«La ciudad del siglo xxi —dice Beatriz Sarlo en La ciudad vista— tiene sus extranjeros desconfiables como los tuvo la ciudad de comienzos del siglo xx. Ya no son los tanos, gallegos, rusos (por rusos blancos y por judíos) Moishes, turcos (por árabes), sino los peruanos, los bolitas, los paraguas, los chinos (indiferenciados entre chinos, coreanos, taiwaneses). Así como hubo una mafia italiana, las noticias policiales se refieren a una mafia China».

La actual inmigración venezolana se suma a esta larga tradición, y salvo casos aislados (un motochorro que arrebató una mochila y fue interceptado por la víctima, una mula que intentó sacar ocho kilos de cocaína en sus intestinos y algunos «mala paga» que se largan y dejan una abultada deuda de alquiler), la inmigración venezolana actual es valorada como trabajadora, con formación profesional y actitud amable. Tres rasgos que sorprenden a los mismos venezolanos que muchas veces tenemos —o nos han inculcado— una severa mirada sobre nosotros mismos.

Las estadísticas lo confirman: «Casi el cincuenta por ciento de las personas (venezolanas) encuestadas tiene un título de grado. Se trata de un porcentaje alto, en especial teniendo en cuenta que en la Argentina, de acuerdo con el último Censo Nacional de 2010, sólo el catorce por ciento de la población mayor de veinticinco años tenía un título universitario o terciario». Por dar un ejemplo, más de mil médicos venezolanos ya están en la Argentina, más de la mitad han convalidado sus títulos y trabajan en instituciones de salud. Pero la situación es más compleja para la gran mayoría. Un reciente estudio de la consultora Adecco revela que un setenta por ciento de los venezolanos inmigrantes trabaja en negro, y casi la mitad vive con menos de quince mil pesos mensuales, es decir, poco más de doscientos cincuenta dólares, una cifra apetecible para quien viene de la monstruosa hiperinflación venezolana, pero paupérrima para subsistir en la capital de Argentina.

«A los venezolanos los vemos en Buenos Aires todos los días trabajando en lo que consiguen —dice Beatriz Sarlo en un artículo publicado recientemente en el diario Perfil—, decenas de horas en bicicleta repartiendo los deliveries de porteños más afortunados; decenas de horas limpiando o atendiendo bares, cobrando en negro, viviendo en una ciudad extranjera donde se los distingue por su acento y donde compiten por los peores trabajos. Son inmigrantes, esa condición que los discursos recogen con hospitalidad ampulosa y la realidad desmiente».

La psicoanalista venezolana Ruth Hernández atiende en su consultorio a un gran número de venezolanos que acuden para tratar el desequilibrio emocional que les produce la emigración. Las poblaciones más vulnerables son los niños y los adultos mayores: «Los niños presentan problemas de integración escolar y los abuelos llegan con cuadros de desorientación y angustia». Los adolescentes y los jóvenes se adaptan un poco mejor, pero con frecuencia son estudiantes que llegan sin haber terminado la secundaria o la carrera universitaria, o recién graduados que consiguen trabajos «en cafés o tiendas o deliveries cumpliendo horarios muy extendidos por muy baja paga». Todo esto potenciado por las dificultades en el proceso de convalidación de títulos universitarios que puede durar más de dos años. «Yo estoy atendiendo —comenta Ruth— a personas de distintos grupos. Están los que se vinieron hace más de diez años, lo que se vinieron hace tres o cuatro años y las personas que están llegando ahora, y que presentan un estado mucho más alterado, con crisis de ansiedad, de insomnio y ataques de llanto». La situación de quienes se ven en la obligación de enviar dinero también es complicada: «Hay muchos jóvenes que se sienten muy presionados por ayudar a sus padres o familiares allá; éstos suelen pedirles dinero, pero con lo poco que ganan o no pueden o no les alcanza, y sienten culpa de disfrutar a veces hasta de una hamburguesa».

Desde hace más de dos años el psicólogo argentino José Pablo Ponsowy, quien vivió muchos años en Venezuela, creó un grupo en Facebook llamado Consejeros de Argentina, en el que ofrece orientación a venezolanos inmigrantes. A esta iniciativa totalmente personal se fueron sumando otros argentinos para responder a las preguntas formuladas por los recién llegados. Actualmente el grupo cuenta con más de nueve mil personas, y ahora son los mismos venezolanos quienes se orientan y ayudan unos a otros. Una de sus principales actividades consiste en la recolección y donación de abrigo para la temporada invernal. «Participé en un evento en un espacio cedido por una Iglesia —cuenta la escritora venezolana-argentina Blanca Strepponi—. Había muchísima ropa y muchísima gente. Clasificamos todo lo mejor posible, según tamaño y edades, y la gente hacía una larga fila para seleccionar lo que podía servirle. En un momento dado, una señora muy humilde estaba con sus hijas revisando la ropa y tenía que hacerlo rápido porque había mucha gente detrás de ella. De pronto, esta señora me miró, nos miramos, y se le salieron las lágrimas».

