«¿Qué hay como el número para albergar
estas dos condiciones que lo amado tiene para el que ama: pureza y enigma?»
María Zambrano
1. ¿ACTUALIDAD DE DON JUAN?[1]
¿Sobrevivirá don Juan al siglo xx? ¿Qué sentido tiene que volvamos sobre esta figura que parece escapada del guardarropa de un teatro de provincias? Un amigo me comenta que asiste en Sevilla a la representación de un Don Giovanni —cuyo título completo es Il dissoluto punito, o sia Il D. Giovanni— en el que, aun apareciendo la estatua del comendador, el burlador no da con sus huesos en el infierno. Mi amigo abandonó el teatro con la sensación de haber sido estafado. Pero ¿quién se atreve a presentar la posibilidad de que un seductor sea condenado por sus conquistas en una sociedad tan radicalmente secularizada que ha perdido la noción de pecado, aunque, quizá no la de culpa?
Don Juan fue declarado impotente por Unamuno y homosexual por Marañón. Valle-Inclán lo imagina «feo, católico y sentimental» y, pese a que no lo diga de forma explícita, un poco perverso. Según Max Frisch, don Juan prefirió la geometría a las mujeres. En cierta ocasión se quedó toda la noche aguardando al comendador, con la esperanza de terminar de una vez por todas, y en otra quiso seducir a su propia hermana y el intento acabó en suicidio. Sesudos filósofos lo han declarado inmaduro e incapaz de adquirir sentido del otro, abocado a un egoísmo sin horizonte. Ha sido confundido con un mafioso italiano de New Jersey. Un perspicaz director decidió que don Juan podía encarnarse en un actor renco que se pasó la obra corriendo detrás de las mujeres, a las que nunca quedó claro si las seducía, porque no llegaba a tiempo… En 1992, cuando la modernidad había comenzado a despedirse, un notable escenógrafo, Robert Wilson, concibió una performance en la que el inmortal burlador brillaba por su ausencia: una gran sala de colores neutros albergaba un motón de gigantescos bloques de piedra, probablemente, de granito. Entre las grandes piedras mudas, mujeres envueltas en velos oscuros, absortas, tan quietas como las piedras. ¿Eran las abandonadas de don Juan, las seducidas anónimas de la lista numerosa? Es posible. Pero siempre es peligroso interpretar una performance, aunque sabemos que, necesariamente, detrás de la visión que se nos ofrece, hay un texto. Puesto que la alusión al burlador de Sevilla y convidado de piedra era transparente, cabe preguntarse: ¿sugería aquel escenario que ya sólo era posible pensar, representar al burlador in absentia, que del mito quedaba la víctima abandonada a sí misma, a su dolor, pero también a su libertad; y el fantasma de la ley, el eco mudo del mandamiento que prohíbe el goce y que Freud resumió como «principio de realidad»? Quizá.
2. EL ASUNTO DE DON JUAN
Don Juan, cuyo nacimiento es contemporáneo de los grandes ideales humanistas, como el de la libertad (Pico) o la afirmación del propio yo como orgulloso punto de vista sobre el universo (Montaigne, Descartes), sale de escena en la época del nihilismo, indicio de que dichos ideales dependían de ese mismo Dios al que la Ilustración pretendió ignorar, reconvertido en un Dios matemático moralmente inocuo. Por ello tengo la sospecha de que la posible actualidad de don Juan es tenue, por no decir que está agotada por completo, como una de esas estrellas que ya no irradian luz, aunque ésta viaje aún por el espacio. Pero es imposible ignorar que ha vivido en todos los tiempos y estilos de la modernidad desde que fuera alumbrado en el siglo xvii. La verdad es que sólo encuentro dos justificaciones para escribir sobre don Juan: a) que el juego de la seducción sigue siendo un misterio, como lo es el eros del que ya hablara Platón, se practique o no; b) que nuestro pasado nos condiciona más de lo que podemos a veces sospechar.
De ahí que volvamos a preguntar, ¿quién es don Juan? Lo primero será responder: un personaje literario, como don Quijote o Fausto. Si bien algunos autores sostienen que es algo más. George Steiner propone que es don Juan el único mito que ha sido capaz de crear la modernidad:
Bien pudiera ser que la figura de Juan Tenorio encarne el único caso que podemos documentar del invento de una «ficción arquetípica» por obra de un autor individual. Persisten dudas acerca de lo que puso de su propia cosecha el autor que usó el seudónimo de Tirso de Molina. Pero, una vez que su [El] burlador de Sevilla fue lanzado, su protagonista y el motivo de la estatua vengadora adquirieron energías y la fuerza metafórica de lo anónimo» (Antígonas, Barcelona, Gedisa, 1987, p. 106).
Ortega, que dedicó algunas páginas a inventarle al burlador una dimensión ética, escribe: «Don Juan no es un hecho, un acontecimiento, que es lo que fue de una vez para siempre, sino un tema eterno propuesto a la reflexión y a la fantasía».
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A mi juicio, la trayectoria de don Juan es inseparable de una época que ha tenido un perfil muy acusado a lo largo de los cuatro siglos que duró: la Edad Moderna o modernidad. Esa «segunda muerte» a la que se alude en el título de este ensayo remite a la definitiva, que habría llegado a don Juan cuando las estructuras y «creencias» históricas y sociales sobre el amor, la identidad sexual, el placer y el deseo, la muerte y el más allá y los vínculos familiares se han transformado tanto que los significantes que el mito ponía en juego han dejado de significar en nuestro tiempo.
No ha sido infrecuente, entre los escritores españoles de principios del xx, compararlo con el otro gran personaje universal que alumbró el genio de un hombre, elevándolo a la categoría de cuasimito: don Quijote.
Don Quijote y don Juan son los dos extremos opuestos de uno de los principios civilizatorios que configuró Europa: el amor cortés. Don Quijote es la encarnación ciega y devota del enamorado que sólo vive para la gloria de su señora Dulcinea. Cuando el bachiller Carrasco le informa que sus andanzas han sido publicadas, la primera preocupación que siente el caballero es por la imagen de su amada: «Temíase no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos» (segunda parte, capítulo iii). Don Juan es la burla y el insulto de ese mismo amor que se entretiene en ofender.