Cela tiene 35 años cuando toma la decisión de renunciar, con esta carta dirigida a su amigo y protector Juan Aparicio, como delegado nacional de Prensa, a su colaboración con el Ministerio de Información donde había ejercido funciones de censor poco aceptadas por muchos de sus colegas de profesión. Y está, en efecto, en un momento crítico: ¿qué hacer?, ¿seguir maniobrando desde un modesto empleo funcionarial que al parecer no surte los efectos deseados o bien lanzarse a la literatura sin el paracaídas de un sustento asegurado? ¡Cuántos escritores no se han hecho las mismas preguntas y han vivido parecidas angustias e indecisiones! En todo caso, lo importante en esta carta, aquí reproducida fragmentariamente, es la teatralidad con que Cela experimenta y expresa su falta de reconocimiento, así como el lugar, el enorme lugar concedido a la rivalidad con otros escritores, intelectuales o, en todo caso, gente vinculada al mundo de las letras. En el pasaje menciona a los pusilánimes, los malintencionados, los pescadores de río revuelto, los puritanos… ¿A quién se refiere en realidad? ¿En quién está pensando?[i] Las referencias a sus adversarios suelen ser anónimas, colectivas e intimidatorias. Cierto que la rivalidad es un fenómeno psicológico que no conoce límites de tiempo y lugar pero, en todo caso, es una forma de relación disfuncional que expresa algún tipo de conflicto interior mal resuelto. Y la cuestión es hasta qué punto puede afectar y corroer a un individuo reforzando su pulsión competitiva y depredadora y consiguiendo, tal vez, que dicho individuo llegue a perjudicarse a sí mismo al exponer una visión tan cruda y mezquina de la sociedad en relación a sus propios intereses. En el caso de Cela, las referencias a esta percepción antropomórfica y corrosiva (homo homini lupus) de la vida literaria se concretan ya en el título genérico, La cucaña,[ii] que debía englobar su proyecto memorialístico, proyecto que finalmente quedaría bastante deshilachado.[iii] Y lo tituló La cucaña «por evidentes razones de semejanza y de parentesco entre ese juego cruel y la vida literaria española». Sin duda Cela creía firmemente en la metáfora y lo cierto es que hasta su muerte fue un agente activo y pasivo de esa forma de ver el mundo. La literatura como una interminable y bronca disputa, organizada en trincheras, los amigos a un lado y los enemigos enfrente. Y todos luchando al mismo tiempo por hacerse con un seco salchichón de carne de burro colgado en lo alto de la cucaña, ante las risas de la concurrencia por el espectáculo. Cela no sería el único escritor en verlo así, desde luego –la idea viene de Larra y Luis Cernuda la perfiló en su poema «Supervivencias tribales en el medio literario»–, pero interesa subrayar que su actitud –el ver al Otro como un rival contra el que se debe actuar implacablemente– es una pieza clave de la psicología celiana, también umbraliana, que sólo puede explicarse partiendo del inmenso egocentrismo que poseía a ambos escritores. Hay algo conmovedor en esa lucha desesperada de Cela y Umbral por imponerse a los demás de forma exigente, casi totalitaria, en ese postularse permanentemente con un cerrado «yo soy la literatura» y, por tanto, en esta batalla, o se está conmigo, o se está contra mí. En todo caso, llama la atención cuando se lee su interesante correspondencia con Américo Castro, con el que Cela tejió una sólida y leal amistad desde la primera carta enviada el 24 de mayo de 1956 y sostenida firmemente hasta la muerte del gran hispanista, comprobar cómo el Cela de los años cincuenta es precisamente el responsable de apaciguar a don Américo cuando este protesta y se revuelve contra las críticas o la indiferencia con que se recibe su obra en España por aquellos años. Y es el autor de La colmena quien le calma y le recomienda paz:
«No tiene ningún sentido que, a la altura de sus gloriosos y fecundos ochenta años, malgaste sus energías en querer hacer oír a los eternos sordos y ver a los sempiternos ciegos. Sus ideas, mi querido don Américo, serán admitidas por los nietos de quienes hoy las rechazan […]. ¿Por qué desgastarse entonces dándole beligerancia a los enemigos?».[iv]
Por su parte será don Américo quien observará una evolución literaria en el novelista que le inquieta y a la que se refiere en una carta crucial, después de la desagradable lectura que hace de Izas, rabizas y colipoterras. Castro repara en el gran escritor que es Cela en La familia de Pascual Duarte, La colmena o en sus libros de viaje (le entusiasma el prólogo a Viaje a Lérida) y lo compara con el artista manierista que se deja llevar por una pendiente menos estimable y que puede llegar a empañar los logros obtenidos en su etapa anterior. El cansancio que produce en el lector la constante repetición de los nombres de sus figuras literarias o bien el abuso de palabras malsonantes con que inunda sus Izas no gustan a don Américo: «Los coños, las mierdas y sus congéneres, en sí no son nada»,[v] le advierte al ver cómo el material no artístico adquiere tanto protagonismo en sus libros. ¿Es consciente Cela del peligro que supone seguir esa pendiente rabelesiana?:
«Tuve la impresión [al leer Izas] de que está Vd. dañando su propia literatura que es suya y es también de nosotros, sus entrañables lectores. Es Vd. la figura más original y más fuerte brotada después del inútil horror de la guerra imbécilmente civil, o civilmente imbécil. E ingenuamente me arrojo a decirle a Vd.: No nos estropee a nuestro Camilo José, no se deje llevar por la risotada de quienes, acabada la risa, no retienen nada de Vd., ni un paisaje, ni una emoción, ni una inquietud, ni una figura».
