José Luis García Martín
Sin trampa ni cartón. Diarios 2016-2017
Renacimiento/Biblioteca de la Memoria, Sevilla, 2018
312 páginas, 17.90 €
POR MANUEL ALBERCA

 

He comenzado a leer tardíamente el diario de José Luis García Martín, y debo confesar que estoy enganchado. García Martín y su personaje crean adicción. No es muy original lo que digo, porque hace años Jorge Herralde lo reconoció en el artículo  «Vicios nocturnos: la lectura de diarios», aunque en aquel momento el elogio del editor no me picó la curiosidad. A diferencia de éste, no he leído ni tengo todos los volúmenes que ha ido publicando en los últimos veinte años en diferentes editoriales, actualmente en la sevillana Renacimiento, antes en otras como Llibros del Pexe, La Isla de Siltolá o Trabe. Esta circunstancia tal vez le ha restado proyección y lectores, sobre todo si se compara con la de Andrés Trapiello, que se ha beneficiado de la regularidad de aparecer siempre en la misma editorial. No obstante, entre ambos se reparten el galardón de escribir los diarios actuales más leídos y seguidos, aunque mantengan entre sí una pugnaz e inestable amistad, hecha de reconocimientos mutuos, no exenta de intercambio de venenos y algún que otro pellizco de monja. Ambos, cada uno con un estilo propio, han logrado y mantenido un tipo de diario, que ha oscurecido al resto de los coetáneos. Los dos son fieles a sus principios, y el lector ya sabe más o menos, después de numerosas entregas, lo que se puede encontrar.

García Martín suele ponerse delante de sus lectores en primer plano con total desenvoltura, representa su arrogante y desafiante papel, y monopoliza la escena de manera tan absoluta que no deja ver nada más que a sí mismo y la realidad filtrada por él. Más allá apenas hay nada que merezca la pena. No hay lugar para la ambigüedad ni para la disensión, y el lector lo toma o lo deja. Esa es su gracia. Además ha creado un formato de diario ágil, directo e intimista en el que su personaje expone sus certezas y sus contradicciones, dejando siempre interrogantes pendientes en sus aplazadas confesiones.

No recuerdo cuándo comencé exactamente, pero desde hace unos cuantos años aguardo cada domingo para leer litúrgicamente su blog, Café Arcadia, donde con una asiduidad y disciplina envidiables cuelga las entradas correspondientes a los siete días anteriores, publicadas el sábado en la edición de papel de El Comercio. Se puede decir que es el suyo un diario literario para diferenciarlo de los diarios íntimos convencionales, por la reescritura y selección de entradas que, imagino, realiza. Y también por hacer la crónica del mundillo literario, en donde se ha labrado, con justicia, la fama de ajustarle las cuentas al lucero del alba y de no tener pelos en la lengua. Es el suyo, por tanto, un diario concebido, escrito y retocado para ser publicado, para influir en la tribu literaria y para ser utilizado como plataforma de expresión personal, magisterio y control del gremio que le admira y teme. No obstante, la proximidad entre anotación y publicación no le permite el retoque demorado, como es habitual en la mayoría de los diarios actuales, ni tampoco esconde los nombres propios tras la X o las iniciales de sus previsibles y numerosos damnificados, porque García Martín va de frente y lo publica casi al mismo ritmo que lo escribe. Esta circunstancia le da una vibración de autenticidad, que escasea en el resto de diarios españoles.

Sin trampa ni cartón es la última entrega, con la que alcanza, si no me equivoco, la veintena. En este volumen García Martín continúa fiel al personaje que ha ido decantando a lo largo de los años. Mantiene, como es ya una constante en sus entregas anteriores, un tenso equilibrio entre la máxima sinceridad y un astuto cálculo para esconderse. Si, como en estas páginas podemos leer, «el arte es fingimiento» (p. 229), y «las personas que más me gustan son las que no conozco demasiado bien» (p. 255), sería ingenuo pretender que a través del diario se pueda llegar a conocer al hombre que hay detrás. Si acaso podemos aspirar a descubrir su perfil más literario y no por eso menos veraz.

García Martín mantiene un pacto consigo mismo, una suerte de intimidad vigilada y por tanto restringida. ¿Qué, si no, quiere decirnos en el siguiente «consejo»?: «No quieras decirlo todo. / Las cosas que más te importan / guárdalas para ti solo». Sus diarios están salpicados de brillantes aforismos que, como en el caso anterior, sirven tanto para lucir su inteligencia como para ocultarse tras la paradoja. Por ejemplo, leo en este último diario: «La mitad de mi vida buscando pareja y la otra tratando de escapar de ella en cuanto la encontraba» (p. 27). Y un poco más adelante, de nuevo una confidencia a medias, en la que García Martín es un artista: «La mujer de mi vida se casó con otro; tuve esa suerte» (p. 36). Y punto. Hasta ahí llega la confidencia. El aforismo le ahorra dar detalles o contar los hechos que lo motivan. No sabría decir si le interesa más lucir la frase ingeniosa o la verdad confesional que se esconde detrás de ella.

