Camilo Pino
Crema Paraíso
Alianza Editorial, Madrid, 2020
256 páginas, 18.00 €
POR JUAN CARLOS CHIRINOS

 

Como tantas otras literaturas, la venezolana tiene una ya larga tradición de novelas sobre novelistas, pues el metalenguaje siempre ha sido una tentación difícil de esquivar. Así como el poeta escribe un poema sobre el poema en el que expone su visión acerca de la poesía, asimismo el novelista casi siempre termina escribiendo, al menos, una historia en la que hay un crimen que resolver y una historia sobre las aventuras y desventuras de los creadores en búsqueda del éxito literario, o simplemente de éxito en la vida. El tema ha sido tratado en Venezuela desde hace mucho —como lo testimonia la temprana Julián (1888), de José Gil Fortoul— y ha seguido generando obras como Al sur del Equanil (1963), de Renato Rodríguez, Los platos del diablo (1985), de Eduardo Liendo, Voces al atardecer (1990), de Francisco Rivera, La expulsión del Paraíso (1998), de Ricardo Azuaje, Exilio en Bowery (1998), de Israel Centeno, El libro de Esther (1999), de Juan Carlos Méndez Guédez y The Night (2016), de Rodrigo Blanco Calderón. A esta lista ahora se suma Crema Paraíso, de Camilo Pino (Caracas, 1970), en la que el autor residenciado en Miami ha hecho su ofrenda metanovelesca sirviéndose de un poeta al que ha llamado Alfonso Dubuc. Su ego desmesurado, su locura y su renacimiento final son los temas principales del texto, pero no los únicos. Trataré de abarcar unos cuantos.

En esta novela se entrecruzan varios elementos, tanto estilísticos como argumentales y sociológicos; en primer término, quiero destacar el que considero el mayor mérito de la novela: el tiempo del lector transcurre suave y velozmente, cosa que se agradece en estos tiempos de narraciones fútiles y autores bisoños pero muy presumidos. A pesar de cualquier objeción, Crema Paraíso es una novela sabrosa de leer. Una de las recomendaciones de la solapa destaca que es «como si quisiera dejar al lector sin aliento». Efectivamente, en muchas ocasiones ocurre y, en otras, como es natural, no. En conjunto, el libro no se cae de las manos más de lo que nuestra ya limitadísima paciencia 2.0 tolera.

Camilo Pino no es, se advierte de inmediato, un novato en el territorio de la novela. Esta ya es su tercera incursión; y, además, puede que su profesión de periodista y su labor como publicista le hayan permitido aprender algunos trucos retóricos y estilísticos que le han resultado útiles en la nada fácil senda que ha de seguirse para darle forma a ese monstruo interno que llamamos «novelista». De hecho, el autor parece ser consciente de ello; dice que le costó mucho escribir Mandrágora, su segunda novela (la primera, Valle zamuro, recibió, por cierto, el xv premio de novela Carolina Coronado): «no exagero si digo que me llevó a territorios complicados. De hecho, pasé tres años acosado por un hombre lobo y un científico loco. Quizás por eso traté de anclar mi nueva novela, Crema Paraíso, en un terreno estable desde el primer día. La idea era sencilla: componer una historia de padre e hijo» (Penúltima. Revista literaria, 29-05-2020). La novela se adentra, además, en territorios que permiten otros tipos de despliegues.

Resumiendo, la anécdota es como sigue: Alfonso Dubuc, que en la actualidad ya es un célebre y anciano poeta que ha ganado, entre otros, el premio Reina Sofía, vive en Caracas con su esposa, María Eugenia, y sus hijas mellizas, pero están en plena mudanza a Barcelona. La ya conocida crisis de Venezuela los ha obligado a buscar un mejor futuro para las niñas. El primer hijo del poeta, Emiliano, fruto de un anterior matrimonio, vive en Miami en lamentables condiciones financieras cuando recibe una invitación de un programa de televisión alemán para participar con su padre, a cambio de veinte mil euros para cada uno, en una especie de reality show. Excitado por la posibilidad de hacerse con esa suma, acepta sin preguntar de qué se trata y convence al poeta para que participe. María Eugenia, harta de sus locuras, está encantada de deshacerse de su marido; el poeta, en su delirio, cree que esta es una señal de que ganará el Nobel. A partir de esta premisa, se despliega la novela en tres partes («Emiliano», «El poeta Dubuc» y «Mito fundacional de Crema Paraíso»), de gran disparidad en su extensión, lo cual no deja de ser significativo para aventurar alguna interpretación alternativa.