Blanca, quien fue a Venezuela huyendo del proceso militar argentino a finales de los setenta y volvió veinticinco años después a causa del proceso militar bolivariano, conoce muy bien estas situaciones: «No todas las personas pueden emigrar, hace falta una gran fortaleza anímica, espiritual y también física. Hay personas que uno se da cuenta enseguida de que son fuertes y tienen muy buena actitud en el sentido de que no se sienten heridos en el ego y que, a pesar de haber sido profesionales o ejecutivos, no tienen problema en hacer sándwiches en una panadería».

Meses atrás, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires organizó una feria para inmigrantes venezolanos en la que había stands de ACNUR, de la Organización Internacional de Migraciones, la Dirección General de Migraciones, Aysa (Aguas Argentinas ofrecía agua potable gratuita), también había un stand de ASOVEN, la asociación de venezolanos, en el que se ofrecían charlas acerca del mundo laboral para la enorme cantidad de gente que había y que hacía largas colas en los numerosos puestos de ventas de tequeños, arepas, cachapas, patacones, queso llanero, harina pan y pirulines. Todo lo que no se puede adquirir en Venezuela, pensé. Una tarima servía de escenario para la presentación de grupos musicales. Dos conductores amenizaban a los gritos a un público que parecía sentirse en la obligación de ser felices y pasarla bien, como si intentaran maquillar la tristeza con euforia. Circularon un conjunto de salsa y una cantante de tonadas llaneras y, cuando subió al escenario la agrupación de danzas folclóricas, uno de los organizadores interrumpió el espectáculo, tomó el micrófono y a regañadientes comunicó que una niña de nombre Yelimar se había extraviado, que su abuela la estaba buscando, «tiene tres años, cabello crespo, viste suéter rosado y bluyín». Y pidió la colaboración de todos. Acto seguido —el show debe continuar— dio paso a la agrupación de danzas folclóricas. Pero pasaban los minutos y Yelimar no aparecía. Interrumpieron de nuevo el espectáculo, tomó el micrófono otro de los organizadores para reiterar el llamado: «se ha perdido Yelimar», e insistió en sus tres añitos, sus rulos, su indumentaria. Pocos policías rastrillaban la zona con pereza; en vano alcé la vista para localizar un punto rosado entre la multitud. Había unos veinte bailarines en escena interpretando un colorido Diablo suelto; el público se animó a bailar, los tequeños se multiplicaban, desfilaban los patacones, pero seguía sin aparecer Yelimar. «Un fuerte aplauso para la agrupación folclórica X, quienes con talento y esfuerzo llevan más allá de las fronteras nuestra cultura…». No aguanté la situación y le dije a Valentina que nos fuéramos de allí cuanto antes. Y cuando ya estábamos a unos cincuenta metros de distancia, escuchamos «¡Apareció Yelimar!, ¡un fuerte aplauso para Yelimar!», e invitaban a la abuela a subir con la niña al escenario.

Salí de allí con la misma sensación que tuve varios años atrás después de escuchar a mis poetas admirados: abatido. Y fue inevitable pensar que Yelimar simbolizaba a todos los que estaban en esa feria: extraviados de su lugar de origen, irreconocibles en la multitud. Y recordé aquel microcuento de García Márquez: «Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?”».

El emigrado va haciéndose esas preguntas. Se interroga acerca de su madre (o su país) ¿Alguien lo ha visto en alguna parte? Como dice Igor Barreto en un poema: «El país me dejó atrás / pero el país no fue a ninguna parte». ¿Quién deja atrás a quién? El emigrado viaja constantemente hacia atrás en busca de su país. Se convierte en un ser retrospectivo y retroactivo. A decir de Joseph Brodsky, su dimensión metafísica crece. Y también el interés en él como pieza etnográfica: para las personas del país que lo recibe termina siendo un ejemplar exótico, un sujeto que viene de una situación tan inconcebible y asombrosa que atenta contra la construcción de un relato verosímil. Ya lo decía Sebald en Sobre historia natural de la destrucción: «Los relatos de los que escaparon con nada más que la vida son en toda regla discontinuos, y tienen una calidad tan errática que resulta incompatible con una instancia narrativa normal, de forma que suscitan con facilidad la sospecha de ser invenciones sensacionalistas».

Un desafío: construir ese relato continuo, comprensible y verosímil de nuestra tragedia; un argumento lo suficientemente sentido, sencillo y documentado que logre vencer, o al menos debilite, las recalcitrantes actitudes que muchas veces debemos enfrentar en contextos en los que se asocian los atropellos a los derechos humanos exclusivamente a gobiernos dictatoriales de derecha. Construir esa narración, apoderarse de ella y difundirla, contribuirá a fundar un nuevo domicilio vital que le permita al emigrado recuperar la dignidad que le arrebataron.

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