio de catalogación (lo que es para tirar, para regalar, para mudar, para vender…) es un acto de memoria, pero también de pasaje al olvido. En la novela El común olvido, el protagonista, homosexual, como en varias de las novelas que la autora propone, en una narrativa siempre atenta al colectivo LGBTIQ+ al que ella misma pertenecía, viaja a Argentina desde Estados Unidos, donde reside ahora (todos elementos biográficos de la autora) a buscar pistas de su padre, aunque termina rastreando más la historia de la madre. La muerte del padre, entonces, y ese viaje (real o simbólico) hacia los orígenes; la posibilidad de enterrar a nuestros muertos, que incluye siempre una acción sobre los objetos, y por tanto, sobre la memoria (y el olvido); la madre. Todo eso es una constante en la narrativa de Molloy. Leo en El común olvido: «Decía mi madre […] que la memoria es un don elusivo, a menudo infernal. Cuando trato de acordarme de ella, no logro detener una imagen fija sino un torbellino de figuras superpuestas […]. Es más fácil recordar objetos que fueron suyos […] que recordar a mi madre». Pero algo la recuerda en ese Vivir entre lenguas, aunque algo también olvida (siempre las dos caras): «Recuerdo que cuando yo era muy chica mi madre tomaba clases de inglés con una inglesa del barrio cuyo nombre he olvidado […]. No sé cuándo dejó de tomar esas clases. Sí sé que la libreta desapareció y mi madre siguió monolingüe, como quien sigue padeciendo algún mal incurable».

Hay un documental precioso sobre Sylvia Molloy que se llama Retazos (como aquello que quizá se puede rescatar de la infancia en medio del olvido). Allí aparecen retazos, eso, de sus libros. Y sobre todo, la vemos en su casa de Estados Unidos con sus gatos encima, o en los muebles, en los ambientes o alrededor. Esas escenas son las que su último libro, Animalia, publicado el mismo año de su muerte, nos regala justo a tiempo. Otro libro finito como una plancha de metal, pero lleno de amor y mascotas, de casas, lengua, territorio, cuerpo y enfermedad. Lo escribió durante la pandemia y durante su cáncer, en medio de la causa de todos y de la propia. Eso es Molloy: lo individual y lo colectivo, como la memoria.

He olvidado aquellos objetos que le regalamos a mi madre y que ella ha despreciado —¿unos aros, ¿un microondas?, ¿un imperdible?…—, pero sé que fueron suyos. Supongo que es más fácil perder la memoria que perder a la madre.

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