POR FERNANDO CASTILLO
Es habitual señalar a la generación del 98 como la introductora del paisaje en la literatura española, aunque el viaje, que aúna escritura y naturaleza, ya estuviera presente desde los comienzos de las letras hispánicas. Ambos elementos, desplazamiento y geografía, suelen estar con frecuencia en los orígenes de muchas narraciones, como en el Cantar de Mio Cid, el Libro de buen amor, en las muchas crónicas del otoño medieval que narran la itinerancia de una corte sin capital; en los recorridos a veces fantásticos de las novelas de caballerías, en el Lazarillo de Tormes y en muchas de las novelas picarescas —del Guzmán de Alfarache al Estebanillo González y su tour europeo por la Europa de la guerra de los Treinta Años, pasando por «Rinconete y Cortadillo» o El Buscón—, en las que el protagonista va de lugar en lugar y que son un verdadero ciclo de literatura de viajes; en el teresiano Libro de las fundaciones, en el propio Quijote, en obras de Tirso como los Cigarrales de Toledo y en la dieciochesca Vida del pícaro anacrónico que es Diego de Torres Villarroel, e incluso en las Cartas marruecas, de José Cadalso. Sin embargo, el paisaje que acompaña al viaje literario comienza a aparecer en los trabajos de los ilustrados, como Jovellanos o Antonio Ponz, y, sobre todo, en el romántico Enrique Gil y Carrasco, quien, según Azorín en El paisaje de España visto por los españoles, es el creador del paisaje literario, tanto en sus escritos viajeros como en la novela El señor de Bembibre. Unas referencias que después están en las obras ya realistas de Emilia Pardo Bazán, en las costumbristas de José María de Pereda y, aún más, en Benito Pérez Galdós, quizás quien inaugura la descripción del paisaje de manera moderna, incluido el norteafricano, tanto en sus novelas como en sus artículos y reportajes.

En lo que se refiere a la literatura de viajes, en la segunda mitad del siglo xix también Juan de Valera y, en especial, Pedro Antonio de Alarcón escriben acerca de sus recorridos —este último ha contado sus viajes por España, Italia y el norte de África—, aunque quizás sea Ciro Bayo el escritor que, con Pérez Galdós, inaugura la moderna literatura de viajes. Este autor, un aventurero por el mundo, escribe antes de los del 98 una obra amplia y desigual en la que hay algunos títulos que sobresalen y en los que combina el viaje y la autobiografía: Lazarillo español (1911), Con Dorregaray. Una correría por el Maestrazgo (1912) o El peregrino entretenido. Viaje romancesco (1910). Al mismo tiempo, en las obras de Azorín, Pío Baroja, Antonio Machado y Miguel de Unamuno aparece por vez primera una idea del paisaje que procede de las descripciones de diferentes regiones españolas, incluidas en muchas de sus obras. Entre las zonas que llegan a la literatura con estos escritores se encuentra la levantina, de la que Azorín y Vicente Blasco Ibáñez recogen sus paisajes; el País Vasco, que desfila por las páginas de Pío Baroja; Galicia, contada por el primer Valle-Inclán; el paisaje manchego, que de cervantino pasa a ser azoriniano en este fin de siglo, sin desaparecer don Quijote; la misma capital y su entorno, como paisaje urbano, es la protagonista de la esencial trilogía barojiana de La lucha por la vida, pero también del Azorín de La voluntad o del Vicente Blasco Ibáñez de La horda, tan deudora de las anteriores.

Sin embargo, como es sabido, será Castilla, más exactamente Castilla la Vieja —cantada, asimismo, por Miguel de Unamuno, Azorín y Antonio Machado y descrita por José Gutiérrez Solana, el artista y escritor que resume la generación—, la región que protagoniza el paisaje y su visión histórica en la literatura del 98, convirtiéndose en epítome de España, en la morada vital de los españoles, en términos de Unamuno. Esta mirada, que en unos es medio antropológica y medio castiza, en otros es estática y atemporal, que combina la preocupación por lo que se llamaría después la realidad de España con el historicismo en sentido amplio, se traduce en obras en las que las referencias culturales e históricas son determinantes al referirse al paisaje, sea rural o urbano, y a los lugares descritos. Todo ello sin disminuir la importancia de la naturaleza como escenario del sujeto, del pasado y de la realidad del escritor.

