La paronomasia, uno de los recursos más característicos de la poesía de Sucre, apunta al desplazamiento de una relación directa con el mundo («descubrimos») hacia una relación mediada por la palabra («describimos») que, sin embargo, sólo puede presentar su ausencia, su «terca elusión». Estos desplazamientos verbales no son el resultado de simples juegos verbales, sino un minucioso recorrido por los matices que las palabras pueden ir aportando a todo intento de nombrar y a la vez una señal indicadora de la conciencia de su propia materialidad (a)significante.
Luego de establecer esta poética de los límites y como para hacer manifiesta la presencia del contrapunto que atraviesa esta obra, el segundo texto del libro retoma el tema de la rememoración a través de uno de sus temas más insistentes (y una de las constantes de la poesía de Sucre): la casa de la infancia:
llueve y en la casa la secreta intemperie empaña
los espejos los retratos
se despliega la mesa y la dama ritual inicia
la lentitud la largueza
de lo escaso
hemos visto la nitidez del cielo venimos del sol
vertiginoso
y el río ha estado a nuestras manos
los muros resisten donde la hiedra escribe la paciencia
y las manchas la humedad son apenas
el tiempo de otro lenguaje
el patio vive por el traspatio donde la higuera sólo
sola alude al vasto dibujo de la tarde (182).
La evocación se esfuerza en suscitar el espacio de la infancia, como casa, en su plenitud sensorial; pero ya la memoria se sabe «tejida» de palabras: «no somos recuerdos sino esa red que nos desteje». La evocación se ve así interrumpida por una conciencia que se sabe incapaz de reproducir el recuerdo. Establecido el contrapunto, La vastedad se convierte, como indiqué antes, en una pugna en la que lo que reclama ser evocado, al ser dicho, se disuelve irremediablemente en «juego de nunca acabar» de la memoria. Es cierto, se nombran la «ráfaga de lo sagrado», «la claridad», la «vastedad» y «el esplendor», pero estas palabras, lejos de resolverse en epifanías en el poema, marcan la fuga de toda posibilidad de concreción, de toda suscitación de lo real. «Lo efímero es más largo que la memoria» (189), dirá en otro texto. La resolución, en el doble sentido de la palabra: alcanzar la muerte; pero una muerte que se entiende aquí de forma más compleja:
SÓLO la muerte tiene sentido
todo recobra su justa rotación como el pensamiento
cuando morimos
el cuerpo merece entonces ese esplendor y también esa
lenta respiración del mundo
en el verano
por primera vez vemos la vastedad
por primera vez el alba nos despierta con la arenisca de
la infancia
el vacío hace ahora el espacio de la casa y le devuelve la
profundidad de lo frágil (191).
Y es esa muerte lo único que permitiría resolver o, mejor aún, dejar intacta la paradoja que atraviesa esta obra:
morir no es un vértigo un abismo una incandescencia sino
el reconciliado orgullo
[…]
ni este mundo ni el otro ni éste ni el otro
espejo
ni memoria ni olvido
morir es la sola solitaria fresca posesión de la piel que
fuimos desollando
la memoria que el olvido recuerda (192).
Dicha paradoja, claro está, se extiende a los poemas en prosa de la segunda sección del libro. Allí el impulso es, no obstante, esencialmente sensorial y la tensión parece desplazarse, en un primer momento. Ahora se contrastan percepción y recuerdo. Por una parte, se aspira a alcanzar una realidad de la imagen:
NO bañado sino penetrado de luz, no lo que nos refleja, sino lo
que vemos. El cristal, no el espejo: una imagen vista sin través:
nítida, pura, absoluta en sí misma, sin destello. Una imagen que
es imagen. Un rostro que es un rostro —sobre todo por sus ojos,
por su mirada (199).
El impulso evocador se hace presente y patente de nuevo para transfigurar con su carga simbólica la pura presentación de lo vivido:
EL agua, el aire, el cielo —cuando la luz abre en él un espacio—,
cualquiera sea la estación; la copa —si alta y no muy densa,
balanceándose, mejor, más remotamente— de los árboles; grandes
redes esparciéndose, circulares, sobre la superficie atardecida de
un río; la ciudad, el rincón de una ciudad —calle de piedra y musgo
o enladrillada, el ramaje sobre los muros de un solar, la brisa
incipiente— surgiendo en el amanecer y nosotros despertando.
Materia que es materia, fluyente. Imágenes, no símbolos (200).
Y sin embargo la (re)presentación visual culmina con una inflexión, una reflexión. Se trata de suscitar la «materialidad» de estas imágenes y, por tanto, su tránsito hacia, su devenir signos. Así comienza, sin duda, «la navegación de los sentidos, de los recuerdos» (201). Pero la aposición ya establece una curiosa ecuación entre sensorialidad y memoria. Y luego de otra evocación de sensaciones, otra exigencia que es en realidad un desiderátum: «Experiencias, no figuraciones». Pero no parece haber salida a esta nueva forma de la dialéctica:
[…] La sensible arboleda
está allí: nos toca su frescor. Imágenes tras un cristal, somos la
inmovilidad del mundo en la mirada. Y así vamos descubriendo,
no la soledad, sino la quietud. Como todo lo que una mano dibuja
o escribe se sume y emerge de lo blanco. Eso que el destino disipa
y a un tiempo desnuda […] (205).
En realidad, no hay separación entre las sensaciones y los espacios del recuerdo; como tampoco la hay entre éstos y lo que la conciencia reconstruye con palabras: pero no por inmediatez sino, por el contrario, porque todos ellos se tejen a partir de la mediación de la escritura. Por ello, la memoria de Perbes se convierte casi sin transición en la reveladora cita del verso de Rosalía de Castro:
[…] Pero alguna vez ésta será también
nuestra memoria: Perbes y su cambiante, húmedo fulgor. Como
la soledad se sobrepone al extravío de la página con la mesura,
con la obsesión. ¡Que a man tembrosa no papel só escriba palabras,
e palabras, e palabras! (207).
La sección que cierra el libro, «Cualquier tierra», marca efectivamente la aceptación del temple que se ha convertido en el centro de esta poética. Aquí, toda «situación» (espacio-temporal) es transfigurada por la imposibilidad de evocar, de nombrar:
YA no hay palabras que no sean las últimas.
Podemos invocar a los dioses pero nunca llegaremos
a amistar con ellos.
No hemos sabido nombrar el mundo y apenas hablamos
con sonoros equívocos.
La palabra es una parábola que nunca se cierra: no
hemos vislumbrado el horizonte para extenderla.
El arco se nos quebraba con el solo impulso (248).