POR BERTA GARCÍA FAET
I
Cada vez que sale el tema del deseo, tengo miedo de pensarlo demasiado y matarlo. Se puede teorizar sobre cualquier cosa, es un divertimento: la fe, la bondad, la importancia civilizatoria de la cocción y la fruta escarchada… Pero siempre acecha el peligro de pasarnos de frenada. Ahogar con conceptos.
Por eso prefiero hablar con palabras gruesas. No entrar en detalles: ni para quien me escucha ni para mí. No quiero saber por qué me excita lo que me excita. Y el qué, tampoco mucho.
Quiero seguir deseando con los ojos cerrados.
O entrecerrados: algo hay que saber. Lo suficiente: para dar una voltereta, seguir, volver… Un algo que es como una llama endeble. Dudosa. Que duda y de la que cabe dudar: turbia. Aunque sea inocente. Inocente o no, hay que protegerla. Haciendo cueva con las palmas de la mano.
Sí hay un par de cosas que puedo contar sin temor a matarlas, no sé. ¿Porque dan para amenizar las charlas y toda buena charla es sensual?
***
La primera cosa es que no descubrí el verdadero deseo sexual hasta muy tarde. Bueno: «tarde». Tarde en comparación con las veces que tuve sexo antes de sentir ese deseo que sentí como verdadero. Muchísimas: muchísimas. Quizás esto sea sorprendente.
El caso es que, hasta que no descubrí el verdadero deseo sexual, no entendí hasta qué punto son distintos —en esencia y consecuencias— las ganas de tener sexo y el verdadero deseo sexual. Las primeras son, si no indiscriminadas, sí bastante comodonas. Se contentan fácil: son de brocha gorda. Me recuerdan a cómo me siento durante los días que rodean a la ovulación: garbosa. Magnánima, veloz: pendiente. Me recuerdan a la propuesta de «hay que follar con todo el mundo» («o ¡si follan con una, follan con todas!») de una de las narradoras de Cristina Morales hacia el final de Lectura fácil (2018). Lo que me dejó a cuadros de esta soflama fue el llamamiento a follar con cualquiera nos guste o no. Las veces que he tenido sexo con gente que no me gustaba lo suficiente la cosa ha ido de angustiosa a plana (pasando por bufa). De todas maneras es una idea interesante, tengo que probarlo ahora de mayor.
Verdadero aquí no se contrapone a falso. Lo que sería un deseo no verdadero no es más que un deseo genérico. Porque sí: hay bastante gente atractiva por ahí. O que se hacen querer o que nos dejan hacernos querer, con sus bromas, sus gorritas azules y sus sonrisas de medio lao’. O como me dijo una amiga (respondiendo a la pregunta de: «¿pero a ti este señor te gusta?»): «yo me tomo un vino y si no me gusta ya me gustará». En efecto: hay todo un gentío que cuenta con el tipo de hombros e incisivos, caninos y encías que puede encandilarnos. La chispa, aunque sea pequeña, se prende rápido. Se apaga igual.
Este deseo (que no digo que no pueda dar lugar a noches exquisitas, alguna vez) es algo que viene de adentro y que suele quedarse ahí: adentro. Como dice la canción de la Chiqui de Jerez: «hoy m’he levantao’ / hoy m’he levantao’ / hoy m’he levantao’… con ganas de amar». Sale de sí un poco para tocar un rato el calor de un cuerpo (al que sí se respeta, pero no se adora) y luego vuelve. A la cueva. La llama se calma.
(Se parece a la urgencia de azúcar: ¡azúcar, ahora!)
(Se encaja en el repertorio de esas tres o cuatro fantasías sexuales que nos acompañan desde los siete años.)
El verdadero deseo se proyecta hacia un tú sumamente —no sé qué decir para enfatizar esto: ¿sumísimamente?— específico. Sale afuera. Y se mete muy adentro del otro. Se hunde, se desparrama. Lo cubre entero, es brillante y negro. Y nos deslumbra: hay que cerrar los ojos. Va muy al fondo y al matiz. Es la llama sin cueva. Un sol trastornado, colosal. Y muy sutil: se ven todos los colorcitos, notamos el más mínimo (y delicioso) cambio de inflexión en la voz de tal persona. Que por cierto huele fenomenal.
