POR GUSTAVO VALLE

1

Cuando llegué en el 2005 había muy pocos venezolanos en Buenos Aires. A excepción de Grecia Colmenares y Catherine Fulop, empujadas a este sur austral gracias a sus protagónicos en Topacio (la salvaje niña ciega, abandonada al nacer) y Abigail (la caprichosa hija única de un acaudalado hombre de negocios). Al resto se los veía merodear por la vieja embajada que estaba en Belgrano, una hermosa casa de ladrillos que albergaba a un puñado de funcionarios con notable capacidad camaleónica: los mismos que habían estado con Carlos Andrés Pérez, Ramón J. Velásquez y Caldera continuaban con Chávez (y los más perseverantes hoy sobreviven en el pantano madurista.)

Había en esa embajada una biblioteca y hasta allá me iba para ser atendido por un flemático sujeto. El denominado proceso revolucionario bolivariano transitaba su etapa embrionaria, sin todavía desplegar la total envergadura de sus alas autoritarias.

Aquel extraño bibliotecario iba y venía entre los anaqueles, traía y llevaba volúmenes, elaboraba registros simulando una ardua labor de catalogación e inventario. Del bolsillo de su saco extraía un mugroso pañuelo para combatir la alergia mientas me auscultaba de reojo, tratando de descifrar mi verdadera identidad, pues alguien que acudía a ese polvoriento espacio a consultar, por ejemplo, el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar, no podía sino ser un espía.

Por esos años, me vi en el café Las Violetas con Blas Matamoro, por entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, quien sospechaba con gran ingenio que mi presencia en Buenos Aires respondía a la organización de una célula militar o política. Por más que yo insistía en mi verdadero propósito —llegué a Buenos Aires, al decir de Stevenson, como un emigrante amateur, movido por el amor a muchos kilómetros de distancia—, Blas volvía con su teoría con tanta gracia expositiva que terminé creyéndomelo.

Comencé a visitar la biblioteca cada vez con más frecuencia. Como no conocía ni a Colmenares ni a Fulop, y aún las redes sociales no existían, busqué la reconexión con mi país y el alivio de la nostalgia consultando mapas, leyendo pasajes de Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, abriendo al azar Buenas y malas palabras de Ángel Rosenblat, o adentrándome en los relatos de corsarios y filibusteros que azotaron Maracaibo y la Guaira en el siglo xvii.

A pesar de convertirme en un asiduo visitante, el bibliotecario nunca disimuló sus suspicacias. Todo lo contrario, su desconfianza se profundizó a tal punto que mi sola presencia lo mortificaba.

Pronto entendí que su conducta no sólo era conmigo. Era evidente que estaba ante una víctima temprana del proceso de vigilancia totalitario que luego desarrollaría sus estrategias a niveles mucho más sofisticados. Si este sujeto quería conservar su puesto, salir de aquella marchita biblioteca y ser promovido en la escala diplomática, debía extremar los cuidados, andar con sigilo y saber con quién simpatizar y con quién no.

Por entonces, la presencia de militares ya era notoria. Adustos uniformados que bajaban de relucientes autos negros e ingresaban a la embajada como si acudieran a una urgente reunión en el Fuerte Tiuna. Aún no se sospechaba de los jugosos negocios con las vaquillonas, los bonos de la deuda o los generosos maletines, pero ya la grandilocuencia vernácula, los Rolex bailando en las muñecas de los funcionarios y la multiplicación de los retratos de Chávez impregnaban la atmósfera de aquella sede diplomática.

Un día volví con el proyecto de investigar acerca del deslave de Vargas y me encontré con una sorpresa: la biblioteca había cerrado sus puertas. El estrecho espacio estaba lleno de cajas apiladas, al joven bibliotecario le habían asignado tareas de office boy y en la sede se hablaba de la eventual mudanza de la embajada a un edificio que estaba por inaugurarse en la avenida Luis María Campos. Se trataría de una sede que otorgaría —le oí decir a la entusiasta recepcionista, suerte de funcionaria vitalicia— «mayor prestancia a nuestra patria en Argentina».

La desaparición de la biblioteca fue una inequívoca señal del porvenir. Tras su cierre, mudé mi centro de operaciones a la Biblioteca Nacional. En cuanto al bibliotecario, tiempo después supe que había sido despedido y se desempeñaba como profesor de salsa casino en una milonga de San Telmo.

 

2.

A medida que se incrementaba la presencia militar y diplomática en Argentina y se inauguraba el edificio de la embajada en Palermo, disminuía proporcionalmente el intercambio cultural con el país. La patria grande (gigante en discursos) iniciaba un progresivo camino hacia su expresión mínima.

