Meidner se dio a conocer con un grupo de pintores de muy efímera existencia llamado Die Pathetiker en la galería berlinesa Der Sturm durante noviembre de 1912. Aquella galería, creada por Herwarth Walden en marzo de 1912, llevaba el mismo nombre que la revista que dos años antes publicara su primer número, Der Sturm [La tempestad], un título atemorizador que se alineaba con la invocación de calamidades que nutrió de evidencia profética a la vanguardia en los preámbulos de la Gran Guerra. Allí se publicaron, por ejemplo, el tremendista cuadro escénico de Oskar Kokoschka Asesino, esperanza de las mujeres, aparecido en julio de 1910, así como escritos de Alfred Döblin, Paul Scheerbart y Else Lasker-Schüler. Pero, si durante sus primeros dos años Der Sturm fue ante todo una revista del expresionismo literario y artístico, ilustrada por Kokoschka, Kirchner y Pechstein, entre otros, tras la apertura de la galería se convirtió paulatinamente en tribuna internacional de la vanguardia. El semanario publicó entonces, a partir de 1912, múltiples manifiestos futuristas, escritos de Jacques Rivière, Robert Delaunay, colaboraciones de Blaise Cendrars y Apollinaire y dibujos de Picasso, Boccioni, Munch, Marc, Kandinsky, Arp, Léger y varios más, a la vez que se programaban exposiciones que buscaban hacer converger en Berlín la producción artística internacional emergente. Todo ello logró su apogeo en la exposición celebrada en el otoño de 1913, el Erster Deutscher Herbstsalon, en el que participó casi un centenar de artistas de muy diversas nacionalidades y tendencias. Franz Marc, principal artífice de esta exhibición de Der Sturm, escribió un prólogo para el catálogo en el que señaló lo que consideraba el denominador común del arte nuevo europeo: «No vivimos hoy en tiempos en los que el arte sea ayudante de la vida. Lo que hoy surge como arte verdadero parece ser, antes bien, la derrota de todas las fuerzas que la vida no acaba de consumir, de absorber».[i] La producción de vanguardia estaba para derrotar el estancamiento de una sociedad estragada. El Herbstsalon, completo fracaso comercial de Walden, resultó ser el certamen más significativo para la convergencia del joven arte europeo antes de la guerra, pero también el último previo a la conflagración, cuyo presagio Franz Marc[ii] reconoció después en un cuadro de gran tamaño que había presentado en la muestra: Destino de los animales. Esa pintura monumental, imagen del sacrificio de la naturaleza, se correspondía, según Marc, con las cualidades de los «cuadros constructivos futuros» por los que había abogado el arte nuevo. Si los preámbulos de la guerra comparten un mismo tejido histórico con el surgimiento de las vanguardias, Destinos de los animales destacaba entre los cuadros aptos para la predicción. Tras la clausura de la exposición, los números del semanario Der Sturm de diciembre de 1913 llevaban en primera plana sendos dibujos de Paul Klee –Estirpe guerrera y El suicida sobre el puente– cuyo tema era no ya la amenaza de la guerra, sino el anuncio de una contienda por cumplirse. Al tiempo se reforzaban las polémicas de carácter chovinista en sus páginas: un escrito de Umberto Boccioni reclamaba en el segundo número de diciembre para el genio futurista italiano la invención de la estética simultaneísta, y al mes siguiente lo replicaba una Carta abierta al Sturm de Robert Delaunay, que se proponía devolver el «descubrimiento» del simultaneísmo al trabajo artístico llevado a cabo en Francia. Los Discos simultáneos de Delaunay, verdadero hito por entonces para los jóvenes pintores centroeuropeos del entorno de Der Blaue Reiter, habían ocupado la sección más prominente del Herbstsalon, privilegio que quiso ensombrecer Boccioni reavivando querellas que desde las grandes exposiciones futuristas de 1912 en París, Londres, Berlín, Bruselas y otras ciudades habían tomado carta de naturaleza en el debate interno de la vanguardia: las disputas por la hegemonía.
