Este don Juan Tenorio fue escrito en unas pocas jornadas, a mediados del siglo xix, 1844, en el momento álgido del Romanticismo español que, recordemos, es bastante tardío respecto del alemán —el Don Juan de Hoffmann es de 1813 y Los sufrimientos del joven Werther, de un año después—. Goethe ha muerto en 1832. Se trata, en el caso del español, de un Romanticismo escasamente religioso o, en todo caso, de religiosidad popular, a diferencia del alemán, que había nacido como reacción al ateísmo y materialismo de la Ilustración. El nuestro, muy influido por el francés, es más político que filosófico. El secreto del éxito del Don Juan de Zorrilla se deberá a la costumbre de acudir en masa a la representación del Tenorio en torno a la fiesta de Difuntos, el 2 de noviembre. Unamuno, que tan bien comprendió el alma española de su tiempo, dice que este Tenorio es como un misterio religioso «en derredor del [Día] de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de don Juan Tenorio».
Para entender la novedad que Zorrilla aporta al mito, hay que tener en cuenta que recrea una versión católica del mismo, cuya clave reside en la salvación del disoluto, que evita el castigo en el último instante. En sus memorias, Recuerdos de un tiempo viejo, habla con displicencia, casi con desprecio, de su héroe, sorprendido y hasta un poco molesto por el éxito inesperado que tuvo un drama que escribió de prisa y corriendo en unas pocas noches, urgido por la necesidad de cobrar los sueldos que le pagaba el empresario teatral para el que trabajaba.[4] La novedad de este don Juan reside en que se enamora, el efecto de su amor le devuelve la fe en Dios y, a pesar de que aun aparece la estatua del comendador (¿por última vez?), en esta ocasión comparece más como enviado de la misericordia divina que como agente justiciero: «Al sacrílego convite / que me has hecho en el panteón, / para alumbrar tu razón, / Dios asistir me permite» (verso 3425).
El trabajo de elaboración del personaje no es gran cosa. Se parece mucho a los don Juanes anteriores: es pendenciero y superficial. Queda identificado al comienzo de la obra por el recurso a la lista numerosa que, en este caso, elabora él mismo, al estar compitiendo con otro libertino, al que después dará muerte. Zorrilla no se preocupa por la intimidad del personaje ni le añade alguna dimensión inédita. La novedad de la obra reside, paradójicamente, en que inventa a doña Inés, una novicia capaz de amar. En sus memorias habla con desprecio de don Juan, a quien trata de botarate, caprichoso, «aborto del infierno», y con admiración de Inés, mujer, dice, de la estirpe de «Eva antes de ser expulsada del paraíso».[5]
Zorrilla altera el mito de raíz al hacer que el seductor múltiple se enamore. Eso termina con su carrera de seductor. Puede decirse sin exageración que es el último de los don Juanes clásicos. La posteridad tendrá que asumir que, si don Juan se enamora, seductor seducido, el elemento del conquistador múltiple se vuelve increíble. Porque el secreto de don Juan es que enamora sin sentir amor.
Un segundo componente del mito, el que le ha dado a don Juan un perfil trágico, que Mozart supo captar como nadie mediante la música, en el momento en que la estatua de piedra le pide la mano y don Juan responde con gallardía «Eccola…» (aquí está), también sale dañado. Un crítico ha observado que la mano del comendador es desplazada, en el drama de Zorrilla, por la mano de doña Inés. La escena transcurre a imitación de la clásica de Tirso: la estatua se dirige a don Juan para conminarlo a que lo acompañe, su tiempo se ha agotado. «Suelta mi mano…», le pide don Juan. Pero la estatua responde: «Ya es tarde».
