POR GONZALO TORNÉ
1
A los escritores se les conoce dos veces. Cuando escuchamos su nombre y cuando leemos sus libros. Y si hay proximidad y suerte una tercera vez cuando les reconocemos en persona, a veces para disfrutar de su amistad.
Leí por primera vez el nombre de Luis Magrinyà en Trayecto, la recopilación de artículos críticos de Ignacio Echevarría que yo repasaba y repasaba como un mapa de constelaciones, espiando a los astros más luminosos, sus combinaciones y las zonas de estéril sombra del «firmamento literario», del que vivía separado, sin contactos.
Yo no había cumplido los treinta años y acaba de decidir que ya no quería ser entrenador de baloncesto sino novelista, necesitaba guía, y bastaba con hojear los suplementos culturales para reconocer que la inteligencia y el gusto de Echevarría eran con los que cualquier escritor ambicioso querría medirse, de ahí, supongo, los prolongados anticuerpos que dejaban sus críticas negativas. Aunque si por algo sobresale Trayecto es por el tino y la generosidad crítica de sus apuestas: Pombo, Gopegui, Espinosa, el primer Chirbes, Marías, Loriga… y Luis Magrinyà.
Echevarría elogia a Magrinyà con cierto enigma incitante: «es ya uno de los narradores más importantes y novedosos de la reciente literatura española. Hacer esta afirmación no entraña ningún riesgo. Pero sí dificultad. Margrinyà es materia resbaladiza a cualquier intento clasificatorio. La extraña textura de sus relatos propicia equívocos respecto a su naturaleza, cuyos vericuetos poco tienen que ver con la introspección psicológica, cuyo poderío estilístico se aparte con toda deliberación del lirismo». Y en un tono todavía más entusiasta y contagioso lo calificó de OLNI (objeto literario no identificado): que «ha aterrizado en la narrativa en lengua española para sembrar el desconcierto, el pánico, la felicidad».
Al adentrarse en Belinda y el monstruo o en Intrusos y huéspedes el lector confirma el vaticinio de Echevarría, se le exige que ponga en juego sus facultades críticas, que piense las páginas y los dispositivos narrativos de Magrinyà, además de «sentirlos». Un reto emocionante por el que también pasaron los lectores de Henry James, Virginia Woolf o Kafka (de quién Magrinyà, cuando se suelta, dice cosas divertidísimas) antes de que años de crítica nos familiarizasen con sus logros.
Como un perfil es una invitación ofreceré cuatro o cinco pistas de la literatura de Magrinyà para que el lector se adentre confiado en sus cotidianas exquisiteces.
Atentos a los personajes y narradores, de muy variado pelaje, incapaces de embellecerse ni de hundirse en el autodesprecio, refractarios a los trepidantes dramas morales. Personas como ustedes o como yo, metidas en el lío de recibir a un hijo que llevamos un tiempo sin ver, sobrevivir a una comida con nuestra suegra, acostarse con un antiguo novio o salvar a un amigo de una espiral autodestructiva.
Atentos también a la forma. Magrinyà ha inventado una (lo cual sería ya motivo de celebración y agradecimiento): la instalación narrativa, que consiste en vincular dos masas literarias independientes (que a veces no coinciden ni en el género) con una ligación estimulante y secreta.
Aunque las narraciones de Magrinyà parecen ajenas a la agenda política, no se dejan engañar, estas ficciones ofrecen un escrutinio sagaz de su tiempo. Si se ponen de lado de la sociedad es solo para observarla mejor.
No les advierto sobre el estilo, porque es imposible no verlo ni quedar envuelto por la riqueza y la claridad sintáctica de la frase, con clausulas que son como apartes irónicos). Un internauta dijo que leer a Magrinyà era como pasearse por Venecia, fue un día feliz para la crítica.
Y aunque los libros de Magrinyà tocan varios temas, conviene no despistarse y pasar por alto la atención que se le dedica al cuidar y al cuidarse, a cómo vivir mejor juntos y a una piedad simpática, sustentada en el alegre desconcierto de estar vivos. Por un camino retorcido, nunca complaciente y refractario a la sentimentalidad esta es literatura edificante, la más complicada de las literaturas, y quizás la mejor cuando está bien escrita. Leer melosidades o idioteces no nos vuelve mejores, leer a Magrinyà ya les digo yo que sí.
2.
Cualquier perfil literario parece incompleto sin unas pinceladas de información personal sobre el carácter del retratado. Así que ahora vendría un surtido de anécdotas personales, pero me temo que no soy esta clase de escritor y sospecho que a Magrinyà no le haría mucha gracia (aunque igual sí, ¡no le he preguntado!). Al fin y al cabo la «anécdota personal», por sabrosa que sea, tiende a oscurecer al personaje: encerrándolo en los límites de una experiencia, la propia, que nadie más puede constatar.
Por suerte la personalidad tiene una vertiente pública. Un lado que no remite tanto a las impresiones subjetivas como a cualidades que otros pueden afirmar, negar o matizar. De las muchas cosas que le agradezco a Luis Magrinyà el espacio que me queda me da para señalar tres.
La primera es la precisión de su conversación (y disculpen el ripio). Da igual que se trate de un complejo problema literario o del reporte de una anécdota del mundillo, con Magrinyà siempre sabe uno de qué estamos hablando y qué está en juego, con una claridad de frase y de pensamiento que se agradece mucho entre tanto pensamiento (y conversación) amorfo, reblandecido por la moralina y la sentimentalidad. Concentrarse en el asunto y desarrollarlo con perseverancia y nitidez refresca mucho la mente.
La segunda es el sentido del humor, una cualidad que todo hijo de vecino está convencido de tener, pero de la que tantas veces queremos huir. En el caso de Magrinyà se manifiesta es una risa acogedora y en una distancia irónica utilísima para no tomarse demasiado en serio, y relativizar los dramas, las cargas y los pesos.
La tercera es la infalibilidad (digna de un cardenal) de Magrinyà a la hora de intuir la calidad humana de nuestros colegas de todas las edades. Ya me fastidia pero no recuerdo que se haya equivocado nunca, es como charlar con una brújula que apunta al futuro de un carácter, se sabe como maduran todos los frutos. Un conocimiento que ofrece desde una relajada bondad, que nos recuerda (bueno, ¡me lo recuerda a mí!) que la bondad no es nada si no es firme, y que por eso cuando asoma es tan valiosa.
Dudo en añadir un cuarto rasgo, porque me alegra tanto como me fastidia, y es la relación (de nuevo distante e irónica) de Magrinyà con el mercado editorial, los congresos, los premios, los festivales y atención… ¡las ferias literarias! Me admira no tratar de vivir desesperadamente de la literatura y mantener la obra alejada de las presiones de las modas (única censura vigente de nuestra época), escribiéndola a su ritmo y a su bola.
Lo malo es que con esta distancia olímpica de los ritmos editoriales Magrinyà lleva ya una década sin publicar ficción, aunque siga ampliando su cuaderno de estilo y nos entregué de vez en cuando cinco párrafos desconcertantes y precisos sobre un escritor clásico o una serie de moda. Diez años sin tu escritor favorito son muchos años, así que de ver en cuando me consuelo escuchando en bucle la canción de Astrud: «Redactando una entrada del diario / Redactando un manifiesto o firmando / Un mensaje, o discutiendo / Siempre citamos algo vuestro // Si no sacais disco vamos / A romper el tocadiscos».