De todos es conocido que hay en los escritores del 98 una invención del paisaje, especialmente, del paisaje castellano, convirtiéndolo en literatura. De hecho, Azorín afirmaba que «el paisaje somos nosotros» y que el «paisaje no existe hasta que no es literatura o pintura», es decir, hasta que el observador no decide que lo es, en un acto casi de arte conceptual. No resulta raro que en todos estos autores —Machado, Azorín y, sobre todo, en Baroja— haya notas pictóricas, impresionistas, dedicadas a las formas de la tierra, al color, a los contrastes y efectos de la luz en la naturaleza contemplada, que a veces se aproximan a la geología y a lo telúrico. Pero también existe un elemento entre la mirada y el paisaje, sea urbano o los campos castellanos, que no es otro que la historia o, mejor, la cultura en forma de literatura y arte, de componentes culturales, estén presentes o sean evocados como parte del acervo. Es de la mano de Azorín y Miguel de Unamuno con los que aparece el paisaje como sentimiento, como estado anímico, como alma, así como componente estético. Junto al espacio, a la geografía, la mirada del 98 busca en la cultura el elemento que le da sentido, de ahí la identificación de las nuevas referencias que proporciona Castilla con lo español. Una identificación que es paralela en otros ámbitos, como el del discurso político del agrarismo castellanista. En esta mirada acerca del paisaje surgida con la generación del 98, en la que predomina lo azoriniano, el pasado actúa como punto de referencia y estímulo literario junto con la naturaleza. El paisaje es un sujeto histórico y cultural —el propio Gonzalo Torrente Ballester en su Panorama de la literatura española contemporánea (1956) lo llamaba «un hecho de cultura»— al que Azorín y Unamuno añaden, además, al hombre, al sujeto que encarna y hace el propio espacio y la historia que se desarrolla en él. Es la idea de paisaje natural y cultural a la que alude Juan Goytisolo, citando a Juan Carlos Curutchet, en un libro de título muy noventayochista que, curiosamente, combina las dos categorías citadas, como es España y los españoles (1979), muy diferente de sus relatos dedicados a Almería, más próximos a la corriente social.

Habría que decir que en los relatos de viajes de los escritores de la generación del 98 parece que hay también algo del utopismo que anidaba en el arbitrismo del Barroco, de reformismo ilustrado a lo Jovellanos, de tímido regeneracionismo costista, es decir, de reformismo hispano, a la hora de acercarse a la realidad española. Así, algunos de ellos, a pesar de la perspectiva geográfica y cultural de sus escritos, no dejan de señalar la necesidad de reformar la agricultura sin ir más allá, sin duda, conscientes del atraso secular del campo español. Sin embargo, todos ellos están lejos de lo se podría considerar alguna preocupación social o interés económico, pues tras las sugerencias globales, como las realizadas por Azorín en Los pueblos y La ruta de don Quijote, pronto vuelven a la meditación, a la contemplación histórica ajena a la realidad y a sus exigencias.

El descubrimiento del paisaje realizado por la generación del 98, que tanto tiene del aliento de la Institución Libre de Enseñanza, que es la nueva forma de ver la naturaleza y las ciudades y los hombres que las habitan, tendrá una notable proyección entre escritores de generaciones posteriores. Habría que citar quizás a Eugenio Noel, Gabriel Miró y, sobre todo, a José Ortega y Gasset, en cuya amplia obra abundan las referencias al paisaje en las que el contenido cultural es más frecuente y más profundo que en los del 98, en los que también influyó, como es el caso de Azorín. Tanto que sus textos de la gran obra que es El Espectador, en sus artículos en El Sol, influyen en quienes en la década de los treinta escriben sobre este asunto. El sello orteguiano sobre el paisaje, que se encuentra escondido entre reflexiones de otro jaez en «La vida en torno», «Notas de andar y ver», «Notas del vago estío» o en «Temas de viaje», estará presente como modelo para escritores de las generaciones siguientes, sin olvidar la impronta de Azorín y Unamuno, sin duda, un referente constante.

En ellos, las obras que mezclan viaje y paisaje, casi siempre dispersas, recogidas sobre todo en artículos, pero también en libros, llegarán, matizando el tono elegiaco y la nostalgia historicista, hasta los años setenta. En su mayoría, quienes practicaron este género de nostalgia historicista y viajera —«pasadismo», lo llaman los hermanos Carbajosa—[1] que arranca del 98 fueron unos escritores de un estilo cultista y muy depurado que, en algunos casos, estuvieron muy próximos a las vanguardias y que con el tiempo acabaron en posiciones cercanas al falangismo, cuando no al fascismo de sus equivalentes europeos. Entre esos a los que Gonzalo Torrente Ballester llama «nietos del 98» se puede destacar a Eugenio Montes, antiguo poeta ultraísta cuyos trabajos dedicados a la Mitteleuropa e Italia[2] son quizás el ejemplo más acabado del género, aunque su prosa brillante y cincelada, a veces abrumadora por una erudición que se desborda, tenga episodios más que afectados, directamente teatrales, y opiniones políticas más que arriesgadas, por no decir que plenamente fascistas. Un personaje, Montes, tan contradictorio como para escribir cosas tan tremendas como muchas de las que aparecen en La estrella y la estela o, junto con Gonzalo Torrente Ballester, el guión de la película de José Antonio Nieves Conde, Surcos, una dura denuncia en el más puro neorrealismo de la emigración rural y las condiciones de vida en el Madrid de posguerra que no tardaría en ser prohibida.