La primera de estas tres grandes obras es la unidad vecinal de La Habana del Este (1959-1961), ubicada en los terrenos que la burguesía reservaba para la construcción de un lujoso centro residencial, proyectado por arquitectos de prestigio extranjeros.[13] Con esta actuación se pretende sustituir las viviendas precarias de los barrios más desfavorecidos de la ciudad y emplear como mano de obra a trabajadores desempleados. El plan es muy ambicioso, pretende realojar a cien mil personas, con diversidad de funciones, compactando la ciudad de La Habana alrededor de la bahía con centros productivos. Sin embargo, sólo se llegan a realizar mil quinientas viviendas para ocho mil habitantes con sus equipamientos correspondientes —escuelas, centros comerciales, guarderías— en los terrenos situados al este de la ciudad, cruzando la bahía. A pesar de no completarse los planes iniciales, el conjunto supone una experiencia pionera donde más de una veintena de profesionales trabajan de forma conjunta, en equipo. La unidad vecinal sigue los preceptos del movimiento moderno.
El segundo gran proyecto es la Ciudad Universitaria «José Antonio Echeverría» (CUJAE) que se desarrolla entre los años 1961 y 1964. Se ubica fuera del centro urbano de La Habana. Es un proyecto eminentemente pragmático donde prevalecen factores técnicos y funcionales sobre cualquier otro. Por motivos funcionales, el programa se divide en varios edificios según las especialidades. Desde el punto de vista estructural, los elementos se reducen al mínimo y se plantea la prefabricación de la estructura y de los elementos de cierre, utilizando un sistema flexible y sencillo que reduzca la mano de obra empleada y los costes en la construcción. Es una experiencia piloto donde se aplica la prefabricación a un conjunto de edificios de grandes dimensiones anulando la falta de flexibilidad achacada al sistema.
La tercera obra emblemática de este periodo inicial de la Revolución son las Escuelas Nacionales de Arte. Al igual que en la unidad vecinal de La Habana del Este se ubica en un terreno que está dedicado exclusivamente a la burguesía más selecta, convirtiéndose en un lugar para que los hijos de los trabajadores estudien, enfatizando el carácter simbólico del conjunto. Una empresa de tal magnitud obliga, como en los otros dos proyectos, al trabajo en equipo de tres arquitectos: Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi junto con otros profesionales, con la dirección del equipo a cargo de Ricardo Porro. Sin embargo, la visibilidad de los arquitectos y sus ideas, les diferencia de los casos anteriores, mostrándose al público como una arquitectura de autor, frente al anonimato pretendido por los dirigentes.
De las tres obras, las Escuelas Nacionales de Arte serán las que establecerán el punto final de este periodo de debate cultural a cerca de «lo cubano», fusionando y reuniendo en un conjunto de cinco edificios aspectos interesantes de la reinterpretación de la tradición cubana. Parte de este logro tiene su origen en la figura temperamental de Ricardo Porro que ejerció la labor de anfitrión y director, incentivando a todos los trabajadores para lograr un sueño, creando un ambiente de formación continua donde todo era posible.
La arquitectura inicial de Ricardo Porro (1925-2014) está muy ligada a sus raíces u orígenes. Tras un periodo de formación en la Universidad de La Habana, después de realizar sus primeras obras domésticas en La Habana, Ricardo Porro en 1952 recibe una beca del gobierno francés y una ayuda económica del Colegio de Arquitectos para viajar a Francia. Allí entra en contacto con Le Corbusier, Wifredo Lam, Pablo Picasso y la élite artística parisina. Viaja a Estocolmo, Barcelona, Venecia y percibe de primera mano las obras de los arquitectos del momento. Participa en un curso organizado por el CIAM en Venecia, donde conoce a Ernesto Nathan Rogers, Carlo Scarpa, Bruno Zevi, Franco Albini… Si los maestros le influyen, la ciudad de Venecia le impacta positivamente: «[…] Estaba tan impresionado por los espacios urbanos, la estructura urbana, que toda mi concepción del urbanismo cambió y hay, probablemente, una pequeña Venecia en cada uno de mis edificios».[14]
A su regreso a La Habana combina su actividad profesional con una vida cultural intensa. Pronuncia conferencias en el colegio de arquitectos e invita a profesionales extranjeros a venir a la isla. Sus amigos son pintores, cineastas, músicos, escritores y se hacen oír en los círculos intelectuales de La Habana.