Tras el introito de la brevísima primera parte, nos adentramos en la vida del poeta desde sus tímidos comienzos en Caracas hasta su encumbramiento internacional. Esta segunda parte es la más larga, y mejor, de la novela. Tras deambular por los cafés literarios termina integrándose al taller más famoso, el que dirigía una ya madura novelista Antonia Palacios en su casa, Calicanto. Allí conoce a los jóvenes escritores de moda, y allí lo «descubren»: tras ese primer paso, que lo lleva a una recepción en la embajada de Cuba y a recibir los billetes para ir a un congreso de escritores en La Habana, la carrera del poeta no hace más que ascender, a pesar de un terrible traspiés.

Al llegar a la isla la figura divinizada de Fidel Castro lo deslumbra, pero también lo aterra por su patetismo: «Fidel brillaba como si le hubieran echado una mano de barniz y, por lo tanto, su brillo podía ser un recurso demoníaco que funcionaba a las mil maravillas en esa sala» (p. 67). Dubuc está seguro de que ha llegado la hora de los laureles; pero esa misma noche comete el error de ir a una fiesta de contrarrevolucionarios donde supuestamente conoce al Heberto Padilla. Al día siguiente, con mucha amabilidad, el gobierno comunista lo expulsa de la isla en un avión correo que va a Panamá. Allí se reúne con el embajador venezolano que lo pondrá en contacto con el célebre Vicente Gerbasi, que lee el poema de Dubuc, «Instituto Postal Telegráfico», muerto de envidia, cual el viejo Salieri ante una partitura del juvenil Mozart. Ese poema será rápidamente traducido a varios idiomas y se consagrará cuando lo publiquen en The New Yorker. Según el narrador, que es Dubuc —recurso gracias al cual podemos sospechar del testimonio—, ése fue el momento en que Gerbasi, autor de Mi padre, el inmigrante, comprendió que había sido desplazado por un poeta mayor: «Pobre hombre. No le deseo a nadie descubrir en plena madurez que se ha vivido en vano, que una obra considerada la mejor de un país pierda su valor ante la aparición repentina de un gigante desconocido» (p. 145).

En esta segunda parte se despliegan dos temas interesantes. Por un lado, los juicios de valor acerca de los otros escritores. Dubuc no ahorra en calificativos para escarnecer jocosamente a los demás, y no es difícil entender que el autor lo usa como sosias para poner en escena un humor cáustico que no teme herir susceptibilidades. Dubuc se despacha a gusto: no duda en decir que Benedetti tiene un «amable rostro de bulldog francés». En la reunión con el embajador venezolano da la impresión de que el autor ha querido hacer una especie de homenaje venezolano al escrutinio de la biblioteca que en Don Quijote hacen el ama, la sobrina, el barbero y el cura. Y como se supone en el Quijote respecto de Cervantes, es inevitable pensar que algo de la opinión de Pino, aunque sea burlonamente, se ha filtrado a las páginas de su novela. El embajador y Dubuc proceden sin timidez: Rafael Cadenas es «como bobo»; Caupolicán Ovalles es un «revolucionario de salón»; Salvador Garmedia es «aburridísimo» y Adriano González León es un «escritor de una sola novela», un «prócer sin batallas». Dubuc, en su abyección, está encantado con la invectiva del embajador: «Del grupo Tráfico dijimos que sólo había tenido una idea en la vida: robarse un verso de Gerbasi. Al Guaire lo tildamos de podrido por definición. Creo que fue la primera vez que disfruté del placer de la infamia. El embajador empezaba a hablar mal de alguien, “Oswaldo Trejo es un afectado…”, y yo seguía: “Escribe poesía críptica, ilegible. Es un maricón”. Así pasamos horas» (p. 108).

Por supuesto, tras tanto placer al despreciar a los demás, bulle el verdadero sentimiento que (con)mueve a Dubuc: a esos escritores «los escuchaba sin atreverme a abrir la boca, haciéndoles sombra, maravillado por la facilidad con que escribían, presa de una sensación de inferioridad que me iba amargando la borrachera» (p. 45). Con el palindromista Darío Lancini, célebre por su Oír a Darío, es singularmente cruel a la vez que envidioso: «Al fin y al cabo, Lancini me parecía, y me sigue pareciendo, un poeta de segunda; un hombre que habría hecho más por la humanidad de haberse dedicado a la confección de crucigramas o a las competencias internacionales de scrabble y que se hizo famoso porque se carteaba con Cortázar. ¡Gran vaina!» (p. 107). El humor de Dubuc es hiriente, sí; pero también un poco triste, derrotado. Él mismo sabe cuán bajo ha caído: «¿Podía ser que en el fondo yo fuera un hombre débil y sin principios, capaz de cambiar de opinión a conveniencia? ¿Yo era capaz de tanta bajeza? Sí lo era, y de mucho más, como entendería con el tiempo, pero en esa época no había aprendido a disfrutar la ambigüedad moral» (p. 106).