La Feria del Libro de Buenos Aires fue una vitrina donde observar esto: la presencia venezolana en este importante evento editorial fue irregular, exigua y no pocas veces inexistente. Había años en que no había stand, otros en que se compartía el espacio con Cuba. Y la oferta de libros se reducía, junto a una abundante propaganda revolucionaria, a sólo tres editoriales del Estado.

En la edición del 2007 acudí a un evento denominado Día de Venezuela para escuchar a dos poetas muy admirados: Ramón Palomares y Juan Calzadilla. Conocía de antemano el apoyo irrestricto de ambos poetas al gobierno, pero pudo más mi sincera fascinación por los autores de Adiós Escuque y Dictado por la jauría que cualquier consideración ideológica.

La sala Leopoldo Lugones —repleta de saudade venezolana y fans argentinos de Alca, al carajo— recibió a ambos poetas como próceres. Cuando Calzadilla tomó el micrófono y habló con esa voz entrecortada y tristona que lo caracteriza, largó un irrefrenable agradecimiento al proceso emancipador que encabezaba el comandante Chávez, señalando en detalle sus numerosas virtudes políticas, sociales y económicas, y deteniéndose en los pormenores de la gestión de Farruco Sesto, por entonces ministro del Poder Popular para la Cultura. Al término de su elogio y alabanza —que bien correspondía a un funcionario en ejercicio o a un precandidato—, Calzadilla leyó unos breves versos.

Cuando tocó el turno a Palomares, éste anunció que leería un poema inédito. ¡Qué lujo! ¡Un poema inédito del gran autor de El reino! Pero mis expectativas se fueron desinflando a medida que leía. Palomares se despachó con un poema épico, pindárico, rimbombante, en el que destacaba el coraje, el esfuerzo y el heroísmo de nada más y nada menos que Simón Bolívar. Era la viva reencarnación de José Santos Chocano cantando la gesta grandilocuente de nuestro prócer principal, sin la más mínima pincelada de ironía, humor y mucho menos revisión histórica. Incluso sin la ternura ni los maravillosos diminutivos que siempre caracterizaron a su poesía. Recordé aquellos versos de José Emilio Pacheco: «Próceres: Hicieron mal la guerra / mal el amor / mal el país que nos forjó malhechos».

Salí abatido. Me fui caminando a lo largo de la avenida Santa Fe rumiando una tristeza que no podía compartir con nadie. Con amargura recordé la «Oda a Stalin» de Neruda: «Su sencillez y su sabiduría / su estructura / de bondadoso pan y de acero inflexible / nos ayuda a ser hombres cada día». No tenía otro propósito que el de extenuarme caminando para así olvidar —o dejar que cicatrizasen— las bochornosas odas al poder que había escuchado. Y así, en modo zombi, continué varias cuadras más hasta ingresar en el shopping Alto Palermo.

Los identifiqué por el timbre de su voz, por la aspiración de las «eses», por el golpeteo gracioso e impertinente de su acento, pero sobre todo por los cuerpos macizos y prósperos, embutidos en indumentarias coloridas, de marca: el grupo familiar avanzaba por los pasillos lustrosos del centro comercial como una brigada de ekekos del Caribe, protegidos detrás de una sólida muralla de bolsas de compras, como si hubiesen sido teletransportados desde el Dolphin Mall del Doral.

No fueron los únicos. En los días y meses sucesivos me acostumbré a ver a mis queridos compatriotas, esponjosos y campechanos, escandalosos y gentiles, transitando los pasillos del shopping Abasto, el Patio Bullrich, Galerías Pacífico, o en el bulevar comercial de la calle Florida. No quiero generalizar, pero destacaban los grupos ávidos de indumentaria y tecnología, artículos deportivos, juguetes y alfajores que adquirían con sus Visas y Mastercards repotenciadas por las delirantes políticas de control de cambio de CADIVI.

Esos eran los venezolanos con los que yo me tropezaba por aquella época en Buenos Aires. Clase media y media-alta que descubrió que su cupo para viajes y compras rendía mucho más en la Argentina devaluada post-corralito que en Coral Gables o South Beach. Y luego, poco a poco, comenzaron a llegar otros, movidos por las bendiciones de un dólar que permitía vivir fuera del país a tasa preferencial: petroleros que Chávez echó de PDVSA por televisión y que tras el paro del 2002 ya se habían instalado al sur, en Cutral Có o Plaza Huincul, para trabajar en Repsol, Pan American Energy o alguna de las transnacionales allí instaladas. También llegarían los jóvenes estudiantes que podían tramitar su cupo a través de la matrícula universitaria, y con el tiempo intentarían quedarse, buscar trabajo o enamorarse y cambiar de vida. Luego vendrían los migrantes laborales, las familias que escapaban traumatizadas por los atracos y secuestros, y por último la gran ola migratoria, el violento y desesperado éxodo masivo que huía de la barbarie. Pero no nos adelantemos.

Total
2
Shares