Las agrupaciones del arte nuevo, fueran los futuristas, Brücke, Der Blaue Reiter, como también diversos círculos cubistas, los vorticistas británicos o las primeras asociaciones de la vanguardia rusa estuvieron inmersas en formidables esfuerzos de publicitación de sí mismas, con despliegues de exposiciones y proclamas que ni se sustraían al enfrentamiento entre sí ni soslayaban las oportunidades de medirse en convergencia. Pero, en todo caso, se sumaban al nervio de la ruptura con un estado de cosas que denunciaron como vergonzosa molicie de la civilización. «El artista del movimiento moderno es un salvaje»,[iii] dirían Wyndham Lewis y los suyos en el manifiesto vorticista de 1914. «En nuestra época de gran lucha por el arte nuevo combatimos nosotros como “salvajes”, no organizados, contra un poder viejo y organizado», escribía Franz Marc en uno de sus artículos de 1912 para el almanaque Der Blaue Reiter. Sus exposiciones, añadía, traían al país «nueva, peligrosa vida».[iv] El Manifiesto futurista contra Montmartre, publicado en agosto de 1913 por Félix Mac Delmarle en la revista Lacerba junto a una Carta abierta de Marinetti, amedrentaba a sus lectores con esa misma caracterización de lo nuevo como «salvaje», esta vez dotado de armas mortíferas: «¡Llamadnos salvajes, bárbaros, qué más nos da! Somos fuertes, os digo, y nos lanzamos al asalto de vuestro gruyere putrefacto, seguidos de todo el ejército de los vencedores […], armados de dinamita y de explosivos».[v]
George Steiner explica las circunstancias para tales disposiciones del arte joven como resultado de una situación sostenida: la cultura había incubado una nostalgia por la destrucción en el grand ennui sobrevenido tras las guerras napoleónicas, prolongado durante una centuria de desarrollo de la civilización urbana y burguesa, de impaciencia por el advenimiento de la regeneración, de enojo ante la realidad. Y recuerda Steiner el aserto de Théophile Gautier «¡Antes la barbarie que el tedio!» [«Plutôt la barbarie que l’ennui!»],[vi] en el cual se conjetura tácitamente un fin final al que prestó oídos la vanguardia, predispuesta a entender la Gran Guerra como ocasión de un viraje apto para vencer la insatisfacción de la cultura.[vii] En lo que Walter Benjamin explicaría como «un nuevo concepto positivo de barbarie»,[viii] consignado para apremiar a un comienzo nuevo, se confió, en efecto, por ser la vía de incitación a redimir de la molicie. En sus apuntes autobiográficos de 1913 Giacomo Balla se lamentaba de vivir una época «de decadencia total en todas las artes».[ix] Se prolongaba insoportablemente, en definitiva, el «interregno» al que se refirió Stéphane Mallarmé en su muy célebre carta a Paul Verlaine de noviembre de 1885: «Considero en el fondo la época contemporánea como un interregno para el poeta». Pero mientras que Mallarmé añadía que el poeta «no tiene necesidad de inmiscuirse en ello»,[x] la actitud de los nuevos apuntaba a la necesidad de entrar en combate o de practicar «el salto mortal» que cantó Marinetti.
El éxito en la segunda década del siglo xx de figuras como Fantômas, popularizado con los folletines de Marcel Alain y Pierre Souvestre y las películas de Louis Feuillade, y como el Golem, revitalizado por la novela de Gustav Meyrink, se correspondía con una intensa prórroga de la fascinación decimonónica por el malditismo y la amenaza a la civilización ejercida por sobrenaturales enemigos públicos, de un afecto por lo siniestro que ya Baudelaire había explicado como producto del tedio. Escritos e imágenes de Franz Kafka, Alfred Kubin, Edvard Munch, James Ensor, Oskar Kokoschka, el joven Feininger y otros autores no menos señalados situaron la creación artística y literaria en los umbrales de la intimidación pública. El vampiro reaparece en la obra de Munch, el licántropo en la de Kubin y los asesinos y asesinas en la de Bohumil Kubišta y en la de Kokoschka, autor entrenado en la lectura de Frank Wedekind; Max Jacob, Guillaume Apollinaire y otros poetas de Les Soirés de Paris, fundaron una Sociedad de Amigos de Fantômas[xi] por confiar a esa mano negra el minado de un orden establecido. La risa demoledora del hiperbólico Alfred Jarry había sido asimismo aliada de estos y otros poetas. Los vorticistas evocarían la risa diabólica en su manifiesto: «Sólo queremos la Tragedia si puede contraer sus músculos laterales como manos en su barriga y sacar a la superficie una carcajada como una bomba».[xii] La proyección que cosechó la modalidad del fatalismo encarnada en los «dramas estáticos» de Maurice Maeterlinck alcanza a autores tan distantes como Fernando Pessoa y Wassily Kandinsky, y se suma a ese ritual de la condena grotesca, bufa, macabra, alucinada o indolente de la realidad que celebraron tan prolijamente artistas y escritores en el cambio de siglo. El componente de la paranormalidad, común a tantos temas fantásticos, sobrenaturales o de ficción mística que convergieron en los epígonos del grand ennui, traía indefectiblemente consigo una nueva actualización del compromiso visionario del artista, retomado con fuerza por la vanguardia en torno a 1910, que se afilió con los agentes de la adivinación. «El arte precisaba permanecer siempre en la embriaguez de los símbolos»,[xiii] consideraba el protagonista de la novela publicada en 1912 por Carl Einstein Bebuquin o los diletantes del milagro. Alfred Kubin, ilustrador, entre otros, de E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, decía de sí mismo: «Soy, además de artista, cavilador, visionario».[xiv] «Nuestro saber es el antiguo manto mágico del hechicero»,[xv] dejó escrito Franz Marc en uno de sus aforismos. Significativamente aparecen en la obra pictórica de František Kupka la visión terrífica y la visión puramente abstracta como episodios consecutivos, aproximadamente ordenados antes y después de 1909. El arte nuevo de esa época fascinada por el hipnotismo y el terror cósmico, pero también por el poder emancipador de las nuevas ciencias aplicadas, excede y transgrede toda convención, abole y espanta la idolatría moderna, al tiempo que se crece en su aptitud para la visión en la distancia y la anticipación de un futuro purificado. Excede y transgrede desde luego apoyando la soberanía de su discurso en una autonomía estética visionaria, pero también contraviniendo la medida de lo que no es verdaderamente artístico, las aporías del presente a las que reta, los antagonismos que subvierte en su proceso emancipatorio.
En una entrada de 1915 del Diario de Paul Klee leemos: «Cuanto más aterrador este mundo (como es hoy el caso), más abstracto el arte, mientras que un mundo feliz produce un arte del más acá».[xvi] En efecto, si la temporalidad del presente o del «más acá» prevalecía aún en artistas como Claude Monet, Pierre Bonnard y otros de las generaciones previas, una querencia por la visio in distans, por la imagen que se desdice del presente para facilitar el paso al presentimiento de lo que está por acontecer conquistó la voluntad de los jóvenes «salvajes».