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En todo caso, Umbral presentó el libro en febrero de 1966, en los locales que la constructora Huarte tenía en el paseo de la Castellana de Madrid, y Cela no acudió al acto (ciertamente su residencia habitual era Palma de Mallorca, pero eso no era obstáculo para su frecuente presencia en la capital): «La sombra de Cela planeaba sobre aquella sala, sobre aquel local blanco y espacioso que acogía a los invitados», recordaría años después un asistente al acto, el periodista José Luis Gutiérrez.[i] El esfuerzo del escritor vallisoletano había sido enorme, cuatro libros en poco menos de dos años, pero el fiasco del premio le condujo a una depresión o a una crisis de agotamiento de la que saldría con dificultades. Leídos los hechos en la clave diacrónica de cómo sucedieron, es fácil suponer que el esfuerzo que haría Cela en diciembre de 2000 para conseguir el premio Cervantes para su amigo Umbral fue un modo de compensar aquel extraño giro de los acontecimientos, aquella antigua decepción causada por el fiasco de un premio que Umbral ya veía en su bolsillo, con el consuelo de convertirle en galardonado del premio más importante de la literatura en lengua española. El año anterior, en 1999, ya había sido un firme candidato, pero venció el chileno Jorge Edwards (defendido por Mario Vargas Llosa, mientras Cela avalaba a Umbral). Sus declaraciones al conocer el resultado no auguraban nada bueno. Umbral, despechado, acusó a Edwards de pinochetista en su columna de El Mundo y repetiría la descalificación en innumerables ocasiones. Al año siguiente la composición del jurado se ajustó, en lo posible, a las características que requería la figura de Umbral: el propio Cela de nuevo, Salvador Pániker (amigo suyo y personaje frecuente en sus diarios), Miguel García‑Posada (su crítico «oficial»), el poeta José Hierro (del cual Umbral escribió en innumerables ocasiones, siempre elogiosamente), el director de la Real Academia de la Lengua, Víctor García de la Concha, Jorge Edwards (que se opondría frontalmente a la candidatura de Umbral proponiendo al poeta Carlos Bousoño), Gregorio Salvador, Santiago de Mora‑Figueroa, Alonso Zamora Vicente y Jaime Posada. Las votaciones empezaron por favorecer a Bousoño, el candidato de la RAE, frente a Umbral, y sólo un intento desesperado de Cela por alterar la marcha del resultado pudo favorecer a su protegido que, sin embargo, se vio perjudicado de nuevo por sus declaraciones posteriores[ii] y por el conocimiento que se tuvo de los hechos. La protesta más demoledora la firmó Juan Goytisolo en un artículo publicado unas semanas después de la noticia. El comienzo exime ya de explicaciones:

«La decisión del jurado del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento. Sí, Spain is different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de amor del laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se atreve a decir su nombre, al secretario de Estado de Cultura (“¡Ay, mi amor, cuántas cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con vosotros. Cuenta conmigo para lo que quieras”); sus expresiones chulas e insultantes respecto a los otros candidatos, entre los que por fortuna no me hallaba yo (“Ahora sí que les hemos jodido bien”, “¡esto es la polla!”); sus muy rendidas gracias a quienes “se lo han trabajado [el premio] a muerte” (su padrino, José Hierro y el crítico estrella de este periódico [Miguel García-Posada]) resultarían inconcebibles en otro país que el nuestro. En la flamante España que va a más, la ignorancia, desfachatez y venalidad reinantes permiten galardonar no a Valente, sino a don José García Nieto, pues en razón de la ausencia casi general de criterios de valor, todo vale. En corto, la cultura ha sido sustituida por su simulacro mediático y nadie o muy pocos elevan la voz contra ese estado de cosas. La resignación y el conformismo con los poderes fácticos reinan en el campo literario como en los felices tiempos del franquismo».[iii]

 

El resultado de todo ello es que prácticamente ningún escritor, con la excepción de Cela, acudiría a la entrega oficial y solemne del galardón en Alcalá de Henares y ambos escritores Cela/Umbral quedaron inmersos en una nube de sospecha, amiguismo y compadreo. Una nube que venía amenazando borrasca desde lejos, pues Cela se había visto ya envuelto en un triste caso de acusación de plagio por su novela La cruz de san Andrés. Con ella ganó el premio Planeta en 1994 y al año siguiente obtendría el premio Cervantes, mientras que el premio Nobel de Literatura databa de 1989, sólo dos años después de obtener el premio Príncipe de Asturias de las Letras (en 1987). En 1996 el rey Juan Carlos le concedería el marquesado de Iria Flavia, creado ex profeso para él. De modo que el palmarés cosechado por el escritor gallego entre 1987 y 1996 fue verdaderamente espectacular, y tan forzado que tal vez por ello sus últimos años se verían ensombrecidos por una equivocada estrategia literaria, convirtiéndose a sí mismo en el personaje que había recibido el premio Nobel («don Camilo, el del premio»), del que hacía una mención abusiva, y extraordinariamente ridícula, en sus libros y artículos.

