Cristina Piña y Patricia Venti
Alejandra Pizarnik:
biografía de un mito

Lumen
432 páginas
POR JOSÉ ANTONIO LLERA

El biógrafo y lector de biografías tal vez deban encomendarse antes de empezar la lectura de este libro al aviso que Pascal Quignard lanza en el título de uno de sus últimos ensayos: La vida no es una biografía (2018). Es decir, como sucede con la pulsión y el sueño, la vida está más allá del relato, no se atiene a los principios de continuidad y coherencia, no responde a un objetivo o finalidad: «La vida está dispersa, continuamente pulsiva, impulsiva, propulsiva, atrevida, curiosa, creativa, inestable, automotriz, potencial, inacabable, inminente. […] El texto biográfico trabaja a partir de la rigidez cadavérica y muda del cuerpo, de la facticidad de la muerte constatada socialmente, en el después de los actos y de los diferentes periodos modelizados del tiempo del dolor, en la fragmentación del lenguaje que toma la revancha del terrible silencio».

Cristina Piña, que firma junto a Patricia Venti esta excelente biografía sobre Alejandra Pizarnik, ya había realizado una primera tentativa biográfica en 1991. El principal inconveniente de aquella aproximación era sin duda la escasez de documentación manejada y las consiguientes lagunas, aspecto que se corrige ahora: no solo se consideran los diarios y epistolarios de la poeta argentina, sino también el archivo personal depositado en la Universidad de Princeton, así como un mayor volumen de testimonios familiares. Bien es cierto que en 1998 apareció en la colección «Vidas Literarias» de la editorial catalana Omega un libro de César Aira que parecía seguir el molde biográfico, pero en realidad pergeñaba una ácida caricatura de la amiga, un fragmento memorialístico en el que ajustaba cuentas con el pasado, como si quisiera invertir adrede el tono laudatorio y fascinado que atraviesa a veces el género.

Una conclusión esencial vertebra a modo de leit-motiv la narración de Piña y Venti: Alejandra Pizarnik siguió hasta el final el libreto romántico-simbolista que la impulsaba a unir la literatura y la vida, poniendo especial énfasis en los modelos heredados de los maudits, lo que implicaba comulgar con una ética y una estética radicales (la ruptura sistemática de las convenciones burguesas, la locura y el suicidio, un credo donde se cruzaban los fantasmas reverenciados de Nerval y Artaud). En la literatura estaba escrito su destino, el que ella eligió para sí. Alejandra era hija de inmigrantes judíos que huían de una Europa devastada por los totalitarismos, una condición que influiría decisivamente en su obra. Su padre, Elías, era comerciante de joyas. Si atendemos a sus diarios las relaciones familiares estuvieron marcadas por la ambivalencia (amor y odio, rencor y culpa, dependencia y rechazo).

La adolescente acomplejada con su cuerpo encontró en la figura del profesor Juan Jacobo Barjalía, que dictaba Literatura Moderna en la Escuela de Periodismo, una guía providencial para adentrarse en la literatura francesa, donde los surrealistas ocupaban un lugar preeminente. Aconsejada por Barjalía, publicará su primer poemario —La tierra más ajena (1955), costeado por su padre— bajo el nombre compuesto de Flora Alejandra, pronto tachado para alumbrar una voz propia, un nombre propio. 

A esta primera etapa de formación, en la que también destacan la amistad con Porchia y Juarroz, le sigue su estancia en París a partir de 1960. Era una ciudad en la que del surrealismo solo quedaba un recuerdo muy vago, si bien resistía uno de sus más heterodoxos supervivientes, Georges Bataille, cuya visión de lo erótico y lo tanático dejarían una huella profunda en Pizarnik. Conviene recordar que estamos ante una autora próxima al surrealismo en la poética, pero no en la retórica, ya que sus preocupaciones formales divergen del automatismo psíquico: los valores fonoestilísticos y visuales son para ella piedras angulares del diseño compositivo. De esta etapa parisina en la que conoce a Octavio Paz y soporta penurias económicas y desengaños amorosos, sobresale sin duda la escritura de Árbol de Diana (Buenos Aires, Sur, 1962), uno de sus poemarios mayores. La insuficiencia en la palabra para representar fielmente la experiencia vira aquí hacia «una confianza auroral» en el lenguaje para sondear la subjetividad. 

