POR BERTA GARCÍA FAET
II
La segunda cosa que sé sobre el deseo sexual (la primera es esta https://cuadernoshispanoamericanos.com/venus-rompe-rocio-en-el-borde-de-todo-dijo-lisa-robertson-algunas-lineas-sobre-el-deseo/ ) es que, en la muy útil habilidad de saber dejarse llevar no ya por él sino por el placer, a menudo no importa sólo el tú: importa el yo. A mí, cuando ha pesado mucho mi yo, no ha solido irme tan bien aquellas noches. Pero ha habido excepciones. Y me he fijado en que, en la vida y en la literatura, para muchas personas su yo es fundamental.
No lo digo en el sentido de que la mayoría de nosotros necesitamos sentirnos deseados para disfrutar del sexo. Tampoco lo digo en el sentido de: ¿a quién no le ha excitado una persona al enterarnos de que nosotros le excitamos a esa persona? (Persona que, si no supiéramos que nosotros a ella le excitamos muchísimo, no nos excitaría nada.) (Quizás la sexualidad femenina patriarcalizada pueda reducirse a esta piruteante filia.) Lo digo en el sentido de que hay quien necesita, para disfrutar, sentirse deseado de una determinada manera: una que reafirme su identidad, que confirme estar percibiendo a ese yo tal y como ese yo quiere ser percibido. Cualquier glitch en ese espejo puede ser fatal. Y desencadenar la muerte de la excitación.
Sobre la primera cosa que dije que sabía no tengo muchas referencias: es algo que he comentado en cenas con amigas, con el resultado de mucho vaya ¿en serio? Creo que no es muy popular mi experiencia de que el deseo verdadero es una cosa que existe diferenciada de otras cosas (aunque todas ellas sean permeables) y que no es habitual.
(La metáfora del chute de azúcar vs. la búsqueda tenaz de un trocito de Fengli Su de la primera entrega de esta serie no la suelo sacar a relucir, porque no está lograda. Cuando he sentido este deseo y he sido correspondida y el fuego se ha encendido, no he encontrado muchas palabras para contarlo, mucho menos metáforas. La del pastelillo Fengli Su se me hace graciosa… Pero, como casi todas, es cuadrada y te quedas con hambre.)
En cambio sobre la segunda cosa sí tengo hilos de los que tirar: José Donoso, Sabina Urraca, Sara Torres… Y una persona bastante lianta (a ella es a quien más le convencería la metáfora del Fengli Su) apodada, por sus gestas, la Celestina. Otro día hablaré de la Celestina. Ahora hablaré de las demás.
***
Parece ser, por lo que he oído de sus diarios (que no he ni hojeado; esta frase es provisional), que José Donoso era bastante homófobo. Autohomófobo, parece. Bueno, por suerte no son pocas las obras de arte que logran ser mejores que sus artífices, y la novela El lugar sin límites (1966) debe de ser una de ellas.
Me interesa detenerme nada más que en un instante de su historia. La Manuela, la protagonista, es una mujer trans. Está perdidamente enamorada de Pancho, el prototípico macho-machote que se acuesta con hombres o mujeres trans, y jura y perjura que él es el más macho-machote del lugar. La Manuela lo idolatra. Él a veces tiene sexo con ella, a veces la maltrata. A veces participa (y a veces es él también la víctima) de las agresiones de los otros hombres del pueblo contra la Manuela.
Donoso se deleita en describir los entresijos del deseo masoquista o resignado o confuso de la Manuela por Pancho. Nos deja muy claro que la sufriente y grotesca Manuela (porque es así es como la caracteriza; titilaría triste aquí su homofobia, autohomofobia, transfobia, desazón) está loca por los hombres. Como cualquier mujer heterosexual, o más. Es más: en varias ocasiones Donoso se demora en narrar cómo la Manuela siente un rechazo visceral contra las vulvas.
En una escena memorable, la Manuela se acuesta con una mujer, la Japonesa Grande. Consigue excitarse sexualmente con ella e incluso llegar al orgasmo. A pesar de su asco —enfatizadísimo— por la genitalidad femenina, se calienta y disfruta. ¿Qué ha pasado? Ha pasado que durante el sexo la Japonesa le ha hablado, le ha susurrado. Le ha dicho: «no, no, tú eres la mujer, Manuela, yo soy la macha, ves cómo te estoy bajando los calzones y cómo te quito el sostén…». Ahí es cuando Manuela consigue correrse: «Yo soñaba mis senos acariciados, y algo sucedía mientras ella me decía sí, mijita…».
He ahí un caso en el que el yo no desea al tú por las cualidades del tú, sino por la imagen que ese tú le devuelve al yo de ese yo. Manuela disfruta del sexo con una mujer que no le atrae tan pronto cuando esa mujer reconoce a la Manuela como mujer. Algo que tanto Pancho como el resto de hombres le niegan.
A quien le parezca incomprensible, ¿qué le puedo decir? Creo que, a un nivel subterráneo, o bien intermitentemente, y trasvasando sentidos, todos, todas somos la Manuela.
En el sexo y en toda la vida.
En cuanto a Sabina Urraca y Sara Torres…
[CONTINUARÁ]