MARIO ROMAÑACH PANIAGUA
En torno a 1945 se inicia un nuevo periodo muy brillante dentro de la arquitectura cubana. Se gradúan en estos años, en la Universidad de La Habana, los primeros arquitectos que abogan directamente por la modernidad y la búsqueda de la identidad cubana y no están lastrados por el eclecticismo o las corrientes previas.[6]
Durante los años cincuenta, La Habana vive el momento de mayor esplendor de la arquitectura moderna. Se produce la visita de numerosos arquitectos extranjeros que, con sus conferencias y encargos, activan la vida cultural cubana. Las revistas especializadas Arquitectura y Espacio publican periódicamente las obras de los maestros modernos.
Pero lo más destacable es el trabajo de un grupo de arquitectos cubanos que integran los valores universales del movimiento moderno con los valores locales de la tradición.[7] Pretenden aunar dos categorías inicialmente opuestas: la modernidad y la tradición, lo universal y lo local, la vanguardia internacional con la identidad local. «Lo cubano» pasa a ser la base de esta arquitectura.
Se trabaja con la eliminación de los límites. Los patios juegan un papel fundamental, así como la recuperación de la celosía que difumina los espacios, la incorporación de la ventilación como técnica tradicional que mejora el confort y la introducción de vidrios de colores como reinterpretación de un elemento típico colonial.[8]
De entre todos ellos, Mario Romañach (1917-1984) brilla con luz propia. Su investigación se centra en el campo de la vivienda, tanto individual como colectiva, realizando numerosas obras en apenas una década y media. Romañach se concentra en la búsqueda de la integración de la arquitectura con el medio local. En una primera etapa está influenciado por W. Gropius,[9] a quien conoce personalmente. Posteriormente por Richard Neutra,[10] Frank Lloyd Wright y J. Ll. Sert[11] con quien establece una gran amistad y termina colaborando. Es este último quien le invita a dar clases en la universidad de Yale en el inicio de su etapa americana, después del triunfo de la Revolución, a principios de los años 60.
Su etapa cubana se caracteriza por el empleo de volúmenes blancos y puros, rematados por grandes aleros. Manifiesta, desde el primer momento, su preocupación por la organización de los espacios para obtener el mayor beneficio de la orientación y las brisas tropicales. La planta libre le permite la circulación del aire fresco y el uso de vegetación y láminas de agua incorporan un alto grado de confort climático al interior de esos espacios. Los voladizos protegen la edificación de la lluvia y los patios y galerías tradicionales vuelven a ser un tema recurrente en la composición arquitectónica.
Posteriormente, influenciado por Richard Neutra, comienza a manipular la sección utilizando desplazamientos de cubiertas y suelos para distribuir usos y mejorar la ventilación a través de celosías que permiten una ventilación cruzada. Introduce elementos de la arquitectura tradicional japonesa —influenciado por Frank Lloyd Wright—, que reinterpreta adaptándolos al clima caribeño. Aparecen en fachada unas construcciones arquitectónicas a modo de armarios empotrados que se convierten en balcones cubiertos cuyo origen, tal y como comenta el historiador cubano Eduardo Luis Rodríguez, es una relectura de la cultura japonesa.[12] Sin embargo, otra teoría lo enraíza con las tradiciones y la arquitectura colonial de la ciudad de Trinidad donde los volúmenes construidos de los balcones, cuyas proporciones son muy parecidas a las utilizadas por Romañach, pueblan las calles principales de la ciudad cubana.
Exteriormente los edificios en su mayoría dejan la estructura vista y los huecos delimitados por ella se revisten con ladrillos o celosías. La obra de Mario Romañach es extensa e interesante y su principal aportación a la arquitectura cubana es la integración de la arquitectura con el lugar y la búsqueda de la identidad nacional o «lo cubano».
Esta búsqueda no sólo atañe a la arquitectura. Otras artes como la pintura, la escultura e incluso la literatura comparten en esta época la indagación en torno a la expresión genuina de lo cubano compatibilizada con la modernidad. El poeta e intelectual José Lezama Lima ejerce una decisiva influencia sobre artistas y arquitectos. Bajo este influjo, un grupo de artistas emprende un rescate de la memoria histórica de las raíces hispánicas en la cultura cubana.
Entre los artistas destaca René Portocarrero, figura representativa de la definición de la plástica nacional, que contempla el pasado elaborando una propuesta en donde «lo cubano» se convierte en el eje vertebrador de toda su obra. Así mismo, Wifredo Lam al regresar a la isla en 1941 aporta a la plástica cubana una visión diferente, basándose en el acervo de las culturas negras de la isla.
RICARDO PORRO HIDALGO, VITTORIO GARATTI Y ROBERTO GOTTARDI
A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta se produce el final de la influencia de la arquitectura del movimiento moderno. El triunfo de la Revolución y los cambios políticos que lleva asociada, se manifiestan en la arquitectura a través de la emigración masiva de arquitectos que habían trabajado de forma exitosa durante los años cuarenta y cincuenta y el regreso de otros que habían estado exiliados por motivos políticos. Los que se quedan cambian radicalmente su forma de trabajar, vinculándose más directamente a las necesidades del nuevo régimen político.
Se intentan crear unas nuevas condiciones de vida que borren las imágenes formales de la sociedad anterior, marcada por una clara estratificación social, el bienestar de una burguesía asociada a la ciudad y la precariedad de los campesinos asociados al campo. Para ello, se llama a los arquitectos a colaborar en esta tarea cambiando los hábitos de trabajo, fijando los máximos esfuerzos en el ámbito rural. Las nuevas construcciones se centran fundamentalmente en la vivienda, la enseñanza, la salud, los centros turísticos y la producción industrial y agrícola. Todo el refinamiento alcanzado en los años previos se desvanece. Se trata de una labor social, donde el despilfarro y la arquitectura de autor no tienen cabida.
La prefabricación es la respuesta proporcionada para conseguir rapidez de ejecución y ausencia de mano de obra especializada. En el campo se construyen unidades de una sola planta, repetidas, sin ninguna cualificación del espacio social entre ellas. En la ciudad, se multiplican los edificios típicos urbanos de cuatro plantas.
La obra individual apenas tiene cabida en este momento y es sustituida por una arquitectura anónima basada en la estandarización y seriación. Surge el debate de si este tipo de arquitectura supone una renuncia de los valores estéticos o si se puede llegar a un equilibrio y producir una arquitectura estéticamente interesante.
Los objetivos principales se centran en proporcionar al país servicios básicos. La función social de la arquitectura caracteriza esta etapa. Pero en este periodo inicial se producen tres grandes obras en la ciudad de La Habana, que intentan proporcionar visibilidad a la Revolución. Y no es de extrañar que las tres obras se ubiquen en La Habana, debido a la concentración de población y de servicios.
Estos proyectos nacen como símbolos del nuevo régimen, que se contraponen a la burguesía dominante del periodo anterior. La arquitectura se convierte en el vehículo principal de difusión del mensaje social y político de los nuevos líderes. La capital es el lugar predilecto de este grupo social y es donde mayor visibilidad puede tener el mensaje que Fidel Castro quiere transmitir.