Álvaro García
El ciclo de la evaporación
Pre-Textos, Valencia, 2016
56 páginas, 11.00 €
Doctor en Teoría Literaria, ensayista y traductor de Edward Lear, T. S. Eliot, W. H. Auden, Philip Larkin, D. M. Thomas, Margaret Atwood, Kenneth White, etcétera, Álvaro García (Málaga, 1965) era uno de los poetas más jóvenes de la Generación de los 80 o de la Democracia hasta que Luis Antonio de Villena, en su antología La inteligencia y el hacha, le convirtió (junto a su coetáneo Luis Muñoz) en «jefe de fila» de la siguiente, la de 2000. En la otra eran, al parecer, meros «segundones». Cuestiones didácticas y críticas al margen, lo cierto y verdad es que García pasa por ser uno de los mejores de las últimas hornadas y con un nivel de exigencia, tanto teórica (léase su ensayo Poeta sin estatua. Ser y no ser en poética) como práctica, muy por encima de la media. La demostración palpable de esa noble ambición se condensa en el libro El ciclo de la evaporación, que publica Pre-Textos (y con el que la prestigiosa editorial valenciana celebra su cuadragésimo aniversario), que es, según su autor, la versión íntegra final de la secuencia que recorre Caída (Pre-Textos, 2002), El río de agua (Pre-Textos, 2005), Canción en blanco (Visor, 2012) y Ser sin sitio (Fundación José Manuel Lara, Vandalia, 2014). Con el penúltimo ganó el acreditado premio Loewe. Antes había publicado La noche junto al álbum, con el que consiguió el Premio Hiperión (Hiperión, 1989), e Intemperie (Pre-Textos, 1995). Por lo demás, su obra está antologada en florilegios como La nueva poesía, La lógica de Orfeo, 10 menos 30 y Poesía española. Es significativa –por preocupante– su ausencia de la última antología, dizque canónica, Hacia la democracia. La nueva poesía (1968-2000), de Araceli Iravedra, publicada por Visor, actualización de la que recopilara Miguel García-Posada hace años para la editorial Crítica (con el aval de Francisco Rico también) y en la que sí estaba nuestro poeta.
Volviendo a lo que importa, aunque no suele ser habitual, el poema extenso tiene antecedentes más que significativos en nuestra lengua. Sólo en la modernidad, de Juan Ramón Jiménez y Espacio hasta Muerte sin fin, de José Gorostiza; de Octavio Paz y Piedra de sol hasta Carta de junio, de Jacobo Cortines. Y hay más ejemplos. De los foráneos, veo pertinente la referencia a Four Quartets, de Eliot, con el que este poema meditativo tiene que ver. En catalán, me gustaría recordar un libro reciente: Han vingut uns amics, de Antoni Marí, que no deja de ser un solo poema. Con todo, lo que quisiera resaltar es que si no se ha practicado más es seguramente por la complejidad que conlleva, algo que no ha arredrado al malagueño. Precisamente el recién citado Paz aludió en uno de sus ensayos a la importancia que en este tipo de poemas tiene la «composición», que si no el único, es uno de los escollos fundamentales a los que debe enfrentarse quien aborde este formato. De su generación, sea la que sea, es uno de los pocos que lo ha intentado (podría citar también a Juan Carlos Marset). Intentado y logrado, cabe añadir.
Puestos a matizar, estamos ante la «versión íntegra de una secuencia». No ante una «recopilación, sino de su secuencia en progreso a lo largo de quince años y así prevista desde su primera pieza». Pieza, sí, y no parte. Ante un ciclo, en suma. Ante un «poema grande de amor contemporáneo». Por la cantidad, claro (más de mil quinientos versos), y por la pretensión y alcance de la apuesta, donde ya no hay títulos, sino cuatro números (1, 2, 3 y 4) que diferencian las cuatro piezas que lo componen.
En una ocasión, conversando con Kike Díaz, Álvaro García, que, como ya hemos dicho, ha demostrado sus dotes teóricas en lo referente al análisis poético, comentó: «Me gusta leer y escribir poemas largos llenos de contrastes con un fondo que los imante, entre ráfagas de conciencia y cosas concretas y pequeñas que van entrando en un orden en el que tengo una sensación de conciencia y consistencia, de duración y de estar haciendo algo humilde y fuerte, paso a paso, como un buen artesano».
De lo primero que el lector se da cuenta es de la importancia que en esta tarea artesanal tiene aquí el lenguaje, más base que la propia realidad, si se me admite la variación a lo Stevens. Predomina el uso de endecasílabos y otras combinaciones métricas, pero no falta el verso libre, siquiera a rachas. Tal vez porque lo importante para él sea el ritmo encabalgado, la sonoridad, y no tanto la medida, tanto da que a la clásica o a la moderna usanza. Una música que juega un papel muy importante para sostener el tono general del poema sin que la sucesión de versos se convierta en una retahíla cansina, larga y monótona. Teniendo en cuenta que la intensidad prima, qué difícil se nos antoja conducir las palabras a buen puerto y hacerlo con éxito a través de tan sinuosa, difícil singladura. Cuesta más, qué duda cabe, mantener la concentración en esta distancia poética, digamos. Como eludir la indeseable complicación.
