Luego estarían, entre otros, Rafael Sánchez-Mazas con obras como Las aguas de Arbeloa, José María Alfaro, el no poco ramoniano Ernesto Giménez Caballero, autor de una obra viajera —Trabalenguas sobre España (1931)— que sólo podía ser suya por inclasificable, Álvaro Cunqueiro, autor de varias obras dedicadas a su Galicia natal, como su amigo José María Castroviejo. A todos ellos se les podría añadir de manera más matizada los posteriores textos de Gaspar Gómez de la Serna, autor, entre otros muchos y excelentes libros de viajes, de Cuaderno de Soria (1960), así como de guías y ensayos sobre literatura viajera o de unas Cartas a mi hijo, un recorrido histórico e imperial que fue libro de texto, y de Víctor de la Serna, otro falangista, cuyo proyecto Nuevo viaje de España, bastante orteguiano, iniciado en 1956 con «La ruta de los foramontanos» y seguido en 1958 con el segundo tomo, «La vía del calatraveño», prologado por Eugenio Montes, lo truncó la muerte. Se puede considerar un epígono de ese grupo y continuador por edad —pertenece a la generación siguiente— y proximidad ideológica a Pedro de Lorenzo, periodista y escritor, que ha dedicado numerosos trabajos a Italia y, sobre todo, a Extremadura, su tierra natal, de la que se ha convertido en cantor.

Singular ejemplo de este género es César González-Ruano, autor de artículos como «Notas al margen de una guía parcial de España», en el que combina lo reporteril con el texto historicista, publicado en Mundo Hispánico (número 50-51, 1952), y de Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, obra en la que se entrecruza lo memorialístico, el periodismo y el ensayo. También se podría mencionar, aunque de manera matizada, al Dionisio Ridruejo de los extensos trabajos dedicados a Castilla la Vieja, ya en los años sesenta. Otra cosa muy distinta son los textos de Claudio de la Torre, el canario autor de un libro más tardío, a medio camino entre el viaje y la miscelánea cultural, como es Geografía y quimera (1964), de Josep Pla de estos años cuarenta, o los posteriores de Camilo José Cela, que se inician con Viaje a la Alcarria en 1948, tan próximo a los libros que recogen los viajes de Josep Pla por la Cataluña de posguerra, como Viaje en autobús (1942) y Viaje a pie (1949). Es éste un escritor en el que el viaje es esencial en su obra, pues el recorrido, a veces muy corto, en dirección a localidades ampurdanesas cercanas a Palafrugell y al Mas Llofriu, y a veces largo, como el recogido en su Viaje a América (1960), aparece con frecuencia en sus textos. La naturaleza en su variedad y el hombre de los lugares que atraviesa los contempla Pla de manera reflexiva, un poco como un Michel de Montaigne socarrón y algo descreído, extrayendo conclusiones y haciendo un relato de cada asunto con el que se tropezaba, por banal que resultase. En Pla el viaje es un viaje a sí mismo, algo existencial, más literario que geográfico y cultural, de ahí su interés y originalidad, su persistencia.

A finales de los años cuarenta, poco a poco fue diluyéndose la voluntad y el estilo cultista, así como la melancolía del ubi sunt? entre noventayochista y falangista que reclamaba un pasado histórico añorado y un europeísmo a medio camino entre el imperio universal cristiano carolino y el nuevo orden fascista. De esta manera, los nuevos libros de viajes publicados desde mediados de los años cincuenta, herederos de este aliento medio noventayochista, medio falangista, estaban lejos de sus modelos, aunque conservasen ciertos rasgos originales, principalmente, su distancia de la realidad. No es de extrañar que la nueva literatura de compromiso crítica con el régimen, el realismo social, surgida a lo largo de los años cuarenta y, sobre todo, de los cincuenta, contemplara de manera muy crítica este género viajero, contraponiendo obras impulsadas por el interés y la preocupación por la realidad de sus habitantes. Son estos textos de denuncia, a veces cercanos a la sociología o la antropología y de un acentuado compromiso político, los que despliegan desde el género viajero la misma crítica social que luego harán desde la narrativa. Entre las principales, destacan las obras de Juan Goytisolo, en especial, la esencial Campos de Níjar, publicada en 1960, Armando López Salinas o Antonio Ferres, que escribieron en común también en este mismo año Caminando por las Hurdes, quienes se sitúan en las antípodas de los trabajos citados y del impulso noventayochista, pero que diríamos comparten idéntica preocupación por España. A modo de continuación tardía, se puede incluir la obra de un escritor de conocida vocación social y de denuncia como es Francisco Candel, autor de un libro de viaje a su tierra natal, titulado Viaje al Rincón de Ademuz (1968).

Como una combinación de los autores citados —en los que se alternan de manera desigual las referencias culturales, la historia y el tono ensayístico con la narrativa—, hay una serie de escritores de la generación de los años sesenta en los que se detecta algo de la mirada social y del periodismo. Entre muchos, se puede citar a José Antonio Vizcaíno,[3] a Rodrigo Rubio[4] y muy especialmente a Ramón Carnicer[5] y Álvaro Ruibal,[6] autores, entre otros textos, de magníficos libros viajeros hoy día casi olvidados. Precisamente, el escritor objeto de estas páginas, Eugenio Nadal, cita en 1943 a «mi amigo y excelente escritor Álvaro Ruibal» al describir Salamanca. Si Carnicer ha sido rescatado con ocasión de su centenario (El País, 13 de octubre de 2012) ni más ni menos que por José-Carlos Mainer, en cambio, Ruibal aguarda un valedor que lo saque del olvido. Vayan estas líneas como anticipo, pues es un escritor que merece una recuperación.

De todas formas, la literatura viajera fue un género al que se dedicaron otros muchos escritores debido tanto a encargos editoriales más o menos alimenticios como al interés por un tipo de narrativa que entonces gozaba de prestigio. Es el caso de Ignacio Aldecoa, Rafael Laffón, Néstor Luján, Camilo José Cela, José María Castroviejo, Gaspar Gómez de la Serna, Lorenzo Villalonga, Ramón Otero Pedrayo o César González-Ruano, quienes firmaron varios títulos de las guías, que no relatos, publicadas por la editorial Noguer desde los años cuarenta. Una colección que fue rápida y exitosamente imitada por la editorial Everest dos décadas más tarde y que incorporó al citado Álvaro Cunqueiro y Antonio Gamoneda. Más interesante y de mayor importancia fue la colección Guías de España, creada a iniciativa de la editorial Destino después de la guerra, que ha estudiado Fernando Arroyo Ilera.[7] Forman un conjunto de diecisiete obras publicadas a lo largo de cuatro décadas, de manera que recogen en gran parte la evolución del libro de viajes y, en concreto, de ese subgénero que son las guías.[8] Entre sus autores se encuentran muchos de los ya mencionados, como Josep Pla, Dionisio Ridruejo, Gaspar Gómez de la Serna, Álvaro Ruibal o Claudio de la Torre, y es muy probable que el protagonista de esta líneas, Eugenio Nadal, hubiera estado entre aquellos que redactaron sus volúmenes si no hubiera sido por su muerte temprana.