Gabriela Wiener
Huaco retrato
Literatura Random House
176 páginas
POR MERCEDES MONMANY

En las últimas décadas de lo que se podría llamar una «liberación» cada vez más descarnada de ciertas etapas históricas, y de una memoria incómoda, muchas veces insoportable, hemos estado acostumbrados a leer testimonios de hijos, nietos o cualquier lazo de parentesco con monstruos de su misma sangre, nazis en particular. Descendientes que, horrorizados, abjuran, reniegan de sus más o menos cercanos o remotos orígenes.

Lo que no estamos tan acostumbrados, y de ahí lo en cierto modo insólito de la espléndida novela escrita por Gabriela Wiener (Lima, 1975), Huaco retrato, es en presenciar una mirada retrospectiva, familiar, crítica, implacable, sobre los crímenes, expolios y latrocinios «legitimados» época tras época de un pasado colonial y racista.

Escritora siempre espléndida, libro tras libro, Gabriela Wiener elegiría para su brillantísima novela de género mixto Huaco retrato, la figura de su tatarabuelo Charles Wiener. Un explorador judío-austriaco que en 1878 estaba decidido a convertirse en un nuevo y triunfal «descubridor» en plena Exposición Universal de París. Un epicentro vergonzoso en aquellos momentos del racismo imperial europeo. Charles Wiener deseaba fervientemente ser aclamado entre la comunidad académica formada por expertos que juzgaban los nuevos descubrimientos y aportaciones en el campo de lejanas culturas, de nacimientos de ríos africanos y zonas geográficas aún ignoradas y listas para ser ávida y vanidosamente catalogadas. En esos momentos de excitación y máximo interés mundial, Wiener llegaría a Perú buscando el centro de la civilización inca. Estuvo cerca de descubrir Machu Picchu. No lo logró pero escribió un libro sobre el Perú y tuvo tiempo de llevarse a Francia, el país que lo había financiado, cuatro mil huacos. Es decir, figuras que representaban los rostros de la población, lo que equivalía a una especie de documentos de identidad de la época. También se trajo consigo a un niño.

Ser un explorador de fama era la profesión de moda en aquel tiempo, en las últimas décadas del XIX, como hoy alzarse con el Premio Nobel en cualquiera de sus categorías. Muchos sufrieron de ese virus o ansias de descubrir como fuera, directamente surgido del supremacismo de los Imperios y de las múltiples posesiones coloniales que se repartían por todo el mundo. Así pasó con el marido de Anna Ajmátova, el gran poeta acmeísta Gumiliov (más tarde fusilado), alguien que no necesitaba de ese tipo de fama, y que sin embargo emprendía incesantes viajes de exploración a Africa, trayendo siempre con él las más preciadas piezas.

La narradora de Huaco retrato, descendiente del «judío migrante, deseoso de asimilarse, de escapar de su estigma», que era aquel Charles Wiener, mezcla de charlatán y científico presuntuoso («los académicos no lo tomaban en serio como arqueólogo, aunque admitían sus dotes de raconteur»), metida a investigadora casi policiaca, desarticulará maravillosamente a lo largo de su relato a este personaje fake, con la faz de predicador y evangelizador del «progreso civilizatorio» blanco y europeo de aquellos días. ¿Por qué llevarse también a un niño? Las especies «indígenas», como sucederá en las atroces exposiciones universales (unos capítulos que igualmente incluiría en su libro Los errantes la Premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk) significaban una gran atracción de carácter sórdidamente circense, panfletariamente racista, como sucedería también con los escritos del austriaco Wiener, aunque disfrazado siempre, todo ello, de «interés antropológico», con delirantes descripciones y todos los prejuicios imaginables divulgados a través de National Geographic.

Ciento cincuenta años después, la protagonista de esta novela recorre los pasillos de la colección Wiener en París, con vitrinas atestadas de huacos, «como parte de una exhibición que cuenta la historia triunfal de una civilización sobre otras», especulando mentalmente «con la idea de robo, de repatriación». De repente, en una vitrina espectralmente vacía, se imagina a sí misma, en un vértigo de identidades y fantasmas robados, expoliados, humillados, sometidos: «Mi sombra atrapada en el cristal, embalsamada y expuesta, reemplaza a la momia, borra la frontera entre la realidad y el montaje, la restaura y propone una nueva escena para la interpretación de la muerte: mi sombra lavada y perfumada, vaciada de órganos, sin antigüedad, como una piñata translúcida».