En 1954, Porro viaja a México donde conoce personalmente la obra y figura de Luis Barragán, quien había iniciado una investigación personal acerca de los elementos tradicionales de la arquitectura de su país aplicados a su propia obra.
Tres años después, Ricardo Porro escribe el artículo titulado «El sentido de la tradición» donde manifiesta su postura frente a la arquitectura heredada y el valor de lo local, uniéndose al debate que se está produciendo en esos momentos sobre «lo cubano» en el ámbito cultural. Casi una década después reafirma su postura en otro artículo publicado en la revista Arquitectura Cuba del año 1964 titulado «El espacio en la arquitectura tradicional cubana». En este artículo, Porro resalta dos elementos que forman parte de la tradición de Cuba y que incorpora en las Escuelas Nacionales de Arte:
La luz en nuestro país es muy fuerte. Sólo es posible captar sutilezas de color temprano por la mañana o cuando se pone el sol. Pensando en esto, los arquitectos coloniales decidieron tamizarla a través de persianas finas y vidrios de colores. Los vitrales ocupaban la parte superior de los arcos o de las ventanas. La luz así tamizada cambiaba la atmósfera interior a las casas, dando una coloración al ambiente.
[…] En urbanismo usaron un sistema de calles estrechas, con plazas como en la mayor parte de las ciudades europeas. En cambio, el espacio de la plaza se cerraba de tal modo que daba la sensación de un gran patio. En vez de entrar directamente al espacio de la plaza, las calles desembocaban a los portales delante de las casas.[15]
A principios de 1960 el debate en torno a la tradición y a la herencia cultural sigue vivo. «Lo cubano» invade muchas disciplinas artísticas y no artísticas del momento. Sin embargo, esta corriente regionalista queda frenada, en parte, por el triunfo de la Revolución. Las Escuelas Nacionales de Arte representarán el último ejemplo del intenso debate nacional en busca de las raíces y la construcción de una nueva identidad asociada a las tradiciones.
El destino, su afiliación política y Selma Díaz —amiga personal de Ricardo Porro y mujer del ministro de Construcción— hicieron que Ricardo Porro recibiera el encargo soñado: la construcción de una Academia de las Artes para los hijos de los trabajadores en La Habana revolucionaria. La idea procedía directamente de ideólogos triunfantes de la revolución: Fidel Castro y Ernesto Che Guevara.
Para la realización de este singular encargo, Ricardo Porro llamó a sus amigos italianos Vittorio Garatti (1927-) y Roberto Gottardi (1927-2017), con quienes había coincidido durante su exilio político en Caracas.
Las Escuelas Nacionales de Arte debían representar el nuevo ideal político, el momento histórico que estaban viviendo: eran el nuevo icono de la revolución. Su ubicación y el programa respondía a un mensaje claro y directo: los terrenos exclusivos del campo de golf del Country Club, cuyo acceso estaba reservado a la burguesía más selecta de la capital habanera, se habían socializado. El Country Club se abría al pueblo. Allí se iba a crear la mayor Academia de las Artes construida en Cuba para la formación de los hijos de los trabajadores. El lugar era único. Tenía una carga social que lo convirtió en un elemento de divulgación política e ideológica. Era la primera vez que la arquitectura se utilizaba como elemento de representación de una parte de la historia reciente de Cuba.
Para crear este conjunto de edificios, Ricardo Porro, como director del equipo, estableció una serie de principios para lograr una cierta coherencia. Inicialmente se pensó la escuela como un único edificio, pero la premura de tiempo y la diversidad programática, obligaron a separarlos en cinco edificios, aunque ello supusiera la repetición de algunos servicios comunes. Sin embargo, esta decisión provocó una libertad formal y estilística para los arquitectos implicados. Para lograr una lectura unitaria, se trabajó con un único material, la cerámica, y un sistema constructivo asociado a ese material que permitía una gran variedad formal: la bóveda tabicada. El emplazamiento elegido, el antiguo campo de golf del Country Club, también jugó un papel decisivo ya que las arquitecturas debían dialogar con los elementos existentes del campo de golf, con su topografía, arbolado y accidentes geográficos.