Martín Casariego
Como los pájaros aman el aire
Siruela, Madrid, 2016
181 páginas, 15.90 € (ebook 9.99 €)
Como los pájaros aman el aire confirma el gran momento que vive la obra de Martín Casariego, narrador que ha visto recientemente traducida al búlgaro su novela La jauría y la niebla y que acumula en su trayectoria premios importantes, como el Café Gijón, el Ateneo de Sevilla, el Logroño y el Tigre Juan.
Bien sabemos que una novela es el despliegue sostenido de una tensión. Fuerzas contrarias que se reúnen en un personaje, un lugar o un tiempo y que combaten durante páginas y páginas sin desvelar si alguna podrá imponerse sobre la otra. De allí la atracción inicial de esta nueva novela de Casariego que propone un terso y poético título, a partir del cual uno espera el despliegue de una historia de amor, pero que, inesperadamente, se expande en sus inicios como una atmósfera de duelo y muerte. El fallecimiento del padre del protagonista impregna las acciones iniciales de esta deliciosa pieza narrativa. Pero también irrumpen dentro de ellas el divorcio y la traición sufrida por este mismo personaje, con lo que frente a él se despliega un cuadro de separaciones y renuncias.
Como los pájaros aman el aire no comienza con un mundo signado por una normalidad en la que va a irrumpir un quiebre, sino que exhibe desde su inicio la voz de un personaje hundido, arrasado. Un fotógrafo que se aleja de las que fueron sus referencias cotidianas en la ciudad para explorar ahora la placidez vencida un nuevo barrio, de un nuevo lugar donde rumiar su destrucción. De allí que escoja una parte de Madrid donde convive con la extrañeza de idiomas desconocidos, de restaurantes con aromas enigmáticos, de rostros atravesados por la curiosidad y el miedo. Un mundo onettiano, donde el espacio externo reitera la fragilidad del personaje. Se desarrolla, así, uno de los segmentos más brillantes y conmovedores de la novela: el gesto repetido del fotógrafo de realizar retratos de personas encontradas por azar o de personas próximas a su cotidianeidad, a quienes les coloca las gafas de su padre.
«Narrar es hacer que los muertos miren a través de nuestros ojos», dice el escritor Gustavo Martín Garzo, y ésa es una frase que bien podría acompañar estos momentos de la lectura de Casariego. Un hijo que perpetúa la presencia del padre a través de esa serie fotográfica, al tiempo que narra sus pasos en la soledad y el desamparo. Se trata, entonces, de un acto que escenifica la orfandad, pero que, a un mismo tiempo, la combate con la reiteración de un objeto que va mudando de rostro. Cada foto es un momento de supervivencia del padre, una expansión de su presencia y su mirada en el mundo. Presencia que muta, que se transfigura en la singularidad de cada persona que se coloca esas gafas. El personaje fotografía la ausencia a la vez que la excluye. Logra configurar presencias de lo perdido, en una conjunción espléndida en la que el padre está y no está, en la que es y en la que ya ha dejado de ser. Una especie de fusión poética donde los contrarios se alimentan y conviven en una realidad en la que ambos son posibles simultáneamente; un instante en el que, si usamos las palabras de Octavio Paz, presenciamos el «sitio de encuentro de muchas fuerzas contrarias».
La imagen de estas fotos, en su ambigüedad, construye una realidad que, como explica Gilbert Durand al hablar de lo imaginario, no contiene una proposición formal que pueda reducirse a una explicación verdadera o falsa. Contiene el temblor de ambas respuestas. Es muerte y vida, es vida que muere y muerte que vive. Por otro lado, las fotografías también funcionan como un puente entre estos dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. Como dice el narrador: «Buscaba a mi padre. Estaba haciendo el retrato de Gafas, un puzle de Gafas con las fotografías de otras personas». Un tema mítico aparece ante nosotros, el hijo que inicia la búsqueda de la figura paterna y que para ello es capaz de habilitar un espacio sagrado en lo cotidiano, creando momentos de desamparo donde conviven las imágenes de lo presente y lo inmediato con las de la pérdida y de lo invisible.
Pero no olvidemos que se trata de una serie en la que una y otra vez se repite la presencia de un objeto personal del padre del protagonista, y Roland Barthes afirmaba: «Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez; la fotografía repite lo que nunca más podrá repetirse existencialmente». Por eso es tan destacable la insistencia del protagonista de Como los pájaros aman el aire: intentar que la repetición se exprese donde, en realidad, lo que ocurre es la unidad de un instante aislado que no volverá a suceder.
