En La mirada, la luminosidad, como vemos, parece establecer la naturaleza de las operaciones de la conciencia, en tanto percepción e instancia nominadora, y su problemática relación con el mundo: «El clima es la conciencia», dirá en un verso (68). El verano, la «estación violenta» (la denominación es de Apollinaire y con ella titula Paz uno de sus libros), será por tanto el correlato de esta tensión que se extenderá y acendrará en su libro siguiente.

En su libro En el verano cada palabra respira en el verano (1976) apunta, ya desde el título, a esta asociación entre la luminosidad y la palabra; y vuelve aquí a tejerse con los intentos de restitución memoriosa (en particular, de la infancia) y con las exploraciones de lo sensorial. Por ello, concluirá en el primer poema:

La felicidad ahora me doy cuenta no es el tema de un discurso

sino el discurso mismo

un discurso que siempre se aparta de su tema o que después

de haber sido escrito descubre

discurre

que debe ser escrito de nuevo (103).

 

Por otra parte, aquí el contrapunto se evidencia en la presentación tipográfica misma, en la que alternan textos en prosa (en itálicas) que recrean un recuerdo, una circunstancia, una experiencia y los versos que parecen querer explicitar la operación verbal que se intenta (y se deconstruye): «[El poema] quiere vagabundear y quedarse no con lo que nombra sino / en lo que nombra / olvidando que sólo es palabras» (104). No obstante, Sucre comienza a explorar en este libro otros registros verbales: la ironía y el diálogo intertextual con la tradición poética occidental. Aparece entonces, por una parte, un impulso aforístico que se presenta en varias secciones del libro («En el verano…», «Entretextos»). Estos breves textos retoman el contrapunto de esta poesía, pero de forma mucho más contundente: la presencia de la sensorialidad y el cuerpo: «la mano del verano se planta en tu cuerpo con / enamorada lenta avidez» (133); la dialéctica de la luminosidad: «hay que esclarecer aún la luz: el sol / nos ha llenado de sombras» (135); la puesta bajo sospecha del lenguaje: «no lo que queda por decir / sino por desdecir / y contradecir» (124). Por otra parte, algunos textos ahora o bien incorporan citas de poetas (Shakespeare, Rimbaud, Dickinson, Stevens, Neruda, Guillén) o bien evocan la existencia y la obra de poetas, como «El proscrito, 1930», un breve monólogo interior de Ramos Sucre en su último día y «W, 1971», un poema que dialoga con el destino y la obra de Ezra Pound.

En los poemas más extensos, sin embargo, persiste y aun se acentúa la reflexión sobre las palabras y su (in)capacidad de nombrar como el marco necesario (incluso visual: versos que enmarcan las evocaciones en prosa) de lo que o bien se busca restituir con la memoria o bien lo que se quiere hacer presente con los sentidos. Y gracias a ello, la noción del exilio —presente desde su primer libro— reaparece aquí, teñida precisamente de esa tensión verbal: «no el poema del exilio sino el exilio del poema» (111) dirá un poema. En otro dirá:

Esas palabras sin patria sin adiós que siempre

regresan estando ausentes que siempre

se ausentan al regresar

cuándo nos pertenecen esas palabras

o cuándo más bien pertenecemos a ellas y en ellas nos

diluimos desaparecemos en ellas

¿habrá que morir para darles vida o vivir para rescatarlas

de la muerte?

No tienen tiempo esas palabras no tienen vida

son historia

[…]

esas palabras

no estamos exilados en el mundo

estamos exilados en las palabras

en el poema (108-109).

 

Y ahora, de la sensorialidad encarnada en el verano, todavía presente de manera palpable:

No libera el verano somete

no hay que hablar de él sino con él

no con sus palabras sus destellos

con sus pausas sus pautas su respiración en

blanco (114).

 

Queda sólo, como dice al final el mismo poema:

la recurrencia de una sola imagen

el exilio

no la voracidad sino la veracidad de una página

que vas escribiendo borrándola (115).

 

En este sentido, no es menos precaria la «realidad» del lenguaje. De allí la necesidad de someterlo a una disciplina no menos rigurosa. Y aunque la tensión verbal ha sido una de las constantes de la obra de Sucre, es en En el verano cada palabra respira en el verano que este rigor se hace explícito. Allí se ensayan diversos tipos de exploración verbal (alteraciones tipográficas, combinación de prosa y verso, intertextualidad); pero quizá el rasgo más característico sea la insistencia en el uso de variantes del retruécano. Este uso no responde sólo a intenciones lúdicas (y creo que en ningún caso apunta al humor); lo que persigue Sucre es poner a prueba al lenguaje, obligarlo a patentizar lo que dice sin creer decir, someterlo a un régimen de precisión al que no está(mos) acostumbrado(s). Y es esa precisión lo que nos proporcionará acceso a un posible rincón del mundo habitable por el verbo. No es así sorprendente que con dicho uso irrumpa asimismo en esta poesía un impulso aforístico, que se extenderá hasta su libro La vastedad (1988). Estos atisbos verbales, «entretextos» o «inreflexiones» (como los llamará más adelante), constituyen instancias en las que se fuerza al lenguaje a decir lo que no suele o puede decir.

