POR ROBERTO GONZÁLEZ ECHEVARRÍA
Aproximar las obras de dos gigantes como Dante y Cervantes puede conducir a hacer generalizaciones sobre las épocas que representan más que observaciones pertinentes y perspicaces que revelen algo novedoso y productivo sobre sus textos. Para evitarlo, me concentro en esta conferencia en dos episodios específicos de la Divina comedia y el Quijote para considerar cuestiones importantes, tales como si Cervantes leyó a Dante, y cómo y de qué manera lo reescribe para marcar una deferente distancia del maestro florentino a la vez que proclamar la originalidad tanto artística como filosófica de su obra maestra. En el Quijote de 1615 Cervantes ya está consciente del valor de su excepcional libro, y de que éste merece un lugar en el más alto pedestal de la historia literaria; por eso, sus repetidas alusiones y referencias a monumentos de ésta como la Eneida. Los modelos del Quijote no son ya sólo las novelas de caballerías, sino las antiguas épicas y clásicos modernos como el Orlando furioso y el Decamerón. Por eso, me parece pertinente ponderar la proximidad de Cervantes a una obra vernácula cuyo indiscutible relieve la hacía interesante como inspiración e ideal de excelencia.

El impacto de Italia y sus artes, no sólo la literatura, sobre el desarrollo del autor del Quijote es tema conocido y llevado a sus más pertinentes consecuencias por Américo Castro en El pensamiento de Cervantes, su no superado libro de 1925. Castro hizo patente que Cervantes no fue un ingenio lego, sino que estuvo muy enterado de lo que se pensaba y escribía en Italia. Más recientemente otros estudiosos, como Frederick A. de Armas en su Quixotic Frescoes: Cervantes and Italian Renaissance Art (2006), han explorado el impacto que tuvieron en él los años que pasó en Italia, particularmente la pintura que pudo haber llegado a conocer. (Yo mismo he explorado el diálogo entre Cervantes y Boccaccio en las Novelas ejemplares). Pero Dante figura en esos estudios, sobre todo, como una referencia obligada o una alusión intrascendente, nunca como objeto de reflexión sostenida. Esto, a pesar de que hay episodios en el Quijote con claras reminiscencias dantescas. Por ejemplo, al enfrentarse con los galeotes en el capítulo 22 de la primera parte, el caballero los interroga sobre sus delitos uno a uno, de manera que recuerda situaciones análogas en Inferno y Purgatorio, donde Dante le pregunta a cada condenado por sus pecados. Y en la segunda parte, cuando Altisidora cuenta (capítulo 70) el sueño que dice haber tenido, en el que aparecen unos demonios jugando a algo que se parece al tenis, con raquetas encendidas y pelotas que son libros, no podemos menos que pensar que se trata de una escena dantesca. (Es, en todo caso, una invención genial por parte de Cervantes). Otro tanto ocurre durante el velorio fingido de la joven, cuando Sancho aparece ataviado en una especie de capa adornada con llamas: «una ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego» (1, 070) —el fuego siempre evoca el infierno—. En el episodio de la cueva de Montesinos hay también elementos que recuerdan a Dante. Pero, que yo sepa, estas reminiscencias no han conducido a un análisis pormenorizado de las posibles relaciones entre Dante y Cervantes, y lo que éstas podrían sugerir. Los episodios que voy a comentar aquí son mucho más específicos en su semejanza y de mayor trascendencia.

Los dos episodios en cuestión son los narrados en Purgatorio 30 y en el capítulo 35 de la segunda parte del Quijote; ambos giran en torno a las amadas de los protagonistas, Beatrice Portinari y Dulcinea del Toboso. Las dos aparecen por primera vez en las respectivas obras en estos pasajes y por primera vez hablan.

