Londres es todo niebla y gente triste. No sé si es la niebla la que produce la gente triste, o si es la gente triste la que produce la niebla.
Oscar Wilde
Londres fue fundada por los romanos en el 43 d. C., siendo Claudio emperador. La dieron el nombre de Londinium, cuyo origen y significado aún no han sido elucidados. El águila de las legiones se estableció a orillas del Támesis, donde había asentamientos humanos desde la Edad del Bronce. Aquel primer fuerte romano no estaba lejos de poblados celtas, que, como solía suceder con los celtas, no recibieron con simpatía a sus nuevos vecinos. Sólo diecisiete años después de su llegada, la reina de los icenos, Boudica, arrasó Londinium hasta los cimientos, aunque poco después fue derrotada por el gobernador de Britania, Cayo Suetonio Paulino, en la batalla de Watling Street. La escabechina que hicieron los romanos de combatientes y prisioneros en aquel encontronazo fue tan grande que el mismísimo Nerón, emperador entonces, amante de la degollina y responsable principal de la malquerencia de Boudica —a la que había azotado en público y obligado a ver cómo los legionarios violaban a sus dos hijas para forzarla a pagar impuestos—, consideró «muy duro» el castigo infligido a los rebeldes. Londres alcanzó su apogeo como capital de la provincia de Britania en el siglo ii, pero luego decayó, como lo hizo el propio imperio, y, tras el derrumbamiento del poder romano, a principios del siglo v, pervivió apenas, sometida a las fuerzas oscuras del tribalismo medieval y las incursiones vikingas. El renacimiento de la ciudad se sitúa en el siglo xi, tras la conquista de la isla por los normandos de Guillermo el Conquistador, que levantó la Torre de Londres y el Salón de Westminster, embrión del futuro palacio homónimo. Pese a ello, Londres sólo tenía dieciocho mil habitantes en 1100. Su crecimiento fue de nuevo cercenado, entre 1348 y 1350, por la peste negra, que acabó con un tercio de sus más de cien mil almas. Otra peste memorable, la Gran Plaga de Londres, entre 1665 y 1666, se cobró la vida de cien mil personas, un quinto de su población —un suceso devastador que relataron, entre otros, Daniel Defoe en su novela Diario del año de la peste y Samuel Pepys en su admirable Diario—. Inmediatamente la siguió, por si el destino no se hubiera ensañado aún bastante con la capital, otro enorme desastre, el Gran Incendio de 1666, que dejó a ochenta mil londinenses sin hogar y causó un número indeterminado, pero sin duda grande, de muertos y heridos, y que fue asimismo narrado por Pepys. Londres superó estas y otras tragedias menores y, con el advenimiento de la Revolución Industrial, de la que fue motor y estandarte, creció y se afirmó como una gran ciudad, hasta convertirse, en el siglo xix, con el reinado de Victoria, en la capital de un imperio y, de facto, en la capital del mundo. Sin embargo, el fulgor de esta capitalidad universal no libraba a Londres de una espesa oscuridad: un proletariado miserable, fruto del capitalismo rampante, tiznaba sus nobles edificios blancos y se amontonaba en suburbios abominables; la suciedad, la contaminación, el cólera —del que hubo dos graves epidemias, en 1848 y 1866— y la explotación hacían de Londres una ciudad bifronte, con la cara esplendorosa de la prosperidad y el cosmopolitismo, y el rostro abyecto de la injusticia y la penuria. En siglo xx, Londres ha mantenido su condición de urbe planetaria, pero ya no como centro político, sino económico y cultural, tras haber sufrido la conmoción de dos guerras mundiales —con los terribles bombardeos alemanes de la segunda—, la pérdida del imperio y, muy recientemente, el brexit. Hoy es una megalópolis de cerca de nueve millones de habitantes y un área metropolitana de casi catorce, en la que hay cuarenta y tres universidades y se hablan trescientos idiomas, el mayor centro financiero internacional y uno de los principales focos culturales del mundo. Londres es, pues, una ciudad vibrante e inabarcable, donde todo puede encontrarse y casi todo puede hacerse, y en la cual conviven la hospitalidad y la indiferencia, la cortesía y la hostilidad, la riqueza y la miseria.
En su condición de metrópolis privilegiada, Londres ha sido un imán para la literatura. Al hilo de su crecimiento, fascinados por su heterogeneidad y sus contradicciones, los escritores y poetas le han dedicado una asimismo creciente atención. Antes del siglo xix, constan muy pocos testimonios literarios españoles sobre la ciudad, aunque alguno muy temprano podría haber habido. Fernando Sánchez de Tovar, almirante de Enrique II y Juan I de Castilla, remontó el Támesis en 1380, en plena Guerra de los Cien Años, con la aviesa intención de saquear Londres, tras haber arrasado en dos ocasiones las principales poblaciones costeras del sur de Inglaterra —desde Plymouth hasta Folkestone—, pero se quedó a las puertas de la capital, en Gravesend, que, por costumbre o quizá para mitigar la frustración que sentía por no haber alcanzado su principal objetivo, destruyó minuciosamente. Con esta justeza recoge Pedro López de Ayala la hazaña del devastador almirante en la crónica dedicada a Juan I, de las Crónicas de los reyes de Castilla: «Ficieron gran guerra este año por la mar, e entraron por el río Artemisa [Támesis] fasta cerca de la cibdad de Londres, a do galeas de enemigos nunca entraron». No obstante, aunque Sánchez de Tovar hubiese llegado a Londres, es harto dudoso que se hubiera dedicado a componer estampas literarias: habría estado muy ocupado incendiándolo todo.
