3.
El 9 de julio de 2007 nevó en Buenos Aires. A través de la ventana del departamento, con mi hijo argentino en brazos, vi caer los grandes copos sobre las ramas del palo borracho, el jacarandá y el plátano de sombra de la calle Juan Domingo Perón. La nieve, que no había caído en setenta años en la ciudad, fue recibida como una señal de bienaventuranza, justo en una época en que la terrible crisis del 2002 parecía remota y el país se recuperaba gracias al incremento del precio de la soja y demás commodities del agro en los mercados internacionales. El recurrente sueño de la Argentina «granero del mundo» parecía reflotar.
Además, se desarrolló un transcendental proceso sobre la memoria, la verdad y la justicia, vinculado a los delitos de la última dictadura militar, que permitió la anulación de las llamadas «Leyes del perdón» y llevar a juicio a más de dos mil represores, incluyendo a figuras como Videla y Etchecolatz. Y las sanciones de las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género, la de fertilización asistida y la que regula el trabajo de las empleadas domésticas convirtieron al país en el pionero de América Latina en términos de derechos sociales e individuales.
A pesar de todo esto, a muchos amigos caraqueños les seguía pareciendo una locura mi proyecto de vivir en un país que había salido recientemente del corralito, cuyo presidente escapó en helicóptero, y su moneda se había devaluado en casi un cuatrocientos por ciento. Era lógico: Venezuela disfrutaba por aquella época de una nueva bonanza petrolera, mientras el autoritarismo se agigantaba echando fuertes raíces en el imaginario catódico popular. El manantial petrolero salpicó a casi todos con sus narcóticas dosis, y los progresivos atropellos a los derechos humanos, económicos y políticos fueron metabolizados de manera más o menos amortiguada.
Para ese entonces me gustaba imaginarme, ya no como un espía, sino como el encargado de un consulado paralelo en el que orientaba a mis compatriotas que venían con planes turísticos, o con el propósito de estudiar o de quedarse. Para tal fin, contaba con datos e informaciones útiles, como departamentos de alquiler con y sin muebles, barrios más baratos y menos conocidos, mínimas medidas de seguridad, asuntos relativos al tema cambiario (pronto se establecerían restricciones a la compra de divisas), lugares donde comer y entretenerse, y consideraciones de orden más idiosincrático que apuntaban a desentrañar las mañas del argentino, su léxico, su picardía, sus astucias, sus destrezas, sus costumbres.
Sin proponérmelo, me convertí en un involuntario guía turístico-laboral-emocional que recibía llamadas y correos de compatriotas que querían hacer vida en la porteña ciudad de la furia. Primero fueron amigos, luego amigos de amigos, después el amigo del primo de un amigo y así sucesivamente hasta reunirme con personas totalmente desconocidas, de oficios y profesiones varias, cuya única tarjeta de presentación era su venezolanidad, su frustración o puntual fracaso, o su deseo de iniciar una aventura de extranjería.
4.
Tras la sombría dictadura gomecista, Eleazar López Contreras promulgó una Ley de Extranjeros que promovía una inmigración de raza blanca y europea, bajo el presupuesto de que esta vendría a «mejorar» una población predominantemente mulata e indígena, muy poco preparada en artes y oficios. Alberto Adriani y Arturo Uslar Pietri serían los ideólogos de esta estrategia migratoria. Pero fue tras la Segunda Guerra Mundial, específicamente entre 1946 y 1961, cuando entrarían al país cerca de un millón de inmigrantes provenientes de Europa Occidental. Años más tarde, llegarían los haitianos —huyendo de las dictaduras de los Duvalier—; los colombianos —desplazados por el conflicto armado—; y le seguirían los peruanos y ecuatorianos, y luego los argentinos, chilenos y uruguayos, que huían de las dictaduras militares.
Durante casi todo el siglo veinte, y principalmente en su segunda mitad, Venezuela fue un lugar atractivo para las migraciones. Había porvenir, prosperidad, trabajo y también prejuicios y subocupación. Éramos los anfitriones nuevos ricos y magnánimos, no sin cierta fantasía cosmopolita y esnob. Recibíamos a personas que se habían visto en la necesidad de salir de su país para huir de la inseguridad o la violencia política, buscar refugio ante la persecución o intentar una vida menos miserable fuera de sus fronteras. Pero las cosas cambiaron drásticamente, y dejamos de ser anfitriones para convertimos en emigrantes y desplazados.