Camilo Pino ha declarado su interés por rescatar el humor porque, según cree, casi no se visita en la literatura latinoamericana y él desea regresar a una tradición que hemos heredado del autor del Quijote: «Yo creo que los escritores latinoamericanos nos tomamos demasiado en serio. Los novelistas, en especial, llevamos años alejándonos de la tradición cervantina y hemos sacrificado el humor en nombre de la intensidad y el drama. Ese dramatismo es inclusive mayor cuando hablamos de literatura en nuestras obras. Los escritores de nuestras novelas suelen estar rodeados de pompa y circunstancia. Crema Paraíso pretende recordarnos, en la medida de lo posible, que venimos del Quijote y que, si vamos a hablar de nosotros mismos y de nuestro oficio, lo menos que podemos hacer es reírnos en el camino» (Penúltima, 29-05-2020). Pero a mí me parece —puedo estar equivocado— que el humor en sus numerosas variantes, incluida la autóloga, no se ha alejado mucho de las costas literarias donde se habla español, sobre todo cuando pienso en nombres como Guillermo Cabrera Infante, Rita Indiana, Osvaldo Soriano, Catalina Murillo, Jorge Eduardo Benavides o Jaime Ballestas.

El otro asunto interesante es la actitud de los escritores ante la revolución cubana y su metástasis, la revolución de siglo xxi impulsada por Hugo Chávez. Por entonces, el apoyo era total; hoy, con el desprestigio del castrismo y del chavismo, la actitud es una muy otra, y no nos son extrañas las justificaciones por las ligerezas del pasado. Hablando de una foto que le hicieron con Castro, Dubuc reclama: «¡esa maldita foto me ha salido carísima!; los idiotas radicales de la oposición la sacan a cada rato como evidencia de que soy un caballo de Troya chavista» (p. 68). Y ante las palabras del embajador, Dubuc reflexiona a posteriori: «“Debería darle gracias a Dios de que el comunismo le mostrara su verdadero rostro antes de robarle el alma”. El comentario, que en su momento me pareció ridiculísimo, hoy en día me parece atinadísimo» (p. 105). No dejan de ser episodios ejemplarizantes de lo que en la realidad ha ocurrido con muchos de los otrora devotos de Castro o de Chávez, actualmente furibundos opositores. El desprecio de Dubuc por los intelectuales que conoció antes de pareciera provenir de añejas rivalidades: «Todavía lo detesto, pero no por las mismas razones que lo odiaba antes, sino por el patán en que se convirtió con su transformación en líder de la decadencia chavista. Puestos a ver, tiene todo el sentido del mundo que semejantes bandidos de la cultura sean chavistas» (p. 108).

Crema Paraíso —escrita con una muy eficaz y entretenida pericia, aunque su estructura resulte algo desequilibrada o errática, y no pocas veces su discurso flaquee, sobre todo en los diálogos, poco logrados y verbosos, que reclaman la implacable mirada de un editor— forma parte de la novelística que se ha desarrollado en Venezuela a la sombra de las dos décadas de gobierno chavista, el mismo que ha obligado a emigrar a más de seis millones de venezolanos. Lo que se conoce como la diáspora ha servido para que la literatura abreve en esa desgracia y detecte temas que despiertan interés en, al menos, el resto de los países hispanohablantes. Es una novela que no ofrece resistencia al leerla; al contrario, invita amablemente al lector a seguir las vidas locas —pero fascinantes— del poeta y su hijo; y el final, no obstante, es algo disparatado, quizá cónsono con el mundo enajenado del protagonista o la sandez mediática en que se han convertido los medios de comunicación. Pues, ¿qué mejor final para un poeta obnubilado por el brillo malvado de un dictador como Castro sino las obscenas luces de un plató de televisión? En un último gesto del mejor guiñol, ante unas luces tan bárbaras como las de la revolución cubana, Alfonso Dubuc, el poeta comunista y contrarrevolucionario, mediocre y excelso, delicado y bruto, tímido y tremendamente vanidoso, renace en las redes sociales, influente de antaño e influencer de hogaño, estrella juvenil de nuevo cuño; resucita como el ave fénix de la mórbida vulgaridad. Porque Alfonso Dubuc es, y siempre ha sido, la crème de la crème de ese paraíso podrido que es la vida real.