POR  GONZALO TORNÉ

Un retrato sobre la literatura actual quedará incompleto si nos limitamos a señalar su renuncia a la «universalidad» y su interés en el despliegue de la propia experiencia, por ciertos que sean estos rasgos. Ciertamente se ha producido ese desplazamiento desde la pomposidad abstracta de declinar la presencia de todo «lo que no sea común a todos» y se ha establecido una renuncia a combinar las peripecias personales con las ajenas (a menos que sean lo bastante similares o confrontadas con las propias como para evitarse ahondar en ellas), pero ambas determinaciones están envueltas por un tono común, un tercer rasgo ahora mismo irrenunciable, al que propongo llamar, de manera tentativa: cordialidad.

Esta cordialidad se opone a dos tradiciones literarias, muy activas dentro de la novela, y que en ocasiones llegan a combinarse, aunque sus periodos de gloria pertenezcan a siglos distintos. Por un lado tenemos las «poéticas de la dificultad» que surgen a principios del siglo XX con las corrientes «modernistas» inglesas (Joyce y Woolf, principalmente) que se combinan con el magisterio de Faulkner, los barrocos latinoamericanos y las afasias de Beckett (y sus seguidores franceses) para sembrar de escollos las costas de casi todas las literaturas nacionales (Cela, Benet, Martín-Santos, Larva… son algunos nombres que cubren el flanco español). Se trata de una época en la que terminar un libro se parece a escalar una montaña escarpada por el peor camino posible. Estos recorridos costeruts ofrecen numerosas recompensas, cuando están bien escritos, pero la cordialidad no es una de ellas.

Aunque quedan vestigios de esta tradición lo cierto es que ya no es dominante y que en buena medida se ha desmantelado la crítica que se mostraba receptiva a estos esfuerzos y que ahora suelen contemplarse como anomalías, celebradas en ocasiones (como el trébol de cuatro hojas o el ternero de dos cabezas) pero poco seguidas y desde una posición lateral. Se ha impuesto un modelo comunicativo, razonable, tejido a medias entre las enseñanzas de la escritura creativa (diálogos sujetos a la trama, capítulos breves con paradas para descansar, alternancia de reflexión y descripciones, psicología plausible…) y las inercias del periodismo (frases claras, orden cronológico, caracterización razonable…) en las antípodas de los desafíos estilísticos precedentes. Para bien o para mal, este es el aire de la época.

La segunda tradición refractaria a la cordialidad domina el siglo XIX y es una suerte de agresión moral. En novelas como Anna Karenina, Middlemarch, Tiempos difíciles o en casi todas las del ciclo de La comedia humana (por no mencionar a Hardy, Crimen y castigo o los vitriolos de las Brontë) somos arrojados a una suerte de complejo remolino (o avispero) de deseos e intereses, mediados por la sociedad pero forzando sus límites, sin los agarraderos fáciles de la identificación (¿cómo ponerse en la piel de Anna o de los Karamazov, de Jude o del fiero Vautrin), obligados a guiarnos con nuestros propios filamentos morales por unos relatos y conflictos que nos interesan muchísimo (están en el corazón de nuestras vidas y nuestros negocios), pero que no siempre sabemos cómo ordenar ni dónde colocarnos ni qué sentir ni juzgar. Se trata de una literatura que funciona arrojándonos a los pies (y a veces a la cara) un pedazo de vida palpitante (con los músculos y los nervios que por norma general quedan ocultos bajo la piel bien visibles a los ojos) para que nos apañemos con ella.

Lo que estos libros hacen es alejar el tema a una distancia donde a cambio de no «dominarlo», de no poder abarcarlo con nuestros prejuicios lo comprendamos con toda su complejidad. Incrementan nuestro conocimiento de una parcela de mundo a cambio de sacudir las nociones tranquilizadoras que teníamos sobre ellos. No son precisamente cordiales.

Esta novelística sigue existiendo, pero no es ni de lejos la corriente dominante. En el centro de la novela contemporánea (y del relato y del ensayo con nervio narrativo) se ha situado una literatura cordial cuya pretensión es acercar el asunto, exponerlo sin sombras, ayudarnos a navegar por él. No nos dejan a solas con nuestros fantasmas y pensamientos, sino que nos dan la mano para atravesar juntos los pasillos sombríos. Una literatura que ilumina y acompaña, de refrendo, cuyo discurso trasciende al libro de manera que el autor puede seguir hablando de lo que trata (el amor, la amistad, el dinero…) en el espacio público como una prolongación de sus ficciones y podemos acudir a él para que nos siga guiando en las procelosas aguas de los problemas comunes. Subrayamos lo que ya sabemos y escuchamos cosas que nos conciernen.

Muchos de nosotros no perderíamos la oportunidad de conocer a Balzac o a Woolf, pero como se contempla una tempestad o una torre. ¿Le preguntaríamos a Dickens por las delicias de la explotación humana, a Emily Brontë por las fantasías de amar a un muerto o a Dostoievski por la naturaleza del parricidio? El examen de lo cercano, la exposición de la propia experiencia y el tono de la cordialidad han alterado la fisonomía de la literatura contemporánea, y también lo que se espera (y se le exige, aunque sea con suavidad) a un escritor de ficción. Las valoraciones de este cambio, recibido por lo general con alegría, dependen de cada lector. Sobre las profundas transformaciones del oficio apenas estamos empezando a ver las consecuencias, y quizás sería provechoso pensarlas juntos un día, pero no será hoy: en esta línea me despido de esta serie de artículos. Espero que les haya interesado.

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