POR JAVIER ARNALDO
En los años previos a la Revolución soviética y al estallido de la Primera Guerra Mundial asistió la cultura artística a una revolución de la imagen. De la alianza entre creación e iconoclastia hizo el arte joven en torno a 1910 condición para el afianzamiento de una imagen nueva que conjeturaba lo insospechado. Las líneas, las manchas y las relaciones internas del cuadro son «destinos», [i] según escribió Kandinsky en 1912 a Hans Arp desde Odessa a propósito del entendimiento de su hoy desaparecida acuarela Improvisación con caballos. Jinetes liberadores, salvíficos o justicieros, especialmente figuras del Apocalipsis, se habían incorporado a sus ya muy sumarias imágenes al óleo como portadores de la pintura nueva y fundadores de la abstracción. Los trazos y las manchas barruntaban, entre otras, las formas de los actores anunciados para el Juicio Final y se aliaban de este modo con el cumplimiento de un destino último. Un acto de desvanecimiento de los contornos y de la apariencia sensible de las cosas, un acto iniciático para la experiencia de la abstracción, tenía lugar en virtud de una inherencia substractiva, atribuida a los agentes de la pintura –las líneas y las manchas– como su destino secular. Contra las imágenes falsas se afirmaba la pintura liberada de la materialidad de los objetos externos, manumitida del engaño de las apariencias visuales; se legitimaba como verdadera una nueva imagen «que puede hacerse sonar»[ii] en virtud de sus atribuciones sinestésicas, y cuyo sentido interno era facilitado en la forma de un borrado de las apariencias. «La verosimilitud no tiene ya importancia alguna»,[iii] afirmaba por su parte Guillaume Apollinaire cuando instaba en 1913 a deshacerse de la contingencia del impuro arte de la imitación como de un cadáver: «No se puede transportar consigo a todas partes el cadáver del padre. Hay que abandonarlo en compañía de los demás muertos».[iv] La denuncia de las imágenes falsas, a las que sustituía el mesiánico Kandinsky con sus cuadros a inicios de la década de 1910, no se amparaba en la obediencia a una norma religiosa o política, sino en la salvaguarda de una «necesidad interna» de la pintura coincidente con la verdad. Los actos de iconoclastia legitimados antaño por prohibiciones bíblicas o por otras prescripciones externas[v] a la obra de arte hallaban remisión en el trabajo artístico de vanguardia, pero poniendo en juego prescripciones internas de la pintura, atentas al propio destino liberador. El carismático pintor contribuía muy significativamente a la revuelta contra la idolatría que a juicio de Gottfried Boehm[vi] y otros autores se produce de nuevas en la Modernidad, cuando un impulso iconoclasta, no justificado ya en una norma externa, se desplaza al interior del trabajo artístico. La victoria sobre falsos órdenes visuales en el cuadro apremiaba como requerimiento estético, explícitamente interno, en pugna contra la figuración. En la medida en que la pintura nueva encarnaba, por obediencia a su propia necesidad interna, la cruzada contra el enajenamiento idólatra, a la par que postulaba –así lo apuntó Kandinsky, como también lo hicieron František Kupka, Vladimir Baranov‑Rossiné, Carlo Carrà y otros adelantados de la abstracción– la cualidad implícitamente sonora del cuadro, en competencia acústica con la palabra, las acciones del arte alcanzaban a determinar en consecuencia principios de prohibición y de legitimidad. La catarsis de las apariencias prevista en el gobierno de las imágenes por la vanguardia no emanaba de ningún otro postulado que esa «necesidad interna» o endógena del arte, reconocida conforme a una predestinación que se expresa. El escrito programático que redactó Kasimir Malevich con motivo de la exposición 0,10, celebrada en diciembre de 1915 en San Petersburgo, introducía al flamante estadio de la vanguardia que llamó «suprematismo». Encarnado ejemplarmente en la imagen de un cuadrado negro, el suprematismo aparecía ante todo como corrector del «entendimiento artístico falso». La vanguardia se asignaba el poder de la transfiguración y anunciaba con autoridad una nueva era, una época madura para el verdadero «espíritu creador» o «espíritu abstracto», como solemnemente Kandinsky había proclamado en su escrito Sobre la cuestión de la forma.

