Rubén Martín Giráldez
Sagrado y desagrado
Malas Tierras
126 páginas
POR JUAN MARQUÉS

No sé muy bien a qué tipo de lector convoca una novela como Sagrado y desagrado, de Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979), pero basta con leer el texto de la contracubierta para que quede disuadido de sumergirse en sus pliegos cualquiera que busque una narración ortodoxa, un discurso «tradicional», una trama que le pueda enseñar o revelar algo sobre el mundo o la Historia, unos personajes en los que poder reconocerse o con los que poder identificarse o con los que poder siquiera discutir, sin tener que limitarse a contemplarlos y escucharlos sin entenderlos, como es el caso. La lectura de esta novela es, ante todo, una magnética y entretenida experiencia lingüística, pero se trata de un lenguaje que no está sometido a ningún tipo de realidad sino que viene desatadísimo, decidido a crear por sí mismo una realidad distinta y a ratos irreconocible, fruto de una imaginación extrema o de una subjetividad algo desquiciada.

El experimentalismo de este texto es tan extremo y tan constante que despierta ciertas dudas y, desde luego, si la novela fuera más extensa su lectura se haría cuesta arriba (e irritaría definitivamente a quien prefiera lo informativo a lo genialoide). Muchos nos alegramos de encontrarnos ante propuestas que huyan de la prosa previsible, dócil, fotocopiada…, pero no por ello aceptamos la arbitrariedad, sobre todo cuando incurre abiertamente en la «caprichocracia», aunque sea obvio que la literatura puede sumergirse en el discurso de la locura («Pasa por aquí, habla: di que no hay neparación [sic] posible, que tu Bocú ha dicho lo primero que se le ha venido a la boca a consecuencia de haber dicho tú lo primero que se te ha venido a la mente. Tus fugas dirigidas. Claro, Bocú poco podía saber que en unas horas un jabalí operado se iba a comer mis pechos»…).

Sagrado y desagrado presenta en todas sus páginas una prosa emparentada con la música de la poesía más aventurera, algo tan exageradamente bizarro que es estimulante, porque no hay duda de que es inteligente, pero también bastante divertido, con continuos hallazgos, ocurrencias, extravagancias e incluso abusos de confianza ante el lector (hablar de una «mosqueperra» o remontarse a ese «soplaré, soplaré»… que todos llevamos incorporado en nuestro ADN…), lo cual digo a favor de Martín Giráldez.

No había leído ninguna novela suya antes, y me he enfrentado a ésta sin ningún prejuicio, aunque tenía noticia de sus peculiaridades. Y lo que he obtenido, insisto, es dos horas y media de lectura sonriente, placentera, más o menos cómplice, asintiendo casi siempre ante las osadías, aunque a veces el autor se excede y reclama del lector demasiada «comprensión». Quiero decir que muchas de sus piruetas lingüísticas o de sus subversiones morfológicas o de sus juegos con la puntuación o con las mayúsculas tienen gracia, tienen «sentido», se comprende su intención, pero en otras ocasiones queda claro que se trata de jugar por jugar…, lo cual no sólo es perfectamente legítimo sino que puede contener y reivindicar una enorme pureza, pero también expulsa en buena medida del relato incluso al lector más paciente. Como afirma un personaje nada más comenzar, «si vamos a perder el tiempo, que sea con cosas cruciales».

Elisa Victoria acierta en sus líneas de la contracubierta al describir esta novela como «un trance que invoca una dimensión donde la empañada luminosidad de los juegos infantiles se mezcla con la grandeza de los textos proscritos», pues hay, en efecto, algo de niñez y algo de suburbio en un texto que no busca comunicar ninguna información, sino que más bien consigue despertar una sensación general, fundar un mundo aparte. Y el resultado, insisto, puede ser reconfortante en su liberación, en su insumisión a todo, pero es también, a la hora de hablar en serio, esencialmente estéril. Hay un momento en el que alguien dice que «es más divertido lo que dirías que lo que de verdad has dicho», y eso vale, en general, para la mayor parte de la literatura que presenta esta actitud (que en el fondo, si se piensa bien, está relacionada con la falta de humildad: hace falta cierta altivez literaria para pensar que esta glosolalia tan privada pueda atraer o interesar a alguien). Por mi parte, no estoy en la literatura para pasar el rato con cabriolas lingüísticas y audacias tipográficas, y tengo bastante claro que, si toda la literatura fuese como esta novela, entonces yo dedicaría mi tiempo a cualquier cosa distinta a leer.