POR ANNA CABALLÉ
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En Las palabras de la tribu, el libro que viene a sintetizar la particular y atractiva lectura que de la tradición literaria llevó a cabo Francisco Umbral de una forma constante, casi obsesiva, a lo largo de su obra, el autor nos ofrece su visión de Camilo José Cela –«Él es un 98 completo»–. Escribe Umbral: «Su obra completa es impresionante por lo larga y por lo “completa”, exactamente. En ella está toda España, la de ayer, la de hoy y la de en medio, prodigiosamente contada, primorosamente contada, varonilmente contada» (1994, 344). Y es que Cela fue uno de los pocos novelistas a los que Umbral respetó, elogió y cuya amistad se procuró desde aquel lejano día de 1961 en que un joven periodista y poeta llegado a la capital desde la provincia acudía, fervoroso, al Ateneo de Madrid donde el autor de La familia de Pascual Duarte leía, con su voz atronadora y vibrante, un anticipo de Toreo de salón, libro que por entonces preparaba Cela y que reunía una serie de fotografías comentadas. La lectura tenía lugar en la magnífica sala de actos del Ateneo, fundado por un grupo de escritores románticos en 1835, aprovechando el espíritu liberal que la regente María Cristina insufló a una España agotada por el absolutismo fernandino. Cela leía sus cuartillas ante un público repleto de elegantes sombreros, mucetas de profesores y uniformes que asistía estupefacto a una vivencia difícil de resumir adecuadamente:[i] escuchar a Cela en la plenitud de su talento para la elocuencia y la creatividad. Para Umbral, de inmediato Cela simbolizaría al escritor de raza, el maestro de energía capaz de inspirar a un joven ambicioso de 29 años e indicarle, con su solo ejemplo y su actitud ante la vida, el camino a seguir, el punto de fuga de todas las aspiraciones humanas, esto es, la fama. Cela reunía en aquellos años fecundos el éxito social, el prestigio intelectual y la calidad de la escritura:

«Por primera vez –evocaría años después Umbral en uno de sus muchos libros autobiográficos, La noche que llegué al café Gijón– tuve una visión directa, rica, importante y variada de la gloria literaria. Cela salió de allí muy seguro, casi rápido, rodeado de gente, y comprendí que todo lo que hacían los demás –versillos para amigos, florecillas naturales de pueblo, critiquitas de ocasión– no era más que una inocente y necia manera de perder el tiempo» (1977, 47).

 

Y es que Cela, como ya ha escrito José‑Carlos Mainer,[ii] fue el primero en construirse en la postguerra una carrera de escritor profesional. La empezó procurando salir todo lo posible en la influyente revista La Estafeta Literaria, dirigida en sus mejores tiempos por el poeta Rafael Morales. Pero también publicando hasta dos libros a la vez, escribiendo donde se terciara y administrando astutamente los pequeños escándalos que él mismo protagonizaba a base de un uso desinhibido y bronco del lenguaje; aspectos todos ellos que serán imitados por Umbral a pies juntillas, pues también él publicaría ávidamente y a menudo fue noticia por el personaje que él mismo se forjó, como ya expuse en mi biografía Francisco Umbral. El frío de una vida. Tal vez la mayor diferencia entre ambos está en la etapa (1956-1979) en la que Cela emprende su admirable tarea de editor de la revista Papeles de Son Armadans, que le pondría en contacto con el mundo del exilio ofreciendo una imagen de seriedad y compromiso intelectual, reforzada por su ingreso en la RAE en 1957. La valiosa edición de su correspondencia con trece escritores en el exilio[iii] ha venido a corroborar esta imagen, y a ella se refirió Carlos Castilla del Pino en la obligada laudatio a Cela, su predecesor en el sillón Q mayúscula de la Real Academia Española. Castilla del Pino definió la iniciativa de Cela como «un destacado acto moral», en tanto que la revista supo construir «por primera vez, tras nuestra bárbara guerra incivil, un lugar para la literatura del exilio, un sitio para el escritor exiliado». Y añadía Castilla del Pino la pregunta que muchos se hicieron al comprender el objetivo del autor de La colmena: «Los que seguimos desde el principio el itinerario de esta revista vimos este gesto con estupor: ¿podría sobrevivir?». La respuesta es afirmativa, rotundamente afirmativa. Con su tenacidad característica Cela logró arrancar las primeras colaboraciones en la España franquista de intelectuales exiliados y tan comprometidos con la República como Américo Castro, María Zambrano o Rafael Alberti, y la revista se mantendría viva hasta 1979, cuando las circunstancias políticas permitieron dejar atrás la triste realidad del exilio. Para Cela, el cese de su actividad debió de ser un alivio, y así, cuando Fernando Arrabal se lamente de su extinción, el novelista le responderá: «¡Bastante duraron los Papeles! La verdad es que no hay queja».[iv]

Pero volvamos a los encuentros entre ambos escritores. Muy poco después el joven Umbral lo vería de nuevo en el Café Gijón, punto de encuentro de escritores, actores, actrices y poetas, el lugar del que no se podía prescindir si se quería frecuentar la vida literaria madrileña. Llegó Cela y se sentó en la mesa de las escritoras que presidía con su carácter ágil y desenvuelto la biógrafa Eugenia Serrano. Umbral se acercó y le pidió una entrevista de novel para la fugaz revista Vida Mundial –Umbral tiene en ese momento 29 años; el maestro, 45–. El resultado fue surrealista:

«–¿Puede usted citarme novelistas nuevos, jóvenes?

