Más adelante, cuando Dulcinea habla, se complementa su descripción así: «Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando levantándose en pie la argentada ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció más que demasiadamente hermoso […]» (825). Carros, velos y velas, la figura dantesca de Merlín que se presenta como hijo del diablo y habitante del infierno (es el mayordomo disfrazado), pero, sobre todo, la esplendorosa Dulcinea cubierta por telas de plata cuajadas de lentejuelas doradas, una ninfa joven y bella que apenas asoma tras el aparatoso atuendo que aturde a los espectadores y al lector. Sólo que es un paje disfrazado de Dulcinea, que delata su auténtico sexo cuando habla con voz «no muy adamada» (825). La sobrevestida Dulcinea es como un maniquí o estatua.

Don Quijote, por el contrario, es un protagonista activo, uno de los numerosos personajes en la novela que hablan, luchan, aman, huyen o enloquecen. Dulcinea es un invento suyo y de otros personajes: un producto de sus deseos, sus fantasías, sus mentiras y sus voluntades creadoras. Ella no dice nada en todo el libro —sólo su sustituto en la escena que aquí comentamos— y, sin embargo, adquiere una presencia equiparable a la de cualquier otro personaje del Quijote. A pesar de su potencial para la vaguedad, sigue contándose entre las grandes damas de la literatura occidental: no sólo Beatriz, sino también Helena, Circe, Dido, Laura y Molly Bloom, por nombrar a unas pocas. El amor de don Quijote por Dulcinea es el impulso principal del libro; es el aliento que permite que el héroe conserve la coherencia de su yo —su yo demente— y confiere significado a su misión, pese a sus numerosas derrotas. Su meta de alcanzar a Dulcinea es el estímulo hacia una sublime satisfacción carente de fin, salvo cuando recobra la cordura al concluir la segunda parte, lo cual no es una fin en absoluto, porque, en cuanto recobra la cordura, Dulcinea desaparece sin más. Ella era el foco de su locura.

Los elementos a partir de los cuales se engendró Dulcinea son una mezcla inestable que obedece a una fórmula que varía según su inventor en la novela y la contingencia de la invención. Cabe tener en cuenta que a partir del momento en que el caballero la inventa, otros, en especial Sancho y el mayordomo de los duques, la reinventan con distintos propósitos y motivos. En el caso de don Quijote las fuentes literarias están claras: la tradición del amor cortés tal y como se manifiesta en la poesía que se remonta a Provenza, el dolce stil nuovo, Dante y Petrarca, y en España la poesía de cancioneros, las novelas de caballerías, en especial Amadís de Gaula, y la obra de Garcilaso de la Vega. Aquí tenemos a una Dulcinea que es la dama del caballero andante y objeto de la inspiración poética, no tan distinta a la Beatriz de Dante. Pero Dulcinea también se presenta ante don Quijote como una labradora que, según Sancho, es la dama del caballero, pero encantada, y de nuevo con la apariencia de la invención de Sancho, en la cueva de Montesinos, a la que el subconsciente de don Quijote añade un detalle truculento pero significativo cuando ella le pide un préstamo que él no puede concederle por carencia de fondos —ésta sería más bien como un personaje de Boccaccio—. Sancho, por su parte, que conoce a la Dulcinea de verdad —es decir, a Aldonza Lorenzo, la hija del vecino— añade los únicos detalles sobre sus verdaderos rasgos físicos y su vida. Es de origen campesino, fuerte como un buey, apesta un poco y no es en absoluto sofisticada: no es precisamente una dama con inteletto d’amore, recordando a Dante. El mayordomo que monta la compleja farsa en el bosque en la segunda parte saca a Dulcinea de la tradición literaria antes vista, pero la presenta como una figura bisexual que puede representar el deseo en su estado más atávico y moderno.

El canto 30 del Purgatorio marca un momento decisivo en la narrativa de la Comedia; es una culminación y un nuevo principio. El peregrino y su guía Virgilio llegan al paraíso terrenal y encuentran por fin a Beatriz, que los va a guiar hacia el Paradiso —es decir, el celestial—. Pero como a Virgilio no le está permitido entrar a éste por haber sido pagano, desaparece sin aviso previo, para sorpresa y congoja de Dante, que llora de emoción —es admirable como, a esta altura de abstracción teológica, Dante todavía detalla acciones humanas tan concretas, significativas y conmovedoras—. Se ha cumplido un amplio ciclo narrativo, pero además concluye la asociación entre Dante y Virgilio. Entonces aparece Beatriz en todo su esplendor, severa, que impreca a Dante por no haberse arrepentido del todo de pecados cometidos después de su muerte —supuestas traiciones del poeta—. La reunión ha sido anticipada en el canto anterior, el 29, con una pomposa procesión de carros alegóricos.

El Quijote, capítulo 35 de la segunda parte, narra la procesión nocturna en el bosque, organizada por el erudito mayordomo de los duques; el bosque, por cierto, es un lugar dantesco que remite a la selva selvaggia del principio del Inferno, y al paraíso terrenal que aparece en la conclusión del Purgatorio. La procesión es una columna de carros ricamente ornamentados como los que aparecen en el canto vigésimo noveno del Purgatorio que, como dije, prepara los acontecimientos trascendentales del siguiente. En el carro más grande y principal de la procesión quijotesca viene la Dulcinea creada por Sancho para cubrir sus mentiras, pero reinventada por el mayordomo. Bella y lindamente ataviada, esta Dulcinea resulta ser, como ya se vio, un paje disfrazado, un travestí cuya hombruna voz delata su verdadero sexo, que regaña a Sancho y lo condena a tres mil trescientos azotes en sus desnudas nalgas para lograr desencantarla. La inspirada creación de Cervantes, una Dulcinea travestí, culmina la cadena de dulcineas que empieza con su creación por el hidalgo cuando se apresta a salir a sus aventuras, y pasa por las ideadas por su escudero para fingir que en efecto la ha visto, y por sus recuerdos de Aldonza Lorenzo, la tosca labradora de la que Alonso Quijano estuvo alguna vez enamorado. Si Beatriz es en última instancia una invención de Dante, Dulcinea no lo es menos de don Quijote, aunque de manera más explícita y complicada; ésta es una de las coincidencias principales entre las escenas que comento.