Lo que quiero decir es que los dos escritores, tanto Cela como Umbral, salieron perjudicados en aquel diciembre de 2000 y de aquel premio Cervantes concedido al escritor madrileño, aunque criado en Valladolid. En ambos casos llovía sobre mojado debido a sus frecuentes exabruptos y a sus declaraciones extemporáneas que los presentaban como competidores sin escrúpulos y escritores capaces de una gran bajeza moral cuando veían obstaculizados sus intereses. El hecho de mantener una actitud bronca y revanchista ante la literatura, de considerarla como una especie de patio de monipodio que les pertenecía y que podían manejar a su gusto y en función de sus objetivos, topó con una generación de novelistas jóvenes que ya no estaban dispuestos a reconocer su magisterio y, por qué no decirlo, su ordinariez. Julio Llamazares había sido el primero en expresar su distanciamiento días después de que a Cela le concedieran el premio Nobel, y a él le seguirían Antonio Muñoz Molina y Javier Marías.[iv] Cela a su vez los etiquetó como «los novelistas de La Moncloa», aludiendo a una supuesta connivencia suya con el gobierno socialista. Es decir, que se trataba, según Cela (o Umbral, que le secundó en tan malísima idea), de escritores al servicio del poder y financiados por éste a través de premios y de subvenciones. Pero hemos visto cómo Cela se hacía en pocos años con todos los galardones literarios posibles, es decir, que su reproche a otros no tenía el menor fundamento dada su propia avidez profesional. La última andanada dirigida a Cela la protagonizó Terenci Moix reaccionando ante unas groseras declaraciones de aquel contra la homosexualidad, una de las bestias negras de Cela a la que habría que conceder especial atención:

«A estas alturas, o si lo preferís bajuras –escribía Moix en un encendido y crítico artículo contra el maestro–, el Cela escritor que cautivó nuestra adolescencia se ha convertido en un figurón que repugna a nuestra madurez, ora con estentóreos desplantes que son obras maestras de grosería y vulgaridad, ora con desfasadas pompas de aristócrata parvenu que entran simplemente en el terreno de la ridiculez».[v]

 

Sería muy interesante analizar qué ocurre en la mente de Cela para que, con el tiempo, venza su lado más polémico y vulgar, alejándose de la exigencia y la seriedad manifiesta en sus primeros volúmenes y actividades. Porque, realmente, leyendo su correspondencia con algunos escritores del exilio comprobamos la convivencia de dos personajes en un solo hombre: el Cela amigo entrañable y leal, la persona que se muestra cercana a las preocupaciones ajenas, el escritor que sufre por su obra y teje complicidades, capaz de movilizar a las fuerzas vivas de la isla palmesana ante la llegada del filólogo y director de la RAE Ramón Menéndez Pidal con motivo de su participación en unas Jornadas Europeas desarrolladas en el Círculo Mallorquín (mayo de 1959); y el personaje excéntrico y soez que hace declaraciones ofensivas y delirantes, poniéndose el mundo decididamente por montera. Es un rostro o una psicología bifronte la suya, una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y nadie sabe qué ocurrió en su trayectoria vital para que en la última etapa Mr. Hyde se apoderara totalmente de la escena sumiendo a sus muchos lectores en la perplejidad y el desconcierto. En fechas recientes el periódico El País ha exhumado un conmovedor documento fechado en 1951. Extraigo un pasaje:

«El oficio del escritor es un oficio que da tristeza y que requiere soledad. Todas las pruebas, todos los intentos que he hecho para demostrarme lo contrario, me han fallado de una manera estruendosa. Hoy, después de haber perdido alguna colaboración por mí muy querida, veo esto con mayor claridad que nunca y me refugio entre mis cuatro paredes a trabajar, que es lo único que me distrae y me hace olvidar los hondazos de los malintencionados, los pusilánimes, los puritanos y los pecadores en río revuelto.

Estoy lleno de dolor por muchas cosas. Un libro retirado [se refiere a la quinta edición de La familia de Pascual Duarte, editada por Destino] y otro prohibido [La colmena], ni un solo premio ni grande ni pequeño y un sistemático desplazamiento de puestos para los que quizás, teniendo en cuenta mi buena voluntad, no hubiera sido demasiado disparatado el nombrarme, me han llenado de amargura, que es, posiblemente, el mejor antídoto contra el resentimiento».[vi]