Luego de revisitar las estancias/instancias de la sensación y el recuerdo y de deconstruirlas («un objeto que no sea sensación / una memoria que no sea recuerdo» nos dice en una de las «inreflexiones»), volvemos al comienzo, a la espiral de la dialéctica de la necesidad de expresar vivencias, experiencias, recuerdos y de la conciencia de que ellas se deshacen, se desvirtúan, se pervierten con/en la palabra, pero ahora desde la aceptación de que quizá es lo irresoluble del conflicto lo que hace posible la empresa, siempre fallida, de la poesía. De allí que el último poema del libro sea en realidad una oración (cuyo implícito vocativo, como en Borges, tampoco implica a nadie), una petición de lucidez para leer el mundo:

Oscura trama que cada vez más el tiempo

va desanudando: no

aflojes allí [en la cabeza] la cuerda en vilo, no

dejes que allí estalle la astillada flor

de sangre,

Permítele la claridad hasta el último día.

Que pueda ver la luz sobre cualquier tierra,

el florecimiento, las migraciones, la despojada

sequía sobre cualquier tierra.

Que en la misteriosa, ávida extensión, entre las

deslumbrantes arboledas, descifre

sus astros, sus noches,

sus cenizas (249).

 

La vastedad compendia así el testimonio de haber alcanzado un estadio: la difícil sabiduría de aceptar la imposibilidad de recuperar el mundo —de las sensaciones, de los recuerdos—: la mano, al fin y al cabo, escribe sólo «palabras y palabras y palabras». Su apuesta consiste en invitar a alcanzar los estados de esplendor, de vastedad, de transparencia que al menos testifiquen la inevitable constatación de que somos (sólo) palabras.

La segunda versión (1994), el último libro de poemas publicado por Sucre, parece no obstante romper con esta dialéctica que hemos venido rastreando en su obra —quizá de allí el origen de su título. En sus textos parece haberse desleído casi por completo la inquisición verbal, la contra-voz que en cierta forma deconstruía los intentos de reinstaurar la memoria, de materializar las sensaciones. Ya no parece una preocupación que las imágenes se vuelvan signos, que las experiencias se tornen figuraciones. El tono de muchos de los textos, por otra parte, se vuelve un poco sentencioso, incluso admonitorio. De nuevo pueden percibirse aquí ecos del último Borges, pero también —y esto puede ser un indicio del giro de esta poesía— del último Rilke. La memoria no está cualificada ahora sino por su propia dinámica, como puede verse en el conmovedor poema «Apenas ayer» en el que la frase «parece que fue apenas ayer» dispara, en un primer momento, la evocación de una escena con la madre y, luego, en la escena misma, abre paso a la rememoración de la madre:

[…] La blancura

del rostro de mi madre resalta

aún más patética por el luto,

la quebrantada belleza. Parece,

que fue apenas ayer, dice

sin decirlo. Y como otro instante

en el instante revive el lejano

esplendor, el vértigo del viaje

contra el destino, la agonía

que nunca llegó a ver, el final

desalojo, la muerte (265-266).

 

En un sentido, podría decirse que aquí la resolución —que no es tal— se enuncia como sentido de una pérdida. Ya no se trata de la inexorable e ineludible tensión entre lo vivido y lo dicho, sino una suerte de aceptación de la pérdida de lo vivido:

Pero algo, tierra, ha desterrado en mí

esas imágenes. La usura del tiempo

pudo más que la limpidez. Ahora giran

en el vértigo del vacío. Remolinos son

de aguas en pena, red de escombros (258).

 

Asimismo, a la expresión «cualquier tierra» de La vastedad, se contrapone aquí el insistente vocativo «tierra», que adopta entonces una cualidad casi trascendental. La tierra se torna aquí en una suerte de instancia a cuya ley hemos faltado:

¡QUÉ poco pudimos darte, tierra!

[…]

Siempre creí, tierra, que sólo en ti misma

habías conocido la gracia y el perdón.

Más carácter tuviste que tus hombres

y más que ellos habías sido fiel

en la penuria o en la abundancia (257).

 

Y a la cual debemos en cierta forma orar por una posible restitución, por un posible perdón:

Preserva, tierra, estas

imágenes, con ellas escribe lo que

te ha amado. También son epitafios (261).

 

O, en otro poema:

O tú, tierra, insomne como ellos,

no seas tú quien los maldiga, menos

seas quien los extrañe para siempre (262).

 

El poema «La vida, aún» resulta ilustrativo de esta conminación que podríamos llamar existencial pero que a la vez apunta a un anclaje histórico particular (uno de los pocos, y quizá el más evidente, de la obra de Sucre). El tono inicial es interrogativo: «¿Dónde quedó la alegría de vivir?» y continúa inquiriendo:

[…] ¿Hay seres

que aún vivan en la amistad del clima,

respiren el hálito de la tierra

cuando amanece, se bañen en el mar

como una purificación? ¿Es hermosa

aún la hermosura, se ilumina su rostro

en los días aciagos y lo amamos

con paciencia? (263).

 

Pero ya en la segunda estrofa el tono se vuelve de reconvención:

¿O sólo hemos sido

sangre rencorosa, paciente sólo

para la insidia y el ultraje?

