Vicente Luis Mora
Circular 22
Galaxia Gutenberg
636 páginas
POR MANUEL ALBERCA

La aparición de Circular 22, de Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970), su última ¿novela? –dejémoslo de momento en libro—, culmina por ahora un proyecto literario que le acompaña desde 1998, aunque, como ha reconocido él mismo, la idea le habría surgido años antes, cuando viajó a Madrid para concursar en unas oposiciones a la judicatura. Se trata, por tanto, de un proyecto doblemente ambicioso en la medida que constituye también un proyecto de vida, deudor de una mirada curiosa, que contempla el mundo desde su personal observatorio ético y estético. En fin, un work in progress, que podría tener continuidad, haciendo suya la prédica de Piglia: “El proyecto de una novela que no tiene fin, que dura lo que dura la vida del que escribe”.

Las dos entregas anteriores de Circular, de 2003 y 2007, coincidieron con la génesis de la “Generación Nocilla”, denominación tomada prestada al título de la novela Nocilla Dream (2006), de Agustín Fernández Mallo. Los “nocillas” formaron un grupo de escritores en torno a la treintena de años, entre ellos Mora, que captaron la atención mediática con aquel chusco membrete. Tengo la impresión, y espero no equivocarme mucho, que de aquella agrupación queda ya poco y ni sus más destacados y exitosos miembros parecen ya acordarse. Tal vez murió a causa de lo mismo que trataban de impugnar: la sobresaturación de información, imágenes y símbolos que define la llamada cultura “afterpop” (Eloy Fernández Porta dixit). En mi opinión, Vicente Luis Mora ha sabido mejorar en estos años sin renunciar a sus principios innovadores; firme ante las críticas, pero receptivo a las sugerencias. Una prueba la encontramos en Circular 22, el libro que nos ocupa, cuando se hace eco de las observaciones de Martínez Sarrión, Elvira Navarro o Francisco Solano.

Esta es, por tanto, la tercera entrega del proyecto, que recoge, modifica y amplía las dos anteriores. Una de las novedades que trae esta tercera entrega, aparte de la mayor extensión, es la de haber ampliado su foco: de la ciudad de Madrid a la ciudad global como imagen más acabada del mundo. El proyecto original se limitaba a la capital de España, porque « Madrid es como un plano a escala de todo…Es el compendio de todo, el resumen de lo que el hombre ha llegado a crear para lo bueno y lo malo ». Pero ahora el objeto de observación se ha extendido, en sintonía con la experiencia del autor, a aquellas ciudades que han marcado su andadura vital: Los Ángeles, Nueva York, Marrakech, Estocolmo, Málaga…

Tiene la gran ciudad un largo y variado protagonismo novelesco en la literatura moderna, por citar solo algunas: París, Nueva York, Londres, Dublín, Berlín, unidas a los nombres de Balzac, Dickens, Joyce, Benjamin, Dos Passos, Cortázar… Por no hablar de Madrid, que desde el siglo XIX desempeña en la literatura española un papel protagónico: Galdós, Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Cela, Martín-Santos… Como era de esperar, la ciudad que atrae a Mora es otra ciudad y la manera de escribirla es radicalmente distinta a los ejemplos citados. La cuestión radicaba en encontrar la manera de dar cuenta literariamente con eficacia de una ciudad que ya poco tiene que ver con la de sus precedentes históricos. A la ciudad globalizada y entrópica no se la puede mostrar ya con el orden y la lógica del realismo, del subjetivismo o del lirismo. Vicente Luis Mora acepta la falta de orden de la gran ciudad actual y hace suyo el desorden caótico que la rige, y la narra según modelos reticulares y orgánicos nuevos. Traslada a la escritura la incertidumbre del sistema urbano actual, pulverizado y en continua transformación, con discursos diversos y modos narrativos plurales y cambiantes. Aunque el título encierra en sí mismo una triple categoría gramatical como sustantivo, adjetivo y verbo, es esta última la que mejor corresponde al sentido móvil y dinámico de la ciudad aquí representada, y también de la propia concepción literaria de la escritura del autor como circulación incesante y nómada de formas y argumentos.