Beatriz fue la dama en la que Dante concentró todo su amor, como sabemos. El proceso mediante el cual alcanzó a crear esa figura aparece inscripto en varios poemas, pero sobre todo en la Vita nuova, que lo narra en conmovedores detalles, y eventualmente en la Divina comedia como un peregrinaje amoroso, poético y teológico hacia ella. El amor cortés había concebido el amor como una pasión avasalladora por una mujer inalcanzable, en algunos casos porque era casada, a la que se rendía homenaje y vasallaje según códigos calcados de las ceremonias propias de la estratificación social y política de la época: la mujer era como una reina por su belleza y espiritualidad, a la que apenas se lograba tocar. El amor cortés era un amor por el amor de una intensidad tal que, al traducirse a poesía, articulaba un código del deseo que en última instancia se convertía en la contextura misma del ser del poeta, que se proyectaba sobre ese otro ser absoluto posesor del sentido y la significación. O sea, el ser es una proyección hacia ese otro ser; es un exteriorizar esa esencia interior que ha surgido con y en el amor. Según Octavio Paz el amor cortés —amor del amor—, en La llama doble, libro de 1993 en que comenta su actualidad, fue la más importante revolución erótica de Occidente. Si en San Agustín el ser interior que se expresa y emerge en las Confesiones es su anhelo de conocer a Dios, en el amor cortés que desemboca en Dante ese ser interior se funda en el deseo erótico, que va a dar sentido a todo, especialmente al ser mismo. El neoplatonismo del amor cortés es patente, pero en su manifestación concreta tanto vital como poética se enfoca en un ser real, en una mujer que, por mucho que se idealice, sigue siendo una mujer verdadera con la que el amante poeta establece una relación desesperada de amor imposible. Beatriz vivió y murió; Dante la vio dos o tres veces, una cuando ya estaba casada con otro. El peregrinaje constituye un progreso amoroso en la Vita nuova y eventualmente en la Comedia, en la que el ascenso es hacia ella y más allá hacia Dios. Ambas obras relatan una conversión. Según Giuseppe Mazzotta, el encuentro con Beatriz en Purgatorio, en que advierte su presencia por sus efectos sobre sí, los temblores y afasia que le provoca, son una reescritura de la Vita Nuova. Como personaje, Beatriz no habla hasta ese momento en Purgatorio 30, pero entonces, estando ya muerta y siendo habitante en Paradiso. En su primera aparición lo hace con conciencia plena de la historia de amor de Dante por ella, que recuerda para imprecarlo por presuntas infidelidades; aun así su aspecto es sublime por la belleza extrema de su rostro, medio velado, y el imponente séquito y prosopopeya de su llegada. Beatriz es la más encumbrada dama de la tradición occidental, la encarnación de toda beldad y objeto de deseo.

Dulcinea, por su parte, es la creación más atrevida y perturbadora de Cervantes. Es una respuesta compleja a la tradición del amor cortés, un paso radical en la evolución del amor a principios de lo que hoy se llama el temprano período moderno (es decir, el Renacimiento) y una declaración profunda sobre el deseo y la imaginación. A diferencia de Beatriz, que se relaciona con el origen religioso del amor cortés, Dulcinea es una concepción secular y, precisamente por eso, tan original y próxima a nosotros. Beatriz se disuelve en la visión sublime al final de Paradiso, con típica simetría dantesca en el canto 30. Dulcinea, aunque en realidad nunca interviene en la novela, excepto sus impostores, es un ser imaginado a la vez que corpóreo. Recordemos su mal olor según la descripción (inventada) que hace Sancho de ella en la primera parte, o que se sube a su montura por detrás de un veloz salto en la segunda parte, cuando la encarna, sin saberlo, una moza campesina que hiede a ajos crudos. Nos maravilla su habilidad para salar el cerdo —según una nota al margen en el manuscrito árabe «original»— y nos deja estupefactos cuando se presenta en forma de travestí en la segunda parte, donde parece alcanzar los mismos límites de la representación (según se verá aquí). Dulcinea no da la impresión de ser un personaje distante y literario; más bien coincide con nuestras ideas modernas del amor, con todas las acuciantes dudas sobre la espiritualidad de éste que nos asedian y la coincidencia de su turbio origen con oscuros impulsos, a veces incestuosos que escapan a nuestro conocimiento y control (Freud).

La aparición y apariencia de Dulcinea en el Quijote merecen recordarse textualmente porque son extraordinarias, y a mi ver, traen a la mente enseguida la comparecencia de Beatriz en Purgatorio 30:

Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales, tirado de seis mulas pardas, encubertadas empero de lienzo blanco, y sobre cada una venía un disciplinante de luz, asimismo vestido de blanco, con una hacha de cera grande, encendida, en la mano. Era el carro dos veces y aun tres mayor que los pasados, y los lados y encima de él ocupaban doce otros disciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los años, que al parecer no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete. (822)