Serpiente breve (1977) es un corto poemario de apenas dieciocho páginas, casi secreto —apareció en una poco conocida editorial en París—, que Sucre omitió casi por completo de su reciente Poesía reunida. Podría decirse que representa una breve digresión —un interludio, en el sentido etimológico de la palabra— respecto a las problemáticas y temáticas centrales de esta obra, aunque en cierta forma retoma el recurso de las incorporaciones intertextuales del libro anterior; incorporaciones que continuarán en sus libros posteriores. Sin embargo, los textos a los que se incorporan sirven aquí un propósito fundamentalmente satírico, casi en la vena de Quevedo (de hecho, en uno de sus «trísticos» aparece una de las entradas de la letra T, tomada de «Lo más corriente en Madrid»; y uno de los títulos reza «la fortuna sin seso»), dirigidos a escritores e intelectuales de su entorno. Con una ironía corrosiva, Sucre parece aquí someter a escarnio algunas de las posturas escriturales que abarcan desde búsquedas neoclasicistas («Después de labrar algunos sonetos áureos…»), pasando por las posturas vitalistas («yo escribo fuera de la literatura / yo no escribo sino con sangre…»), hasta llegar a las exploraciones vanguardistas («Redoma rebosando baba, hablaba / ¿Hablaba o balaba la baba?»). En los poemas que rescata Sucre para su Poesía reunida, no obstante, encontramos de nuevo el contrapunto entre la sensorialidad, la intensidad de la experiencia y la insuficiencia del lenguaje frente a ellas:

Asisto al final de un día

(remotamente iba a decir

pero ese día borra lo que digo)

previsible por los ojos que traes

apareces sometiendo lo que queda

de fulgor en las cosas

y contigo arrastras conmigo el mundo (167).

 

Luego este «interludio» poético-satírico, vuelve Sucre a las búsquedas que sus libros anteriores habían definido y orientado con su libro La vastedad (1988). Aquí, sin embargo, el contrapunto, la tensión, la dialéctica de esta poesía se muestra —y esto resulta fundamental— a la luz de una especie de sosegada aceptación en lo que respecta a su irresolución. Ya en el título mismo del libro se evidencia la tensión de esta poesía: ¿qué es, en efecto, la «vastedad»? La imagen de amplios espacios, que se asocia a su aplicación descriptiva, desaparece frente al carácter «sublime» (en el sentido filosófico) del término: es decir, el carácter de una abstracción que no puede anclarse en presentación sensible alguna, pero que, de alguna manera, constituye un imperativo, o para decirlo en términos del propio Sucre, en un temple. Lo mismo que otros términos de esta poesía, como «transparencia», «mirada», «verano», «esplendor», «vastedad», apuntan menos a una descripción que a una compleja forma de conciencia que se teje y se desteje en la palabra; a una manera, más que de recibir el mundo, de testificar el efecto de su presencia y, por tanto, de escribir su ausencia.

Como los poemarios anteriores, La vastedad se compone de partes diferenciadas, casi todas fechadas, que en cierta forma proponen las estaciones de un itinerario. En ellas encontramos textos que se vinculan todavía a la escritura y a las «experiencias» de sus libros anteriores («Oval, 1977»); textos breves, casi aforísticos, que reflexionan e incluso por momentos teorizan sobre la tensión que se escenifica en los poemas («Inreflexiones, 1976»); así como una sección de textos de homenaje a la poesía, siempre en la rigurosa clave del lenguaje de Sucre, a través de las figuras de algunos de sus poetas más admirados: Huidobro, Ramos Sucre, Lezama Lima, Paz («El poema»). Por su parte, las secciones «La vastedad, 1978-1981», «Transparencias, 1980-1982» y «Cualquier tierra, 1983» —obsérvense los títulos— exhiben un lenguaje que vuelve a escenificar el conflicto fundamental de esta poesía, ahora presentado en una suerte de sosegada aceptación de su irresolución; un lenguaje que a ratos recuerda un cierto tono borgeano… Resulta, en este sentido, muy revelador que el primer poema del libro ya anuncie, a la vez, la tensión conciencia-palabra-mundo y esta nueva actitud frente al conflicto, esta nueva «sabiduría» en su insolubilidad:

ESCRIBO con palabras que tienen sombra pero no dan sombra

sombra

apenas empiezo esta página la va quemando el insomnio

no las palabras sino lo que consuman es lo que va ocupando

la realidad–

[…]

 

ya no hay sitio para la escritura porque ella es el sitio

mismo– de lo que se borra

no descubrimos el mundo lo describimos en su terca

elusión (181).