Hasta mucho después de aquellos tiempos atribulados no encontramos una presencia significativa de escritores españoles en Inglaterra. Fue durante el reinado de Isabel II cuando Londres se convirtió en el destino natural de los exiliados protestantes españoles. Los tres más destacados fueron Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera y Antonio del Corro. De Reina firmó la primera traducción íntegra de la Biblia al castellano, la Biblia del Oso, publicada en Basilea en 1569, que luego De Valera corregiría con su propia versión del texto sagrado, la Biblia del Cántaro, aparecida en 1602. Ambas traducciones conforman hoy la llamada Biblia Reina-Valera, la más hermosa de cuantas se han hecho de los Evangelios al castellano. Antonio del Corro, por su parte, publicó en 1590 una gramática para ingleses como preámbulo del que puede considerarse el primer diccionario anglo-español, y profesó en Oxford. Ya bajo el reinado de Jacobo I, otro escritor y clérigo reformado, Juan de Luna, escribió la muy anticlerical Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes, que se publicó en París en 1620 y se tradujo al inglés en Londres en 1622. Y también en Londres publicó De Luna, en 1623, una reedición de su exitoso Arte breve y compendioso para aprender a leer, pronunciar, escribir y hablar la lengua española, en castellano e inglés, que había aparecido en Francia, sólo en castellano, en 1615. Ninguno de los cuatro, sin embargo, ni de los demás protestantes hispanos que se refugiaron en la Inglaterra isabelina y luego jacobita, dejó impresiones perdurables de su estancia en las islas británicas, quizá por las muchas dificultades que tuvieron para sobrevivir, que en el caso de Casiodoro de Reina no sólo consistían en unos muy magros medios de subsistencia, como era habitual entre los exiliados, sino también por las varias acusaciones a las que tuvo que hacer frente: de ser un espía al servicio de Isabel I y de practicar el vicio nefando.
El primer relato de las experiencias londinenses de un escritor español son las Apuntaciones sueltas de Inglaterra,[1] del ilustrado Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), poeta y dramaturgo, que vivió un año —de agosto de 1792 a agosto de 1793— en Londres, a donde había pasado huyendo de los horrores de la Revolución Francesa, que había comprobado in situ: se encontraba en París estudiando el teatro francés, pensionado por el gobierno de Manuel Godoy, pero, ante las atrocidades de la guillotina, decidió mudarse a Inglaterra y estudiar el teatro inglés. Fernández de Moratín fue el primer traductor directo del Hamlet de Shakespeare, en 1798, y autor de poemas sobre figuras señeras de la historia inglesa, como «La sombra de Nelson». Apuntaciones sueltas de Inglaterra es un libro delicioso, mezcla de diario, ensayo y crónica de viaje, en el que retrata lo que ve en el Londres tardodieciochesco con un estilo agilísimo, en el que confluyen agudeza, espanto y espíritu científico. Es memorable, por ejemplo, la «lista de los trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan en Inglaterra para servir el té a dos convidados en cualquiera casa decente», y que suman veinticuatro adminículos. También lo son sus reflexiones sobre la libertad religiosa; los pies de las inglesas (que «son de enorme magnitud»); el suicidio («muy común en Inglaterra: las circunstancias exaltan el temperamento melancólico de esta gente y, a fuerza de raciocinar, concluyen que es necesario matarse»); los clérigos —«canónigos, deanes, arcedianos u obispos»— que pasean del brazo de sus mujeres y rodeados de churumbeles; el canguro, ese animal «nuevamente descubierto […], pacífico y de buenas costumbres»; los borricos, «más útiles y menos infelices que en Madrid», porque en vez de cargar a lomo los materiales de yeseros, ladrilleros y empedradores, con el riesgo consiguiente de ser aplastados por el peso, los transportan en carritos; las ceremonias funerales, porque «en Inglaterra se hace mucho caso de los muertos»; o, en fin, su retrato, entre el asombro y la acritud, de la pasión de los ingleses por el licor:
El príncipe de Gales se emborracha todas las noches: la borrachera no es en Inglaterra un gran defecto, ni hay cosa más común que hallar sujetos de distinción perdidos de vino en las casas particulares, en los cafés y en los espectáculos. Cuando un extranjero asiste a una mesa de ingleses, pocas veces puede escapar de la alternativa de embriagarse como los otros, o de perder la amistad con el dueño de la casa y cuantos asisten al festín; ni ha de dejar de beber cuando beben los otros, ni ha de beber menos de lo que beben los demás. No hay para con ellos consideración que baste; toda repulsa en esta materia es una ofensa formal, que no se perdona. Levantados los manteles, vienen las botellas y empiezan los brindis; a cada brindis ha de beber cada asistente una copa de vino. Regularmente se brinda en primer lugar por el rey y nuestra gloriosa Constitución; después cada cual de los concurrentes brinda por algún sujeto de su estimación, amigo o amiga ausente, y todos beben, repitiendo el brindis que dictó, y esto se hace con una gravedad ceremoniosa y ridícula, que es cuanto hay que ver, y así van brindando uno después de otro, de manera que cada convidado se ve en la precisión de beber, lo menos, tantas copas cuantos sean los concurrentes a la comida. Luego que se ha acabado el turno, suele repetirse una o más veces, y allí se están cuatro, seis u ocho horas sin moverse de la mesa, sino para mear, operación que se hace en un gran cangilón dispuesto a este fin en uno de los rincones de la sala.