Comencé a verlos en el subte, en el colectivo, atendiendo un kiosco, en los locales de ventas de arepas y empanadas que se multiplicaron y están dejando, además de una nueva gastronomía, un aporte lingüístico: Araguaney, Guaica, Cumaco, Chichiriviche. La palabra arepa, que hasta hace poco era completamente desconocida en Argentina, hoy está en boca de todos. Si te subes a un Uber, el conductor es venezolano; si pides un delivery vía Rappi, Glovo o Pedidos ya —las tres empresas suspendidas recientemente por la justicia para que regularicen y equipen a sus empleados—, llegará a casa un joven flaco, moreno, de hablar amable y atolondrado proveniente de La Guaira, Petare o San Juan de los Morros. El muchacho que cambia los botellones de agua en mi trabajo es caraqueño; el técnico que viene a reparar las computadoras es de San Cristóbal; el que me arregló el celular en una galería de Caballito es maracucho. En Parque Centenario, en los bosques de Palermo, en Plaza Irlanda, en Plaza Almagro o en Parque Lezama hay familias de venezolanos haciendo pícnic los fines de semana. Cuando voy a la Fundación Proa charlo con un amigo venezolano que atiende en la librería. Si voy a un concierto de música clásica, identifico a compatriotas ocupando los primeros y segundos violines. En los pasillos del Subte, un señor pregona «Areeepas, areeepas… Pollo, carne, jamón y queso… Areeepas, areeepas»; una chica profusamente maquillada vende brownies y chicha, y los mismos músicos que tocan en las orquestas se redondean el mes tocando Sibelius y Despacito en los andenes. En el local donde compro implementos de cocina atienden venezolanos. Las chicas que toman los pedidos en la pizzería que frecuento, y que son maltratadas por un dueño baboso y abusador, son venezolanas. Hay santeros, videntes, médiums y adivinos venezolanos que publicitan sus artes en afiches pegados en las paradas del colectivo: «Poseo el poder para ayudarte», «No vendo ilusión, doy solución». En Dr. Ahorro, una conocida red de farmacias, atienden venezolanas. Los compañeritos de clases de los alumnos de Valentina son venezolanos. S. trabaja en la cocina de un restaurante, R. atiende una sandwichería, A. pasa largas horas como vigilante nocturno, R. trabaja en un estudio de arquitectura, A. tiene una pequeña librería, E. cuida niños y ancianos, G. da talleres literarios y L. da clases de español a los brasileños. Durante la ceremonia de inauguración de las Olimpíadas Juveniles del año pasado, la delegación más aplaudida fue la venezolana. Un expolicía nacional bolivariano, que tuvo la mala idea de detener a los sobrinos de Cilia Flores por porte ilegal de arma antes de que cayeran presos en Estados Unidos, se encarga de mover mi auto en el estacionamiento. En los negocios de Once y de Avellaneda, bajo las órdenes de los comerciantes árabes y judíos, trabajan venezolanos acarreando bultos. A la vuelta de casa abrió sus puertas una nueva peluquería con nombre inconfundible: «Estilos Leraysi». Baristas en Starbucks, actrices y directores de teatro, fotógrafos y cineastas, profesores universitarios y curadores de arte. Un día viajé a Luján por trabajo y me extravié, al parar para preguntar la dirección correcta, fue un venezolano quien me orientó.
5.
Nobleza gaucha (1915) es uno de los mayores clásicos del cine argentino, cuya sinopsis, o parte de ella, podemos resumirla así: un patrón del campo rapta a la bella novia de un gaucho y la lleva a Buenos Aires. El gaucho viaja del campo a la ciudad para rescatarla. Al llegar, el gaucho no sabe cómo orientarse en la gran urbe y encuentra en don Genaro, un inmigrante italiano, su Cicerone.
Es conocida la gran ola de inmigración europea a la Argentina ocurrida a finales del siglo xix y principios del xx. Principalmente españoles e italianos, pero también ucranianos, polacos, rusos, franceses, alemanes e irlandeses. Durante este período, cerca de cuatro millones quinientos mil europeos llegaron a Buenos Aires y fueron repartidos en diferentes provincias del país.
«Gobernar es poblar en el sentido que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer y engrandecer espontánea y rápidamente», dice Juan Bautista Alberdi en 1879, siguiendo el modelo positivista de la época, y no le tiembla el pulso para discernir acerca de la buena y la mala inmigración, reformulando la famosa dicotomía sarmentiana: «Mas para civilizar por medio de la población es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria… Hay extranjeros y extranjeros».
Con el paso de los años llegaron los sirio-libaneses, tiempo después los bolivianos y paraguayos, más tarde los peruanos, chinos y coreanos.