Acerca del poema, en fin, cabe hablar de la dicotomía memoria y olvido, de la minuciosidad de su labor, de la tensión, que se sostiene en la mirada… El propio autor explicó en una esclarecedora entrevista publicada en el número 796 de esta revista que una de las claves de su obra poética está en «mirar más de lo necesario», «más de la cuenta», algo que se comprende bien al leer este ciclo, algo que a él le viene desde la infancia.
También ha usado el término «acuñación» para aclarar que en sus versos, como en los de la poesía inglesa en general (que tan bien conoce y traduce), «hay siempre ese carácter ceñido, esa acuñación con nitidez de cara y cruz y canto en todos los sentidos de la palabra canto». Y concluye: «todo menos diluir las cosas en palabras más diluidas todavía en un magma cuyo centro sólo quien las escribe sabe dónde está, dónde está el eje, el centro». Y más adelante: «El imaginario viene ante todo, y digo viene, no que se quede ahí, de las imágenes mismas de la realidad, distorsionada por ese mirar más de lo necesario y que convierte lo real en mágico, o en raro, lo propio en extraño, esa transfiguración obsesiva de la que hemos empezado hablando, ese mirar demasiado y que en efecto convierte también lo oficialmente extraño en parte de la acuñación, o aleación si se quiere».
En el poema leemos: «¿Y qué hacen los demás, matar dragones?, / dijo el bibliotecario», en clara alusión a las palabras pronunciadas por Philip Larkin (bibliotecario en Hull) cuando sus detractores calificaron su mundo de «limitado, tópico o vulgar», como recuerda Damià Alou en la ejemplar introducción a la antología del poeta inglés que ha publicado Cátedra. En todo caso, García propugna lo siguiente: «No hablar del ser, sino parecerse al ser en su mecanismo extraño. Producirse como él se produce». Eso sí: «¿Cómo no van a estar en el presente perpetuo del poema el daño y la revelación de quien lo escribe desde un ser y en un mundo?».
Confiesa, por fin, que «Si pienso en el argumento de El ciclo de la evaporación, el argumento de la obra es casi el de la vida: el amor es tan fuerte que es lo más frágil de todo y es lo primero que se rompe, no sólo como las Torres Gemelas o la paz o la economía mundiales, sino para colmo a la vez que ellas. Y el amor vuelve y ensancha el mundo, incluso geográficamente…».
En otra parte (una entrevista con Regina Sotorrío en el diario Sur) ha dicho: «Con este libro me he sumergido en una especie de sonambulismo de la conciencia en el que las cosas que ocurren en la vida, en la historia, en la tragedia, en el mundo, en el amor y en el dolor personal están flotando de un modo que han reorganizado mi conciencia y me han hecho mejor persona». Allí explica: «A mi edad ya hay mucha vida evaporada, pero a la vez me agarro a la palabra ciclo, porque la naturaleza hace algo increíble, una propuesta de duración, de que las cosas vuelven. El agua se evapora, como la vida nuestra se evapora, pero luego se convierte en una sublimación. De ahí esas dos palabras: una porque la vida está ya en parte evaporada, y ciclo a modo de halago, de una ilusión muy de agradecer».
Si no metafísica, para evitar el uso de un término confuso, sí se puede afirmar que estamos ante una poesía del pensamiento, en la mejor tradición meditativa (muy británica, por tanto). Una poesía donde se mezclan, con pulso, la abstracción y el realismo.
He ido anotando numerosos versos que dan fe de lo que venimos diciendo. Desde ese rotundo «hay que estar» a otros tan significativos en torno al tiempo como «El tiempo confía en sucederse», «Respiro tiempo», «Hacer del tiempo un sitio abriendo el tiempo». O a la vida: «¿Quién encuentra la vida que gastamos?», «¿cuántas vidas contiene nuestra vida?», «Todo lo que has vivido permanece», «Vivir es intentar ponerle nombre / a las cosas que marchan a su aire». O a la mirada: «La reinvención constante de las cosas / por el sencillo hecho de mirarlas / hace mágico lo real, real lo mágico», «Todo el tiempo es mirar». O al misterio: «Quieras que no, se cuela lo invisible», «No hay claridad que no guarde un secreto». O la memoria (y el olvido): «Deletreo un olvido memorioso», «Todo lo que se apaga en el olvido / reaparece de un modo sigiloso», «como fija el olvido la memoria». Porque «Todo lo que no ocurra en un poema / o en la conversación de dos que se aman / será hacer torpe el giro de las cosas».
Reflexión e inspiración se dan la mano para lograr un libro mayor de nuestras letras que, paradójicamente, apenas tiene cincuenta páginas. Un poema, se podría decir, de sol a sol. Con él, Álvaro García ha conseguido el propósito de «detener el destino con palabras». No es poco.