A pesar de alguna coincidencia, como el hecho de que ambos surgen en la Edad Media y que son caballeros españoles que se afanan detrás de un ideal —o un fantasma— imposible de alcanzar: afán, sed, inquietud, cierta incandescencia, las diferencias son sustanciales. Don Juan no tiene rostro o figura, gusta de ir casi siempre embozado, y casi no tiene pasado, habitando, privilegio de los mitos, en una especie de presente ensanchado. Es, en cierta medida, la inversión del primero. Don Quijote, dotado por Cervantes de un inconfundible perfil, es el personaje literario que pone fin a los mitos de leyenda, a los que encaja como leyenda y mitología en la dura realidad. Y así los destruye. Aludo a la escena del retablo de maese Pedro (capítulos xxv y xxvi de la segunda parte del Quijote): en el teatro de marionetas de maese Pedro, los héroes de antaño no prevalecen enfrentados a la «materialidad de lo real», las pobres marionetas despanzurradas por la reacción de don Quijote. Don Juan, en cambio, retiene su privilegio de mito aun siendo personaje. La plasticidad del campeón amoroso quizá se explique por la misma sustancia de que está hecho, eros, deseo.

Las poderosas transformaciones, casi podría decirse transustancia-ciones, que el cristianismo operó sobre los dioses griegos, Dionisos, Afrodita, Eros, daimon que habita en la proximidad de los hombres, no habrían conseguido borrar del todo su origen. El amor cristiano de caritas tan bien perfilado por san Agustín no puede ocultar del todo su origen, que emerge cuando, después de la crisis renacentista, el mundo de los cuerpos se revaloriza. La modernidad ha sido descrita muchas veces, tantas que ya es un lugar común, como un proceso de secularización. También vale esto para las andanzas mundanas de nuestro mito, uno de cuyos problemas fundamentales será mantener su «credibilidad» cuando ya no se sostenga la fe en lo sobrenatural, que justifica con toda naturalidad la intervención del comendador, arrastrando al disoluto burlador a los infiernos. ¿Es posible un don Juan sin comendador? En cierto modo no, aunque las metamorfosis de la estatua de piedra animada retarán sin demasiado éxito la imaginación de los autores desde mediados del xix.[2] Pero, si la modernidad daña la grandeza trágica del deseo de don Juan, también favorece su acercamiento al orden inconsciente, que se va gestando de siglo en siglo desde el fin de la Edad Media: el deseo se instala en el centro mismo del hombre moderno, como supo ver John Locke: «Cualquiera que reflexione sobre sí mismo encontrará pronto que el deseo es un estado de inquietud». Será entonces la ausencia del objeto deseado lo que nos incite a obrar, a vivir. El motor de la voluntad es el descontento y de él se puede concluir que «nacen todas las costumbres de nuestra alma y de nuestro cuerpo». Aunque falta aún mucho tiempo para que los héroes románticos enciendan, con el elogio de la desmesura y el afán de infinito, la imaginación del europeo, un agudo comentarista del Ensayo sobre el entendimiento humano, el libro más leído por los pensadores del xviii, Paul Hazard, señala que ya está aquí, en la idea de pasión que elaboran a medias racionalistas y empiristas, el plan de «pedir al corazón las satisfacciones que le ha negado la razón».

 

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Los dos términos que mejor lo describen son, probablemente, seducción y muerte. En su entrelazo dibujan el horizonte dentro del cual se mueven los incontables donjuanes literarios e incluso algunos de los históricos, como Casanova.

Por eso es importante subrayar el componente «seducción» y no el de «amor», porque —y así ha sido caracterizado en algunas ocasiones— don Juan es el antihéroe amoroso, el inverso, por ejemplo, de Tristán o el propio don Quijote en su condición de enamorado.

A mi juicio, el mito de don Juan se articula sobre tres elementos: el joven que dedica su tiempo a seducir mujeres; la lista numerosa; y la estatua de piedra, ambigua irrupción de lo sobrenatural, imprescindible para dar la medida de la gallardía de don Juan, de la seriedad de su apuesta.

El motivo de la lista numerosa al que todas las variantes del mito recurrirán después de la ópera de Mozart evita algunos inconvenientes, como tener que mostrar en qué consiste el privilegio seductor de don Juan. Tirso lo resolvió con genialidad recurriendo al tiempo, haciendo de su don Juan el seductor más rápido que ha pisado un escenario. La lista numerosa evita también la pregunta «¿cómo seduce don Juan?». Aparentemente, ésta es irrelevante: don Juan es un coleccionista que busca añadir un dígito a su contabilidad. Aunque esto no resuelve el misterio. Sólo lo aplaza. Leporello a doña Elvira: «Madamina, il catalogo è questo / delle belle che amò il padron mio / […] / in Italia secento e quaranta […] —sigue el recuento por casi todos los países de la ilustrada Europa y termina en la famosísima cifra—: ma in Ispagna son già mille e tre».