Ese proyecto sirve, además, como una suerte de calendario vital y subjetivo del personaje. Se inicia una semana después de la muerte de su padre. Llega a las cuarenta y un fotografías cuando ocurre un doloroso pero reparador encuentro con su exesposa y se acerca a las setenta en el momento en que conoce a Irina, la mujer con la que de nuevo experimentará los vértigos y las sinuosidades del amor.
El protagonista de esta novela vive el tiempo y sus transformaciones a partir de lo que construye con su modesto ojo fotográfico, ya que, como él mismo aclara, no es una persona dotada de talento. La humildad de su gesto es la expresión pura de su necesidad creadora; no hay ninguna recompensa externa al gesto mismo. Lo que quizá se trate de un acto de desprendida benevolencia hacia su memoria. Porque un elemento significativo de esta novela (un matiz que recuerda a William Saroyan) es el atisbo de una bondad esencial que edifica el mundo. Una bondad borrada, oculta, que sólo una mirada atenta puede percibir y deletrear. La bondad como una fuerza que mantiene atado el mundo, que lo interroga, lo recompone y lo ayuda a sobrevivir al desgaste.
Eso explica el tono susurrante del libro. No hay estridencia, no hay épica, no hay rotundidad. La voz que narra se mueve con sigilo y eso es lo que le permite deslizarse entre situaciones turbias y reconocer el amor en una mujer que parece llevar tatuada la palabra «peligro» en su frente. Una modelo extranjera, enigmática, con una vida llena de elipsis, que busca relaciones convenientes y protectoras, un poco al estilo de aquel personaje entrañable de Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s, la película basada muy libremente en el relato de Truman Capote. Esta mujer completa de algún modo la tentativa central del personaje protagonista de Como los pájaros aman el aire. Así lo refiere con nitidez cuando dice: «De ese puzle inacabable que es toda persona, ya tenía algunas piezas. Eso era mi vida ahora: hacer un puzle de una mujer viva, hacer un puzle de un hombre muerto». Como advertíamos, todo este camino se rige por un proceso reconstructivo realizado desde un estilo y un desarrollo anecdótico sostenido en la sutileza. Incluso los pasajes en los que la novela podría desembocar en un relato criminal, con la aparición de mafias, deudas impagadas, contrabandos, armas de fuego, la narración se mueve con sigilo y esquiva las posibilidades de este tipo de ficciones. Del mismo modo, tampoco se desvía en otro de sus caminos posibles: la febrilidad folletinesca de libros como El amor en los tiempos del cólera. Aquí, el tono sosegado es una permanencia, una melancolía perenne signada por sucesos que son sólo la promesa de actos incumplidos, a medias, pero con un avance continuo hacia la búsqueda de un conocimiento sobre el mundo y sus pasiones más recónditas. Un universo que se despliega con la delicadeza de tonalidades diluidas en agua, tal y como esa serie de acuarelas que en algún momento de la historia aparecen como signo material de la relación entre el protagonista y la modelo extranjera. Equivalencia entre el estilo de la novela y estos objetos que adquieren la permanencia de una señal amorosa que vertebra esta espléndida narración de Martín Casariego.
Es imposible cerrar estas notas sin referirnos a la espera, el elemento que parece configurarse como camino que resuelve las dicotomías de esta pieza narrativa, sostenida entre los parpadeos de la vida y la muerte; entre el desamor y el amor, entre la destrucción y el renacimiento. Porque la espera, en su lentitud, en su paciencia, en su abandono aparente, en su ensimismamiento, va edificando los vasos comunicantes que culminan esta historia. Como afirmaba André Breton: «Independientemente de lo que se logre o deje de lograrse, lo magnífico es la espera misma». La espera puede significar una derrota o una renuncia, pero contiene en sí misma la sabiduría de quien acumula y acumula capas de sentido: fotos, días de añoranza, mudanzas, actos cotidianos, hasta que la iluminación ocurre como un tesoro descubierto y presentido.
Por la espera, el ser humano conecta con la esperanza y con el miedo; por ella, se vincula al deseo y la imaginación. Quien aguarda sueña, medita y vive.
Al principio de estas notas dijimos que una novela es el despliegue sostenido de una tensión. Necesario es subrayar que también es un ejercicio de espera, por la ansiedad que se produce entre la primera y la última página. Y el caso de este libro de Martín Casariego es una espera con una luminosa recompensa.