(Se parece a la urgencia de un pastelito Fengli Su.)
(Sí: Dios —pájaro panorámico— me ha visto recorrer 8 kilómetros desde mi casa hasta cierto restaurante chino porque he necesitado muy fuerte ese pastel relleno de piña; lo mismo que me ha visto —bendito sea— desplazarme 2.000 kilómetros a causa de una encantadora oreja, y vivir tres días en una cama, pegada a un humano de lo más moreno.)
Nada que ver lo general y lo ceñido: hablo de cuando no queremos follar sino follar con toda esta persona: su pezón, su pánico, su infancia, su vejez, su pantorrilla. Su madre, su película favorita, su herida, su fe, su bondad, su delito, su vello felizmente no depilado. Y, lo que más, su boca.
Es muy distinto sentir «tengo ganas de sexo, y tú, ser de gratos escote y conversación que resulta que andas por estas callejuelas donde estoy yo dándome un paseíllo, me gustas bastante»… de sentir «tú —y no sabes hasta qué punto me duele por todas partes decir: tú, tú, tú, tú— me desesperas».
Es cierto que hay zonas grises. Por eso no tengo claro si esto me ha sucedido con tres personas o con cuatro. Y funciona a corto y largo plazo.
(Hay unos versos de Mariano Blatt que en mi imaginación hablan de estas zonas grises: «No hay nada más lindo que ese chico, / ah, sí, ese / bueno, no hay nada más lindo que ese chico / y ese, ese, ese, ese, ese, ese, ese, ese, / ese, ese también, ese, ese, ese no, bueno, sí, ese, ese, / ese, ese chico, ese de allá, ese otro y ese». De algunos de ellos luego dice algo bonito, personal.)
(Volviendo a la metáfora de «las ganas de sexo como chute de azúcar con el primer dulce que me venga a la mano» vs. «el ataque de deseo sexual como urgencia del dulce Fengli Su; para conseguirlo cruzaré la ciudad, acabaré exhausta y MORIRÉ DE PLACER». ¿Dónde colocaríamos al capricho? Hay un deseo sexual que no me parece ni tan abstracto y de superficies ni tan penetrante y particular. Tiene un poco de todo: es como el antojo de la embarazada. Un deseo sexual que vive bien en los enamoriscamientos que duran tres meses. Pueden ser tremendos.)
Así que no me queda más remedio que admitir (no sé si es un lamento o una descripción neutral) que el deseo verdadero me es algo precioso, en dos de sus acepciones. Me alegro por la gente de libido de gatillo fácil: no es mi caso, lo mío se parece más a encontrar una aguja en un pajar. ¡Pero más tarde qué aguja! En algunos poemas he tratado de captar la belleza y/o sex appeal de quienes han suscitado mi CONMOCIÓN erótica. He hablado de unas ciertas pestañas, pelo, pecas, nariz (mi top four: que aunque se repiten nunca se repiten). Y he hablado de mi alboroto (a veces de lo más plácido) por la forma en que un cuerpo, con su cara, su corazón, su espíritu, etc., ladeaba la cabeza o se desabrochaba el puño de la camisa o lanzaba al aire un bostezo estrafalario. Me ha bastado agarrarme a eso, en el calor de esa llama que se vuelca…
Y tampoco he querido saber más. Mejor así. ¿No es bastante? No voy a decir que el deseo sexual verdadero no sigue ningún guion: no soy platónica. Diré que no sigue demasiado guion.
¿Y el amor? ¡Ah, el amor…! Me ha pasado casi siempre, que se solapen el amor y el deseo. Dejo medio caso, o tres cuartos de un caso, como partes de caso en duda.
***
La segunda cosa que sé…
[CONTINUARÁ]