Porque Dante, como es sabido, apenas vio dos o tres veces a Beatrice Portinari, de quien se enamoró perdidamente cuando los dos tenían apenas nueve años —don Quijote también sólo vio a Aldonza unas cuantas veces—. Pero Beatriz se convirtió en la dama gloriosa de su fantasía, que le inspiró primero Vita nuova, y más tarde la Divina Comedia. Los orígenes literarios de Beatriz en la tradición del amor cortés y el dolce stil nuovo son conocidos y ya los he mencionado. Dante la convirtió en la personificación de todo lo bueno y deseable, el camino de la salvación. En la Comedia es ella quien insta a Virgilio a conducir a Dante a través del infierno y el purgatorio para que éste vea lo que le espera después de la muerte. Pero lo más importante es que alcanzarla al final del penoso peregrinaje va a constituir llegar a Dios. Beatriz representa la divinidad, la verdad, la teología, la satisfacción de todo deseo intelectual y amoroso, el objeto último de todo apetito. Es, evidentemente, una invención poética por parte de Dante, que va a ser la meta de su ascenso a través del infierno y el purgatorio hasta llegar al paraíso, el terrenal en Purgatorio y el divino o celestial en Paradiso. La grandeza de Dante reside en la inmediatez con la que representa ese deseo, a través de todas las alegorías posibles, por una mujer concreta aunque de una belleza sublime. Esa relación del poeta con su amada se va a convertir en el paradigma de la tradición poética occidental: Petrarca y Laura, Marcel y Albertine, y hasta Juan Ramón y Zenobia. Es también, a su más alto nivel, la unión del poeta con la belleza, con la poesía misma; la personificación del deseo en todos los sentidos y niveles.

Por eso, la llegada al paraíso y la aparición de Beatriz son de trascendental importancia en Purgatorio 30. Es una especie de apoteosis de lo sublime, si se me permite la redundancia, que se anticipa en el canto anterior con la escena de la grandiosa procesión, en la que figura la Biblia completa, con todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, en un ambiente de luz y música que acompaña la entrada al paraíso. Esta llegada destaca la importancia de la escena porque, con la alusión al pecado de Eva y con ésta el paraíso terrenal, el advenimiento de la dama es una combinación de origen y final, de génesis y apocalipsis. Lo es todo. La compleja alegoría representa el pináculo de su propio sentido con la presencia de todas sus fuentes escritas, las Sagradas Escrituras. Es una glorificación del sentido, del significado, en consonancia con la inminente aparición de Beatriz, que representará la Iglesia, pero también la eucaristía, la comunión con el significado, que literalmente se ingiere y hace uno con el propio cuerpo.

La semejanza en el contorno general de los dos episodios a mí se me hace evidente, aunque admito, como ha sugerido la crítica, que festividades como la organizada en los predios de la residencia campestre de los duques eran comunes en la época. Los detalles son aún más convincentes. Hay demasiados paralelos sugestivos entre las escenas de la Comedia y el Quijote para descartar la posibilidad de que Cervantes conociera Purgatorio 30 y decidiera repetirlo en su libro con significativas variantes, por supuesto. A mi ver, el capítulo 35 de la segunda parte del Quijote es una respuesta a Dante, en primer lugar porque la aparición de Beatriz en la Comedia es una revelación y representa la revelación, y la de Dulcinea en la procesión del bosque también es una revelación, aunque sea radicalmente distinta. Aparece aquí por primera y única vez la amada del hidalgo, de forma aparatosa pero, sin duda, sólida y maciza, como cuando Sancho lo convence de que la labradora en el asno es Dulcinea. Las demás veces Dulcinea se reduce a alusiones y referencias de segunda mano —la del escudero—. Aquí, sin embargo, como Beatriz, Dulcinea se revela y habla, dando así prueba de su existencia positiva, aunque esta aparición resulte altamente artificial, confusa y, en última instancia, risible. Su estampa es consonante con la serie de imágenes suyas anteriores y con cómo fueron éstas concebidas; primero, su invención por parte del hidalgo basada probablemente en su deseo por Aldonza, pero creada a partir del amor cortés y las exaltadas damas de las novelas de caballerías, como Oriana la de Amadís; segundo, la mentira inicial de Sancho en que su descripción de la dama, sudorosa y hedionda, se basa en recuerdos suyos de su trato cotidiano con Aldonza; tercero, la subsiguiente invención cuando insiste en que una de las labradoras que se encuentran en el camino, tosca, hombruna y con olor a ajos crudos, es Dulcinea, pero encantada; y cuarto, Sancho dice que él la ve, le insiste a don Quijote, en toda su beldad, a pesar de su rudo aspecto. Sancho ha aprendido de su amo que el encantamiento puede transformar cualquier realidad en lo que uno quiera; es llevar a efecto cualquier fantasía. Esta última Dulcinea será el modelo que le sirve al ingenioso mayordomo para confeccionar a la de la procesión. Si Sancho la puede crear con una grosera campesina como modelo, él la puede fabricar usando a un bello paje como maniquí, que conserva los atributos masculinos de las soeces aldeanas, pero estilizados. (La bisexualidad de esta Dulcinea tiene otras sugerencias que veremos).