–Sí, claro, muchos, los que quiera, ponga cien, doscientos.»

 

El tercer encuentro ya fue más fecundo. Umbral, entonces redactor de la revista Mundo Hispánico (dirigida por el poeta José García Nieto y financiada por el Instituto de Cultura Hispánica), decidió entrevistar a Cela en Palma de Mallorca, donde residía el novelista. Era un modo eficaz de conseguir su atención. Umbral tomaría el primer avión de su vida para viajar hasta la isla y acudir a su cita con el joven académico, instalado provisionalmente en un piso de la calle José Villalonga, a la espera de que la constructora Huarte finalizara las obras de su magnífica casa‑estudio frente al mar, en la Bonanova palmesana. Cela le conduce, ilusionado, a visitar su próxima residencia y después se van a cenar a Inca, una modesta taberna donde Cela, un frenético coleccionista de botellas de vino, tenía almacenado un barril «para que se le vaya haciendo». El escritor no le defrauda: con su indumentaria de aquellos años –boina, botos camperos, pantalón por encima de una ya pronunciada barriga y un pañuelo al cuello–, su forma segura y desenvuelta de dirigirse a todos y su carácter desafiante le sigue pareciendo la vívida imagen del éxito y la personalidad. Es probable que allí se comentara ya el nuevo proyecto de Cela, fundar una editorial (que sería Alfaguara) gestionada por los hermanos Cela Trulock (Camilo, Jorge y Carlos) con el apoyo económico del empresario José Huarte.[v]

El cuarto y decisivo encuentro tuvo lugar en la casa madrileña de Cela, en la calle Ríos Rosas –«un piso con mucha luz y muchas puertas», al decir de Salvador Pániker–, adonde acudió Umbral, todavía escritor sólo en los periódicos y las revistas que se lo permitían pero ya fortalecido por la escritura (que no publicación de su primer libro, Tamouré). Cela volvió a sorprenderle. Le recibió en batín, sin el menor protocolo y fue vistiéndose en su presencia ante el estupor de Umbral, que no daba crédito a aquella inesperada confianza del académico y escritor de éxito al que vio, con su desenfado característico, en calzoncillos. Salió de allí feliz, con el encargo firme de tres libros para Alfaguara, editorial que Cela dirigiría junto a su hermano Jorge. Los tres libros serían Balada de gamberros, Larra. Anatomía de un dandi y Travesía de Madrid: «Desde entonces ha sido para mí un amigo generoso, un profesor de energía y un maestro literario» (1994, 346). De que Cela fue un amigo generoso con Umbral no caben dudas, pues le favoreció con entrevistas, contactos literarios y una amistad que se mantendría con altibajos hasta el final de la vida de Cela. Pero lo cierto es que su relación quedó fatalmente resentida unos meses después, a raíz de lo ocurrido con el tercero de los libros contratados, Travesía de Madrid, finalista en 1965 del premio Alfaguara de novela (recién creado), en el cual Camilo José Cela tenía un papel decisivo.[vi] Pese a las expectativas generadas por Umbral, autor que acababa de publicar con Alfaguara dos libros de bastante repercusión y daba por hecho que siendo un autor de la casa el galardón era suyo, el premio fue para Jesús Torbado por su novela Las corrupciones. No sirvieron de nada sus golpes de efecto para llamar la atención y tampoco el anuncio de su «probable» suicidio en caso de que no saliera vencedor. Dado el peso específico de Cela en la editorial y el premio recién fundado, resulta evidente que el aplaudido autor de La colmena no votó por Umbral, no deseaba darle el premio (tal vez porque lo vio demasiado crecido, pagado de sí mismo y quería darle una lección) o no consideró su novela con la suficiente entidad literaria, o… No sabemos qué ocurrió exactamente, pero la decepción de Umbral fue inmensa, y en otro lugar ya he señalado este hecho como el probable origen de su cambio de actitud ante la vida literaria.[vii] A partir de entonces, de aquel brusco desengaño en sus precoces ilusiones, sería menos generoso con los demás y la filigrana crítica cedería su lugar, al menos parcialmente, al zarpazo y el comentario cáustico dirigido a los colegas de profesión. Treinta años después de aquel suceso todavía le daba vueltas a lo sucedido. Cuando el periodista Eduardo Martínez Rico le preguntó si Cela apostó por él en la votación del jurado comentó:

«– No lo sé, no lo puedo saber. Yo creo que Cela jugó a Lara.

– Dar el premio al nuevo…

– Y el otro, que lo daba por vendido, dejarlo finalista. Igual que me hicieron en el Planeta. Él, que empezaba como editor, dijo que había que hacer lo de Lara, lo que había hecho rico a Lara: dar el premio a uno nuevo, que se va a vender por el premio, y el segundo a uno que se vende seguro, y yo ya era conocido, mucho más que el otro».[viii]