 

POR EL FIN FINAL DEL INTERREGNO

En el almanaque Der Blaue Reiter, publicado en mayo de 1912, donde se dio a conocer ese ensayo de Kandinsky, intercedía asimismo Franz Marc en favor del espíritu que «rompe fortalezas» para hacer valer imágenes verdaderas. En su escrito Dos cuadros, dedicado a distinguir lo que hace a una imagen legítima, Franz Marc se servía de la pintura de Kandinsky titulada Lírico como ejemplo paradigmático de autenticidad artística. Reconocemos lo auténtico, según Marc, «en su vida interna, que garantiza su verdad»,[vii] en su inmanente elocución expresiva, no subordinada a la satisfacción idólatra del estilo, y concretamente en las aptitudes reveladas por los cuadros de Kandinsky y de otros autores nuevos cuyas creaciones se reproducían en el almanaque, así como por la pintura popular y por el arte de los primitivos. Allí mismo diagnostica Marc que el nuevo espíritu ocupado de la creación desde sus requerimientos internos va por delante en el viraje entre «dos largas épocas». El presente es un intervalo, «de forma similar a la del mundo hace mil quinientos años, cuando también hubo un tiempo de transición exento de religión y de arte, en el que lo grande, lo viejo, moría, suplantado por lo nuevo, lo insospechado».[viii] La medida del intervalo temporal era explícitamente invocada en los cuadros de Kandinsky como el lapso de las calamidades, en temas como el del Diluvio Universal. El santo caballero, san Jorge, emblema de Der Blaue Reiter, se afanaba en el tránsito hacia lo nuevo lanceando un monstruo. Apollinaire había postulado asimismo la concurrencia de colapso y creación en la tarea del arte nuevo: «Concebimos ante todo la creación y el fin del mundo».[ix]

En noviembre de 1914 Kandinsky escribiría desde su refugio en Suiza que «expansión es la ley de la cultura en todos los ámbitos». En un texto escueto distinguía el pintor la cultura (Kultur) de la civilización (Zivilisation) como paradigmas enfrentados en la guerra que acababa de estallar, coincidentes con los términos que en la propaganda bélica oponían la cultura alemana a la civilización francesa. Se refería a la civilización como «impedimento para el próximo desarrollo de la humanidad», como «petrificación de los conceptos», frente a una cultura que entiende la «inaprensible forma de la conciencia» y posee un concepto de moralidad más elevado. «El sentido interno oculto de la guerra actual radica en la voluntad de combatir y destruir ese actual estado de cosas»,[x] sentenció. En la contienda armada se enfrentaba la cultura a su enemigo y se daba fin a un tracto temporal exhausto. La condena de la civilización lo es de la civitas, de la ciudad, cuya zozobra habían anticipado ejemplarmente los cuadros de Umberto Boccioni y a cuyo «deprimente pasadismo» retaba el «génie aveniriste» de aquella vanguardia que Filippo Tomasso Marinetti describió en 1913 con entusiasmo como «ruido estrepitoso de todas las piquetas demoledoras».[xi] Los modernos, según escribió el escultor Henri Gaudier‑Brzeska en 1914, tenían que «emplear mucha energía en una incesante lucha en la compleja ciudad».[xii] Las «fuerzas centrífugas» a las que Carlo Carrà y otros correligionarios del futurismo se esforzaban por dar representación en la pintura eran energías de la disolución de lo dado. «¡Empuñad las piquetas, los segures y los martillos y demoled, demoled sin piedad las ciudades veneradas!»,[xiii] había ya proclamado en 1909 el primer manifiesto futurista. La destrucción de la ciudad se convertiría en Berlín en el tema predilecto de los «paisajes apocalípticos» de Ludwig Meidner, afines al patetismo intimidatorio de los poetas del expresionismo, en cuya bufonería lírica, con aportaciones como las de Jakob van Hoddis y Georg Heym, se frecuentó obsesivamente el tema de una vida urbana engañada por la rutina autocomplaciente y materialismos burgueses y visitada sin clemencia por las causas de su desmoronamiento.