De la lectura de los tres prólogos, que preceden a Circular 22, a saber el de la hispanista y “editora polaca” (sospechosamente apócrifa), que además se atreve a añadir un puntilloso “epílogo crítico”, excesivo por académico; el de Javier Fernández, editor de entregas anteriores, y el de los “autores” del libro, se puede extraer que este experimento se ha convertido en una suerte de amigo y confidente literario para el autor, que sin embargo, como se puede leer en uno de los impostados informes editoriales que incluye: “… plantea problemas de clasificación, por no decir de interpretación”. Porque este libro, como he dicho, más que una obra cerrada o acabada, constituye un ejemplo de escritura abierta a la pluralidad formal, que caracteriza a los libros inclasificables o que se resisten a ser clasificados. Tampoco es fácil extraer de él una interpretación concluyente, sino un campo de sentidos dispersos y diseminados en oposición constante. En resumen, es un libro que con su apariencia caótica consigue desentrañar y mostrar el caos de nuestro mundo actual con una certera imagen calidoscópica.

Como se deduce del prólogo de los “autores”, durante estas dos largas décadas (aparte dejo el resto de su inmensa obra), el proyecto “Circular”, presente siempre en las cavilaciones creativas de los yos autoriales de Vicente Luis Mora, le ha obligado a vivir permanentemente con el radar puesto, atento a las percepciones de lo real y a sus cambios. De este modo, el libro se puede entender también como una crónica y síntesis biográfica de su mutante inquietud literaria, caracterizada por un riguroso e incansable impulso experimental, en la vanguardia de los que no se dejan adocenar por lo ya visto y escrito, por lo repetido cansinamente.

El libro se conforma como un compendio y una encrucijada de caminos por el que transitan las diferentes ramas de las preocupaciones literarias del autor: innovación, investigación, teoría, creatividad, hoax, internet, nuevas tecnologías… Pero no quiero confundir al lector: esta es una obra fundamentalmente narrativa y, aunque tal vez sea innecesario clasificarla, es sobre todo una novela de novelas o una narración hecha de narraciones, en fin, un hervidero de historias, una colmena de vidas y personajes a la busca de autor, un laboratorio literario donde observar el mundo y una visión imaginaria y real de una ciudad de ciudades: Madrid, una ciudad en marcha, que “se lee con los pies o con las ruedas, cada fachada una página”. En definitiva, una obra non stop, porque, como Madrid, recomienza ilimitadamente, se niega y se contradice a sí misma para seguir creciendo.

Y es también, no cabe duda, semillero y despensa de ideas, tramas, vidas, hombres y mujeres que alimentan la obra de Mora. Incluida la autoficción, una de sus bestias negras – “peste o enfermedad de nuestra literatura”—, cuando no estaba “…todavía manida en la España de 1998…”. Aunque el autor subraye haber “desactivado la autoficción de la trama” con respecto a las ediciones anteriores, con la intención de destruir el sujeto autorial, lo cierto es que todavía quedan ejemplos de lo contrario, tal vez inevitablemente… Véase por ejemplo, la variante grotesco-fabuladora de autoficción que desarrolla en “Fuenlabrada. Comisaría. Atestado policial”. O de manera más destacada, la cuarta y última parte del libro, “Derb”, una de las incorporaciones de la presente edición, que, en opinión del que suscribe, constituye otra autoficción en forma de trampantojo diarístico. El autor reconoce que nunca había llevado diario antes de manera habitual y aquí lo hizo durante los treinta primeros días del periodo que vivió en Marrakech. El diario tiene mucho de experimento de escritura en tiempo real y de narración simultánea, es decir, aspira a registrar lo que pasa o mejor lo que está pasando mientras se escribe. Pero lo que a mi juicio constituye lo más característicamente autoficcional del experimento es la construcción de un personaje de sí mismo, un personaje que es Mora y no es Mora, uno de sus yos expandido y recreado, pero que, sin embargo, le representa y le compromete no solo textualmente. El diario entremezcla, en dosis variables e imprevistas, lo real y lo irreal, el yo y el no-yo, en fin, una instancia autorial que va del control de sí mismo al abandono, que es una de las más características variantes autoficcionales: la imaginaria. Es curioso, no obstante, que el autor rechace la posible adscripción a la autoficción de este diario, cuando el modo de practicarlo y de definirlo lo acerca al modelo autoficticio: “Un tanteo literario, una exploración a medio camino entre la realidad y lo fictivo que no se ahoga en las manidas aguas de la autoficción” –apostilla Mora.

Circular 22 se sostiene en una composición fragmentaria, con celdillas y teselas en equilibrio inestable y aparente desorden, que podría dar la falsa impresión de yuxtaposición arbitraria. Pero no, es el suyo un caos ordenado entorno a la figura del círculo, cuyo centro está vacío (v. pp. 314-315). Justo en la mitad del libro se abre un vacío generador, por el que pasan un sinfín de líneas, soporte de ideas, imágenes y símbolos, que forman todo un mundo. Un mundo, no. Una galaxia. La Galaxia V. L. M.