La lista numerosa, en la desmesura del «mille e tre», alude también al ingrediente de absurdo, negación, destrucción de la cotidianidad que acompaña al eros. Enumerar es contar en el doble sentido: seriar, clasificar lo caótico y dotar, mediante una narración, causalidad o ley, de un sentido a los hechos brutos. La cotidianidad es lo profano, el opuesto a la experiencia de lo sagrado, vinculada a la orgía y la transgresión que interrumpen el orden productivo y moral de la comunidad. La desmesura en el deseo de don Juan aparece ya en el personaje de Molière, que compara la ambición conquistadora de su corazón con la de Alejandro Magno: no se resigna a que nada limite su deseo infinito de abrazar los cuerpos de una infinidad de mujeres, a cuya lista siempre se puede añadir un dígito.

Otro implícito en el tema de la lista numerosa, en la medida en que le atribuimos el privilegio de captar la «esencia» de don Juan, consiste en que éste no puede enamorarse. En él se cumple absolutamente la asimetría que algunos creen que caracteriza el amor: el amado permanece tan impasible como el dios aristotélico mientras que el amante en torno a él se agita, se afana y se entrega.

Como mostraremos en el apartado siguiente, don Juan está perdido si se enamora. Es lo que escenificó Zorrilla con su don Juan católico. Por tanto, don Juan es el hombre de quien se enamoran las mujeres; no es un esforzado del amor como Casanova. Ortega y Gasset, que tanta importancia concedió a la dimensión amorosa en la vida humana, ha sabido captar ese aspecto de la leyenda al comparar a dos escritores con fama de seductores, Stendhal y Chateaubriand.

Stendhal, el autor de la famosa teoría del amor como cristalización, se afana con denuedo en torno a la mujer. Según Ortega, es todo lo contrario de un donjuán: «Don Juan es el otro, ausente siempre, envuelto en su niebla de melancolía y que probablemente no cortejó jamás a ninguna mujer». El verdadero seductor, en la medida en que un hombre de carne y hueso pueda acercarse al mito, sería Chateaubriand, según esta deliciosa anécdota que refiere Ortega: «La marquesa de Custine se acerca a los setenta. Un día enseña el castillo a un visitante. Al llegar éste a la habitación de la gran chimenea, dice: “¿De modo que éste es el lugar donde Chateaubriand estaba a los pies de usted?”. Y ella, pronta, extrañada y como ofendida: “¡Ah, no, señor mío, no; yo a los pies de Chateaubriand!”» (Obras completas, v, p. 471).

 

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Si algo pretendo que quede claro es que don Juan no es un esforzado del sexo, un salteador de alcobas. Pero es más fácil decir lo que no es. La evolución del mito con la modernidad que lo alumbró, su adensamiento y polisemia, hace difícil ofrecer un perfil claro de quién fue don Juan en su época clásica, antes de que el Romanticismo confíe a la mujer un papel activo en la vida amorosa de Occidente. Hagamos unos breves cortes transversales en los tres don Juanes clásicos: a) el barroco de Tirso, el de los cuerpos; b) el «clásico» de Molière, de las ideas y c) el ilustrado de Mozart-Da Ponte, de la sensualidad.

Tirso imagina a su don Juan en el mediodía del Barroco católico. De ahí que estén presentes sus grandes obsesiones, como la fugacidad de la vida, al tiempo que resuena un eco ya lejano de la alegría del Renacimiento. Un diálogo imposible entre el instante y la eternidad: don Juan es un héroe con prisa. Nadie ha seducido tanto en tan poco tiempo. Recuérdese la escena con Tisbea, en la playa de Tarragona. Apenas recupera el aliento, sólo tiene voluntad para gozarla. La vida arrimada a la muerte se trasluce en esa coplilla que don Juan cita en varias ocasiones. El juicio habrá de llegar con la muerte. Pero ¡está tan lejos que es como si fuera inmortal!

Estrellas que me alumbráis,

dadme en este engaño suerte,

si el galardón en la muerte

tan largo me lo guardáis.

 

Leer su don Juan como una vanitas animada, escenificada.

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