¿Conocimos alguna vez la pasión,

el padecimiento de su larga herida?

¿O apenas nos alcanzó el alma

para la astucia, el requintado

honor, la ávida vanidad? ¿Alguna

vez fuimos justos sin mediar

el escarnio?

 

Fechado en abril-junio de 1989, el poema parece aludir a los eventos de febrero de ese año en Venezuela (un levantamiento popular sofocado con una terrible represión). De allí que, de manera más explícita, al final de esa estrofa leamos:

¿Y entre tanto ahí

estaba el escarnio desesperado

en la miseria, y piedad

no tuvimos, ni reverencia? ¿Y entre

tanto, por todo lo que cuesta ser

hombre, apenas éramos venezolanamente

retrecheros? (264).

 

Sin embargo, el reproche, al final, se dirige a la vida: fue ella la que no pudo estar a la altura de las circunstancias: «Sólo ella no supo / ser austera […]. A todos se prostituyó» y por ello «ahora aprende a vivir su único / rostro: su secreta agonía».

No cabe duda: la búsqueda poética de Sucre se reorienta de manera radical en este último libro. Ya no se trata de sostener una lucha con las palabras para hacerlas decir, desdecir y contradecir, para hacerlas —y hacernos— entender que son sólo «palabras y palabras y palabras» con el fin de ser fieles, al menos en lo vital, a la verdad de lo (no) dicho. Ahora se trata de reconocer que el fracaso es otro: el no haber podido responder al llamado de la tierra. Los recuerdos, se sabe, «remolinos son / de aguas en pena, red de escombros» (258). Queda, sin embargo, la sabiduría, pero la sabiduría de la conciencia del fracaso; y el sosiego es ahora el de la «penumbra» y su elogio:

ME fui quedando rezagado en el mundo

y ahora sólo veo con los ojos

de la penumbra, no de la penuria.

La penumbra puede ser una gracia,

no obstante su tormento. Tampoco

es sólo una memoria; nos enseña,

además, la piedad (269).

 

Y quizá ya este temple, está ética de la aceptación de la pérdida se manifieste en su forma más acabada en el último poema del conjunto, «El último dominio». Este poema, que por momentos tiene inflexiones que recuerdan a The Waste Land y pasajes que evocan las Duineser Elegien, propone no sólo un recorrido por los estadios de este tránsito vital en lo terrestre, sino que insinúa además como clave, no de redención, sino de vivacidad, el amor:

La vastedad del minuto, el relámpago de los años,

en el empañado cristal de la memoria

la dicha o la herida,

los amantes celebran otra historia.

Nada los espera y al final ellos nada esperan.

[…]

Sólo los amantes viven la justicia de los espacios

dados a la desmesura

y a la desolación.

[…]

La marchitez, la previsible muerte los asombran

como cuando niños vemos

el mar azul y las arenas doradas (282-283).

 

La poesía de Guillermo Sucre, como hemos visto, invita a una exploración de la interrelación de lo sensorial y de la conciencia a partir de un uso crítico del lenguaje; un uso que no implica sólo una opción estética, sino ética, puesto que responde antes bien a la negativa de aceptar sin examen las ilusiones, las trampas que el lenguaje ha creado, condenándonos a una realidad inventada. En esta situación, tanto la exultación como el patetismo son sospechosos. Los recuerdos, la infancia, el amor, los paisajes están de alguna forma presentes en la conciencia; pero su inscripción está irremediablemente mediada por el lenguaje. Y si bien, en el momento de máxima tensión de está dialéctica, La vastedad parece alcanzar una suerte de armisticio, un estado en que la conciencia de los límites de la nominación ha afianzado su control de la enunciación y, sin embargo, permite la precaria revelación del poema, su último libro, La segunda versión, parece replantear la búsqueda, anunciada desde aquel lejano primer poemario, ahora en términos de fidelidad a instancias trascendentales aunque inmanentes (la tierra, la vida) con la conciencia de que las sensaciones y los recuerdos son efímeros, con la certeza de que, aun sin redención, aun sin iluminación, con las «tablas frágiles» (Valéry) del lenguaje, es en el encuentro amoroso que podemos aspirar al único espacio de momentánea y fugitiva reconciliación. Es sólo allí que, como quería Pound, podemos construir un precario, pero no por ello ilusorio paradiso terrestre.

 

NOTA

Todas las indicaciones de página refieren a la edición La segunda versión (Poesía reunida). (Valencia: Pre-Textos, 2019) a excepción de las que corresponden a Mientras suceden los días (Caracas: Cordillera, 1961) que refieren a esta edición.

Aunque no los cito, este trabajo debe algunas de sus intuiciones a los que considero los dos mejores estudios sobre la poesía de Guillermo Sucre: el de María Fernanda Palacios: «Guillermo Sucre: la palabra, la pasión, el esplendor», en Sabor y saber de la lengua. Monte Ávila: Caracas, 1987, y el de Cristian Álvarez, «Guillermo Sucre. Poesía y ensayo: la misma realidad del lenguaje» en Salir a la realidad: un legado quijotesco. Caracas: Monte Ávila, 1999. Remito al lector interesado a ambos ensayos, así como al reciente prólogo de Antonio López Ortega para la edición de La segunda versión (Poesía reunida) mencionada.

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