La presencia del tiempo en las últimas escenas del drama es inteligentemente obsesiva. A don Juan se le recuerda de forma constante, como si tendiera a olvidarlo o le costara trabajo comprender, que el tiempo se le acaba. El primer aviso proviene de la propia doña Inés (de su sombra, para ser más exactos), motor de su salvación, quien le advierte: «Y medita con cordura / que es esta noche, don Juan, / el espacio que nos dan / para buscar sepultura» (verso 3020). Y el segundo y más contundente del propio comendador que viene a enseñarle con un deje paternal, a pesar de las ofensas, la lección olvidada: «Que hay una eternidad tras de la vida del hombre» (verso 3435). Después del aviso que ha tenido lugar en la casa de don Juan, mientras cena con dos secuaces, cuando irrumpió la estatua, don Juan se sume en un mar de dudas. No sabe si lo que le pasa desde que descubrió el mausoleo que su padre mandó edificar para albergar a sus víctimas es real o no. Y, sobre todo, duda del mensaje del hombre de piedra: «¡Dios me da tan sólo un día!». Escéptico, argumenta bien, teniendo en cuenta el montante de sus faltas: «Si fuese Dios en verdad, / a más distancia pondría / su aviso y mi eternidad» (verso 3485). Y, en efecto, don Juan se resiste: «¿Contra Tenorio / las piedras se han animado / y su vida han acotado / con plazo tan perentorio?» (verso 3540). Don Juan decide, tras batirse en duelo con el capitán Centellas, acudir a la invitación de la estatua que, en correspondencia a la suya, cursó la piedra. Pero, a diferencia de las versiones anteriores, no va don Juan por orgullo o pundonor, sino a «buscar prueba más cierta / de la verdad en que dudé obstinado…» (verso 3640). La cena de fuego y cenizas es presidida por un reloj de arena, la «medida de tu tiempo», le dirá poco después la estatua, que le avisa de entrada: «El plazo de tu sentencia / está llegando ya». En realidad, don Juan no se habría salvado sin la ayuda de doña Inés. Será el sino de los tiempos por venir: la mujer, objeto pasivo de seducción, destruye a don Juan finalmente.
Y, en efecto, el tiempo se acaba, en la escena siguiente irrumpe doña Inés:
¡No! Heme ya aquí,
don Juan; mi mano asegura
esta mano que a la altura
tendió tu contrito afán,
y Dios perdona a don Juan
al pie de la sepultura (versos 3770-3775).
La mano de doña Inés, que los teólogos nos explican que es movida por el amor de la caritas y no por el amor de ágape, es decir, amor de Dios y no amor de cuerpos, salva del infierno a don Juan. (Recordemos que el breve acto tercero se titula «Misericordia de Dios y apoteosis del amor»).
Este don Juan que resulta perdonado, redimido por el amor de caridad de Inés, libremente aceptado, deseado por don Juan, transforma la tragedia del deseo oscuro e incierto, que remonta a los misterios dionisiacos, en drama cristiano: la lucha convencional del bien contra el mal, con el triunfo del bien, no sin intervención de la gracia sobrenatural.
4. EVOLUCIÓN POSTERIOR DEL MITO
Don Juan ya lo habría tenido difícil después del fin de siglo, momento en que la melancolía, el sufragismo con su corriente asociada, el feminismo, y cierto gusto por las perversiones dejan a don Juan sin espacio, oficio ni razón de ser. La psicología, el historicismo y la relajación de las costumbres son incompatibles con don Juan, por no hablar de la absoluta incredulidad que produce la visita de la estatua de piedra, asociada a la imagen del infierno, que se abre a los pies de don Juan para tragárselo tal cual.
Hay críticos que culpan a Zorrilla de aburguesar a don Juan. Ése es un cargo que yo no le imputaría. Es la sociedad la que cada vez se aleja más de los ideales heroicos, aunque, como en el caso que nos ocupa, se trate de heroísmo negativo. Ya las pasiones románticas se atemperan después de la crisis europea de 1848. Llega el progreso técnico y el confort se pone de moda. Las grandes ciudades y la diversión de masas hacen que seducir esté al alcance de cualquier mozo medianamente apuesto y con algo para gastar. El Tenorio de Zorrilla está a mitad de camino del Don Juan de Byron y de la Madame Bovary de Gustave Flaubert, quizá un poco más cerca de ésta.
El autor de La educación sentimental nunca escribió un Don Juan, pero sí que se planteó hacerlo. En uno de los cuadernos de trabajo, hay unas páginas dedicadas a bosquejar un posible cuento o una novela corta.[6] Flaubert imagina a un don Juan fatigado que hace un descanso en el camino y dialoga con su criado Leporello:
—Vamos. La vida que llevo. ¿Acaso es mi culpa también?
—¡Cómo…! ¿No es su culpa?
Leporello lo cree, pues en él ha visto varias veces la noble intención de llevar una vida ordenada, y don Juan sentencia: «Sí, me anima la inquietud». Y Flaubert añade: «Don Juan siente hastío y hasta el deseo de morir que uno suele experimentar cuando ha pensado mucho, sin descanso».