Luis Loayza
Otras tardes
Introducción de José Muñoz Millanes
Pre-Textos, Valencia, 2018
164 páginas, 20.00 €
POR JUAN MARQUÉS

 

 

La muerte de Luis Loayza el 12 de abril de 2018 coincidió, fatalmente, con un discreto, pequeño, casi secreto repunte de su «fama» en España gracias a la feliz reedición de los cuentos de Otras tardes, uno de sus libros más celebrados, que claramente merecía volver a circular. La larga vida de Loayza, que falleció con ochenta y tres años, ha dejado como legado literario una obra relativamente exigua, algo que es más frecuente de lo que pudiera parecer y que, en todo caso, parece coherente procediendo de un hombre que, según todos los testimonios, fue sigiloso, prudente y, sobre todo, escrupulosamente respetuoso con la escritura. Una sola novela (Una piel de serpiente, de 1964) y dos libros de cuentos (El avaro, cuya edición final es de 1974, y estas Otras tardes) constituyen lo específicamente literario en una obra sostenida ante todo por lo ensayístico. El sol de Lima, de 1974, o Sobre el Novecientos, de 1990, son célebres estudios sobre literatura peruana, a los que desde el año 2000 hay que añadir la publicación, también en Pre-Textos, de Libros extraños, un libro algo raro en sí mismo, y desde luego misceláneo dentro de su brevedad, que abordaba textos de James Joyce, Jorge Luis Borges o, especialmente, Thomas de Quincey, a quien Loayza tradujo fervorosamente y cuyos prólogos a esas traslaciones (publicadas en su día en España por Barral Editores) se recuperaban en este tomito, junto a otras piezas dispersas.

Pero hubo otros prólogos: cuando en mayo de 1974 la barcelonesa colección Ocnos de poesía publicó Sombras como cosas sólidas y otros poemas, del también peruano Sebastián Salazar Bondy, era Loayza quien estaba detrás de la selección y, desde luego, de la presentación. Allí Loayza afirmaba que Lima, la ciudad natal de ambos, era una «ciudad casi siempre indiferente a sus escritores», y no sé si en esas palabras puede leerse una indirecta queja íntima de alguien que, mucho más por vocación que por moda, ya vivía en Europa desde diez años atrás, según ha contado en su necrológica su íntimo amigo Mario Vargas Llosa, que convivió con él en sus primeros años parisinos, a finales de los cincuenta (y con quien dirigió la revista Literatura, junto a Abelardo Oquendo). Después Loayza, ya con familia, volvió a Lima una temporada, en 1961, pero enseguida, en 1963, su oficio de traductor o intérprete en organismos internacionales le llevaron primero a Nueva York y durante décadas a Ginebra y finalmente de vuelta a París, donde murió. Según Vargas Llosa, no volvió a pisar Perú en sus últimos treinta años de vida, por motivos pudorosamente reservados.

Lo cierto es que el último de los cuatro extensos cuentos que componen Otras tardes, antes de los desconcertantes «Fragmentos» finales (que son como un apéndice de curiosidades y embriones de historias nunca culminadas), el narrador comienza a leer el libro de «un viajero francés que estuvo en el Perú a mediados del siglo pasado y encontró que los limeños somos muy malas personas, dice que por culpa del clima». Así, y aunque sea por (supuesta) persona interpuesta, se remata un libro en el que en otros sitios (concretamente en «Enredadera», mi cuento favorito del conjunto) hemos leído que «nos animaba esa generosidad o ingenuidad de los jóvenes que aún son capaces de indignarse por abusos que no los afectan directamente, hablábamos de la gran miseria del Perú, que por entonces Lima ocultaba tan bien, de la hipocresía y la injusticia que nos rodeaban y de las que éramos beneficiarios», mientras que un personaje de «Padres e hijos» (otro relato magistral) se pregunta «¿Cuándo han sido buenos los tiempos en este país?» y en otro lugar es el propio narrador quien sentencia que «el terror del ridículo era, en Lima, uno de los grandes principios de la existencia»… La relación del escritor con su patria era, pues, efectivamente complicada, pero lo cierto es que ese tipo de «bernhardismo» no es en absoluto infrecuente entre los creadores y, sin necesidad de salirnos del Perú, lo podemos rastrear también en el propio Vargas Llosa («¿En qué momento se había jodido el Perú?», releemos en la célebre cuarta línea de Conversación en la catedral, novelón muy vigente que, por cierto, está dedicado a Luis Loayza) o en el estupendo Julio Ramón Ribeyro, quien también mantuvo con Loayza una correspondencia muy rica (y que está parcialmente publicada en internet).

En las narraciones de este autor importa más el tono que la trama, pero una vez que ha sido bien entendido que la trama está meditadísima: se diría que Loayza sólo se ponía a contar cuando sabía que tenía entre manos una buena historia, pero, una vez encontrada y acometida, el cómo se contaba importaba tanto como el qué, algo que queda definitivamente demostrado en esas curiosas piezas fragmentarias que cierran el volumen, alguna de las cuales recuerda lo suyo a Borges (y no en vano Vargas Llosa y Oquendo siempre se dirigieron a su amigo «Lucho» como «el borgiano de Petit Thouars»). Todos los personajes son de clase acomodada (a menudo francamente privilegiada), y el autor, al modo de su idolatrado Henry James, juega con ellos para desplegar una honda sutileza psicológica («la exasperaba que los hombres la tratasen con los modales amables que se usan con un chico, que podemos querer y aun admirar pero a quien no reconocemos como un igual»; «cada vez que alguien se había enamorado de él su primera reacción fue de sorpresa, que se transformó en un agradecimiento ya próximo a la ternura: tendía a querer a quien lo quería y la indiferencia ajena despertaba en él una sincera indiferencia») y exhibir cierta sabiduría aforística («las rutinas poseen un poder curativo y hasta creativo»; «esa curiosa manía didáctica que surge de pronto en las mujeres cuando se ponen de mal humor»), con lo cual logra desbaratar elegantemente (es decir, sin burlas) algunos prejuicios sociales o privados o, entre otras cosas, desmitificar la juventud con una exactitud que llega a ser dolorosa (y hay dos alusiones como de pasada a lo nítidamente deprimentes que son las juergas: ver páginas 39 y 116). En este libro los casos de brillantez textual saltan por todas partes, cada pocos renglones, y por otra parte, como explica con buena puntería José Muñoz Millanes en su introducción, las narraciones «destacan por la precisa captación de esos tiempos muertos donde parece que no sucede nada, de los intersticios de los hechos que, por el contrario, hacen progresar la trama». En ese aspecto, sí, puede llegar a ser muy japonés, aunque seguramente él tenía la literatura (¿y el cine?) de Francia como referencia más próxima y grata.

En estas páginas se habla asimismo de «el lujo de estar solo» o se fantasea con «una conspiración formada por una sola persona». Son ideas que podrían ser aplicadas al propio creador y a su actitud, pues, radicalmente honesto con lo literario, insobornablemente comprometido consigo mismo, al margen de conveniencias externas, fue literalmente tejiendo una obra narrativa y ensayística distinta y sobresaliente, un pequeño mundo propio en el que Otras partes puede funcionar como una óptima puerta de entrada.