Cela responderá, sin profundizar en ello, como postergando las explicaciones que Castro le reclama educadamente sobre su concepción de la literatura. Le dice que aspira a ser un revulsivo para las dormidas conciencias españolas. El asunto volverá a tratarse por parte de don Américo, pero es evidente que Cela haría oídos sordos a sus consejos. Es más, está trabajando entonces en la preparación de su inconcluso Diccionario secreto (Alfaguara, 1968) que debió de dejar a don Américo estupefacto por su coprolalia manifiesta. Pero al escritor los reparos del especialista en la obra cervantina, aun tolerándolos por venir de quien vienen, le enfrían en cierto modo el afecto (que no la amistad), y en los años siguientes las cartas enviadas por don Américo serán mucho más frecuentes que las escritas en dirección contraria. Lo más interesante, sin embargo, de la densa correspondencia entre los dos hombres es observar cómo el estudioso relaciona el abuso creciente de los tacos, del exabrupto y, en definitiva, de las formas primarias del desahogo y la ira que observa con preocupación en su obra con el agotamiento físico y psíquico que viene percibiendo en el novelista a partir del verano de 1963: «Me apenó sobremanera verle tan cansado, tan exhausto de fuerzas, lo cual es malísimo para la salud física y también para la literaria. Está Vd. sacando demasiado de sus reservas de energía, y si continúa así pronto se verá sin posibilidad de escribir».[vi] El dictamen de don Américo había sido tajante: su amigo debía descansar para recuperar el ánimo y enfrentarse sólidamente a nuevos desafíos:
«Estoy persuadido de que Vd. acude a la pornografía cuando está algo cansado –es como soltar tacos, o ponerle a la escultura del santo dos pistolas–. La sensación de heterogeneidad proviene de que el lector va a gusto por las sendas escarpadas, o foráneas de la vida, las vías mayores de su estilo, y de pronto tropieza con una boñiga servida en plato, que interrumpe su grato caminar».[vii]
Resumiendo, cuando Umbral entra en trato con Camilo José Cela éste se halla, en mi opinión, en un momento decisivo de su existencia: el esfuerzo económico e intelectual de sacar adelante Papeles de Son Armadans, el coste que le supone su magnífica casa en uno de los lugares más bellos de la capital palmesana, el esfuerzo de la obra añadido a todas las exigencias del hombre (su pasión coleccionista, su intensa correspondencia de aquellos años, los viajes, la RAE, el afán por mantenerse constantemente en alza) le obligan a exprimirse, a no concederse treguas en su trabajo. Es decir, se ve inmerso en una permanente sobreexposición de la que no saldrá indemne.
3
El último hito en la historia de su amistad arranca en 1989. Aquel año fue un parteaguas en la biografía de Cela. Lo marcaron dos acontecimientos casi consecutivos. El primero de ellos fue la ruptura matrimonial con Rosario Conde y su traslado a Madrid para vivir junto a la periodista Marina Castaño una apasionada historia de amor que concluiría en un nuevo matrimonio. Pocos meses después (el 19 de octubre de 1989) al escritor le concedían el premio Nobel de Literatura. El traslado de Palma de Mallorca a Madrid supuso para Cela la necesidad de construir una nueva vida social que se ajustara a las exigencias de la flamante y enriquecida pareja, bendecida por una serie de premios en cascada a los que ya nos hemos referido más arriba. En ese momento la figura de Umbral aparecería de nuevo como un personaje clave en el círculo de amigos promovido por el novelista y, sobre todo, por su nueva esposa. Serían doce años de relación social y de apoyo mutuo, al menos aparentemente. Umbral incorporaría a Cela en sus libros (Las palabras de la tribu, Diccionario de literatura, Diario político y sentimental, Un ser de lejanías) y le defendería, indignado, al ver entrar a un Cela exhausto en un juzgado de Barcelona, el 16 de mayo de 2001, acusado de plagio por La cruz de San Andrés, y rodeado de fotógrafos y periodistas:
«Dan ganas de dejar el oficio. Aquí nadie quiere a los escritores, siempre sospechosos de algo. Una persona decente no se dedica a escribir. A esto, como al capote o al andamio, sólo se dedica el que no vale para otra cosa. Lo serio es ser militar, prestamista, notario o cura […]. El proceso de Cela es como el de Kafka: no se sabe bien de dónde viene ni a dónde quiere ir a parar».[viii]