¿Cuál fue el eslabón necesario? Algunas de las páginas más emocionantes del libro de Gabriela Wiener, además de las bellísimas dedicadas a la muerte de su padre, tienen que ver con el obcecado intento de recuperación de esos «vacíos» espectrales, abandonados en los márgenes más humildes e ignorados de cualquier historia humana y «oficial». En este caso, será una mujer, María Rodríguez, con la que se iniciaría la estirpe de los Wiener de Perú. En ella, en esa sombra fugaz, centra Gabriela Wiener su esfuerzo por «huaquear» aquella identidad perdida: «Huaquear es abrir, penetrar, extraer, robar, fugarse, olvidar». Como tantas mujeres de la historia que ni siquiera jamás aspirarán a tener un mínimo pie de página en cualquier rememoración, María «tenía todas las papeletas para ser olvidada (…) Él nos dejó un libro, ella la posibilidad de la imaginación».

Maestra moderna e indiscutible, despiadada, corrosiva, de la autobiografía, afrontada y multiinjertada en sus más diversas formas y escenarios, Wiener se desliza a un mismo tiempo, de forma fluida, muy ágil, y sumamente adictiva para el lector que sigue los acontecimientos de algún modo conectados, a lo largo de varias pistas de patinaje narrativo. Intercala de modo natural unas acciones con otras, pasando de páginas más ensayísticas o históricas a otras cotidianas y de momentos inmediatamente actuales, sagaz y sutilmente deconstruidos. Escritora increíblemente dotada para manejar un humor negro, impertinente, vitriólico junto a fulminantes apreciaciones, de enorme precisión y lucidez, Gabriela Wiener tiene un enorme talento para trasladarse desde pasados remotos e interpelados, a un presente construido dolorosamente con recuerdos familiares, con sufrimientos enquistados, con secretos largamente ocultados, difíciles de encajar y asumir, al provenir muchas veces de un amor que supera todo: el amor hacia un padre admirado, el conocido periodista y analista político peruano Raúl Wiener.

Desde ese escenario familiar recompuesto, y a su modo convencional, con los tabúes y prejuicios herederos de su tiempo, la narradora nos transporta a la construcción actual de una familia particular, distinta a aquella en la que creció, con sus momentos de nostalgia y también traumas y silencios que se arrastran de por vida. Coincidiendo con su emigración a España, la protagonista elige construir un núcleo familiar y una fórmula afectiva totalmente distinta: el poliamor, el amor a tres. Un amor que, como todos, si no aporta la paz en todo momento, sí aporta la coherencia, el ser el mejor, más reconocible y sincero retrato de sí misma y de su forma de vivir el deseo y el sexo en la vida diaria.

Familias no tradicionales que tienen que justificarse y explicarse sin cesar de puertas para fuera, pero cuyo desgaste nunca proviene de ese ojo vigilante, social, extraño que se interfiere, sino de la propia y espontánea tensión, de las mutaciones que conlleva a veces intentar vivirlas en distintos lugares y escenarios, como cualquier historia de pasiones compartidas, difícilmente ensambladas, atrapadas en un voraz torbellino: «Me veo intentando cuajar -dirá la narradora- mis tres turnos, de esposa, madre y amante a todas horas y en dos países distintos». Un mundo complejo, de máscaras erradicadas ferozmente, en el que, a cada paso, surgen también las paradojas, las culpabilidades que se han querido fulminar desde un principio en una «contradictoria vida, de infidelidad anacrónica y celos ingestionables»: «Mientras más predico la sinceridad amorosa con los otros dos, más les miento, más quiero escaparme (…) Jugamos a la fidelidad dentro de la infelicidad, como mi papá con su amante (…) Otra vez descubro cómo me enganchan del amor sus formas reconocibles, tóxicas».

En esa lucha sin cuartel, inflexible y siempre reencarnada contra los propios demonios que Gabriela Wiener no deja de enfrentar en sus libros, ya sea en Nueve lunas o en Llamada perdida, enseguida pasamos a conocer de mano de la narradora de la historia la resistencia insistente, tenaz, de la raza en no dejarse asimilar, catalogar de un plumazo o someter a una cadena de miedos, en el que reina sobre todo «el miedo al abandono»: «Un miedo que oscila entre el miedo a que mi novia blanca de naturaleza no monógama me olvide y el horror a que mi marido latino y atractivo me deje por otra». Escaladas violentas, vertiginosas de miedos que se originan siempre «en el trauma», como dirá la protagonista. Relaciones que sin cesar enfrentan a todos los que navegan entre varios continentes y varias razas ensambladas a sus propios «huacos retratos» más profundos e inconfesables: a intentar, de una vez por todas, «desaprender esta fascinación por el colono», «descolonizar el deseo». Una novela magnífica la de Gabriela Wiener en la que, simbólicamente, el legado más excepcional dejado tras de sí por su estirpe, será el respeto. Respeto profundo al otro, a su modo de pensar, a su modo de amar y a su modo de ocupar espacios y tiempos: «Las dos mujeres de mi padre se encontraron en la habitación del hospital donde iba a morirse. La amante que quería ser la esposa y la esposa que quería ser la amante. Respetaron sus espacios y sus tiempos en la despedida como habían hecho toda la vida. Velaron con dignidad su cajón. No fingieron. Remontaron la tragedia».