Una vez más volvemos a encontrarnos las mismas rutinas que le deleitan y reafirman, y de las que tan orgulloso se encuentra: se levanta todos los días a las ocho menos cinco, acude al mismo café y se sienta siempre en la misma mesa, etcétera. Es la aventura de la repetición o la búsqueda y el logro de la perfección, dicho sea de manera irónica; pero es también la expresión de la disciplina que es consustancial a los diaristas de largo recorrido.

Para esta entrega ha solicitado (supongo) un prólogo a Juan Bonilla, que es sin duda esclarecedor de lo que el lector va a encontrarse, y desde luego inusual, porque no es frecuente que alguien invite a prologar un libro y el invitado le ponga a uno como chupa de dómine. Es evidente que a García Martín «le pone» que otros le ataquen. En esto también lleva razón Bonilla. Más que un prólogo de encargo, parece obra de un sosias. Algo así como el Víctor Goti de Niebla, criatura de ficción que le disputaba la autoría de la novela al propio Unamuno, su autor. Pero con mayor perversidad que el bilbaíno. Con la colaboración involuntaria de Bonilla, García Martín engorda su personaje, que casi siempre se esconde al desnudarse. Es la paradoja andante y, sin duda, la mejor máscara a pie que transita las calles, plazas, cafés y centros comerciales de Oviedo.

No es habitual entre nuestros escritores ni estamos acostumbrados como lectores a encontrarnos a autobiógrafos españoles que muestren sus flancos más débiles o que no disimulen ni escondan sus defectos y, menos aún, que se vanaglorien de estos: «[…] nada me gusta más que hablar mal de mí mismo […]» (p. 228), aunque a continuación diga, y se desdiga, que no le gusta, para después confesar que no le queda más remedio que hacerlo. Atreverse a confesar vanidosamente los defectos propios o las faltas cometidas sin atisbo de arrepentimiento le sitúa en la senda del confesionalismo moderno que instituyó Jean-Jacques Rousseau en sus Confesiones y en otros libros como Las ensoñaciones del caminante solitario o Rousseau, juez de Jean-Jacques, con los que cabe relacionar este diario y a los que debe mucho del espíritu que lo define. García Martín sabe, como el ginebrino, que la exhibición desinhibida de los pecados y pecadillos que los demás suelen esconder le sitúa automáticamente por encima de la grey cobarde: «Me gusta hablar mal de mí mismo, pero sólo para elogiarme mejor» (p. 18). En fin parece haber aprendido bien la lección del maestro, porque en este mundo canalla el peor es el mejor.

En este procedimiento de mostrarse y esconderse, o de esconderse mostrándose, hay que considerar los relatos retrospectivos que inserta en el diario. Son narraciones personales de hechos vividos en primera persona, en las que comienza a contar un secreto largamente guardado, pero sin llegar a desvelarlo del todo. Es uno de sus registros más singulares e interesantes. García Martín domina aquí la técnica del suspense narrativo, prolongándolo hasta el final para dejarlo sin solución. Ni el autor lo resuelve ni el lector puede hacerlo; en otras, lo reviste de un misterio o de una atmósfera onírica que diluye las aristas de los hechos en la indefinición.

Es la suya siempre una forma tan hábil y paradójica de desnudar y esconder una identidad para despertar la curiosidad del lector que parece que le interesa, sobre todo, mostrar su inteligencia o, al menos, posar como el más inteligente. Lo hace de manera tan perfecta, que muchas veces se podría pensar que se trata de una narración de hechos inventados. Pero no. A García Martín le gusta alardear de no tener capacidad inventiva, que lo suyo son las «ficciones sin ficción». En fin, en el logro de este personaje reside buena parte de la originalidad y éxito del diario. Nadie como él, entre nosotros, ha sabido rentabilizar tan bien y artísticamente sus defectos, faltas y culpas.

Dejamos para el final el lado político de García Martín y las numerosas entradas que dedica a lo que denomina «la traición del PSOE a su electorado», personificada en la figura de Javier Fernández, presidente de la rectora del partido, que fue elegida después de la destitución de Pedro Sánchez. Estas entradas, que se reiteran cada poco, a pesar de que promete que no volverá a hablar del asunto, resultan poco interesantes para el que suscribe, aunque se puede entender que éste sea un asunto vital para el autor, porque habla de la autenticidad y determinación de su apuesta política. Pero en un diario como éste, en el que no caben verdades rotundas y en el que la ironía y el humor pintan muchas veces los hechos con claroscuros matizados de grises, resulta decepcionante que no haya puesto en cuestión sus propias creencias políticas. Debe de ser, como él mismo afirma, que «vemos la brizna en el ojo ajeno, no la viga en el propio» (p. 54). Well, nobody’s perfect. Por eso, le seguiré leyendo y aguardo, ya ansioso, la próxima entrega. La adicción que no cesa.

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