El relato de Piña y Venti tiene el mérito de ahondar de manera muy lúcida en las múltiples contradicciones de la persona y en la elaboración del personaje literario (los distintos procesos de autofiguración que se dan en los diarios), sin dejar de lado por ello los análisis críticos de la obra, arrumbados en otros ejercicios biográficas en beneficio de la anécdota banal. Los términos nucleares de su poderoso imaginario lírico —el silencio, el pájaro, el ángel, la noche, el cuerpo, la casa— son estudiados como lo que son: complejos símbolos cuyo sentido es cambiante y disémico, inclinándose ya hacia el régimen diurno, ya hacia el nocturno (si usamos la terminología de Gilbert Durand). Sin embargo, no estoy de acuerdo en la adscripción de Pizarnik al dandismo, por más que las autoras maticen: «raté, desencajado, como en falsa escuadra». Se cumplen en cierto modo la moral rebelde, la estetización de la vida y la provocación, sí, pero la extravagancia en el vestir de la poeta está lejos del precepto baudelairiano según el cual el dandy debe ser sublime sin interrupción y estar siempre ante el espejo, como tampoco se cumple el mandato de la imperturbabilidad, heredado del estoicismo antiguo.

A su vuelta a Buenos Aires, saldrán a la luz libros como Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y su primer texto de creación en prosa importante: La condesa sangrienta, editado por la revista mexicana Diálogos. En él parte del libro de Valentine Penrose sobre la húngara del siglo XVI Erzsébet Báthory para indagar en los vínculos entre la crueldad, la muerte y la sexualidad perversa. Es durante este periodo de su vida cuando comienza su relación terapéutica con su segundo psicoanalista —el primero fue León Ostrov—, Pichon Rivière, una relación que Piña y Venti califican de positiva y destructiva al mismo tiempo. Por lo demás, su literatura se instala definitivamente en una zona donde conviven la alucinación y la agonía, agitada por formas especulares que laminan el yo. A pesar de que regresará a París en 1969 gracias a una Beca Guggenheim, sentirá la ciudad como irreconocible y empezará un irrefrenable proceso de desintegración psíquica que tendrá su primer acto en el intento de suicidio de 1970. 

Continúan los excesos con la química —anfetaminas y barbitúricos— y se suceden los primeros ingresos en el Hospital Pirovano. Le escribe a su amigo Julio Cortázar: «Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio —que fracasó, hélas). […] Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. Julio, creo que no tolero más las perras palabras». Por estos años escribe su única obra teatral, Los poseídos entre lilas, trabaja ya en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, que culmina el mestizaje de lo visionario con lo obsceno, y publica su último poemario, «preñado de una significación terminal»: El infierno musical (1971). Considero muy interesante la alusión a dos inéditos depositados en Princeton, Otoño o los de arriba y La pequeña marioneta verde, que habría que editar como ante-textos (avant-textes) conforme a los procedimientos de la crítica genética, y que surgen de una experiencia biográfica claramente paranoica, aunque Piña y Venti no la califiquen así (sentirse objeto del goce perverso del otro lo es). 

La convivencia con la lingüista Martha Isabel Moia no aplaca la desgarradura interior. Por las últimas entradas de su diario sabemos de sus abismos y su desnudez. En los últimos días de septiembre de 1972 se quita la vida tomando Seconal sódico. En el pizarrón de su cuarto de trabajo, un poema-epitafio: «no quiero ir / nada más / que hasta el fondo».