POR FRANCISCO FUSTER
Personas más antitéticas que Baroja y Valle-Inclán no pueden darse en un mismo momento.
Semblanzas ideales (1972), Julio Caro Baroja
Aunque resulta imposible determinar el momento exacto, es probable que Pío Baroja (San Sebastián, 1872-Madrid, 1956) y Ramón del Valle-Inclán (Vilanova de Arousa, 1866-Santiago de Compostela, 1936) se conocieran en los años finales del siglo xix, quizá en 1896 o 1897, en la tertulia que el editor Luis Ruiz Contreras solía organizar en la biblioteca de su casa, a la que acudían varios jóvenes aspirantes a escritores que, con el tiempo, pasarían a formar parte de la generación del 98, o bien en la que Jacinto Benavente y el propio Valle-Inclán mantenían en el Café de Madrid, en torno a esas mismas fechas. Durante esos años del cambio de siglo, Baroja y Valle-Inclán también coincidieron en las páginas de revistas fundacionales del grupo noventayochista como Germinal, Revista Nueva, La Vida Literaria, Revista de Libros, Alma Española o Electra, en la que Valle-Inclán llegó a publicar, en marzo de 1901, una reseña de la novela barojiana La casa de Aizgorri (1900). Igualmente, ambos tenían una afición —dar largas caminatas por Madrid y sus alrededores— que, por lo que contó Baroja en sus memorias, compartieron en más de una ocasión. Si es conocida la querencia del autor de La busca a dar largos paseos por los suburbios de las grandes ciudades, no lo es menos la de Valle-Inclán, con quien Baroja emprendió varias excursiones en las que, según su biógrafo, Miguel Pérez Ferrero, «Valle-Inclán emprendía el paso y tomaba la palabra al mismo tiempo, y ya se hacía dificilísimo detenerle en cualquiera de los dos ejercicios» (Pérez Ferrero, 1972: 110). Hablando del cambio de siglo, también podemos recordar que Valle-Inclán no faltó al banquete de celebración que Azorín organizó en 1902, con motivo de la aparición ese mismo año de Camino de perfección, novela de Baroja cuya publicación causó cierto impacto en su momento.
Años más tarde, en 1914, Baroja se vio envuelto en un tragicómico incidente que él mismo contó en sus memorias, donde narró el extraño episodio según el cual un día se presentaron en su casa de la calle de Mendizábal dos periodistas enviados por el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien le exigía que rectificase unas palabras que, en su opinión, le habían injuriado. Ante la negativa del novelista vasco a rectificar, los periodistas le instaron a nombrar dos padrinos, por si el malentendido no se arreglaba a través del diálogo y había que recurrir a la suerte del duelo. Baroja, que se tomó el asunto a broma, nombró padrinos a Azorín y a Valle-Inclán, que acudieron al Café Suizo de Madrid, donde Valle-Inclán —que salió en defensa de su amigo— tuvo un agrío enfrentamiento con Gómez Carillo, quien afirmó que estaba dispuesto a desafiar a todo aquel que le ofendiera, a lo que el gallego respondió que a él no se atrevía a desafiarle nadie. Aunque la sangre no llegó al río y la cosa no pasó de una trifulca tabernaria, la anécdota revela la existencia si no de una amistad profunda, sí de una relación de camaradería entre Baroja y Valle-Inclán sostenida a lo largo de estos primeros años del siglo xx.
Sin embargo, y no obstante esta muestra de solidaridad gremial, apenas un año después surgió la primera discrepancia entre ambos, cuando en enero de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, José Ortega y Gasset fundó la revista España, en la que colaboró una imponente nómina de autores, la mayoría de tendencia aliadófila, entre ellos el propio Valle-Inclán. Baroja, que fue de los pocos intelectuales españoles que se declaró germanófilo, se distanció de la publicación y terminó abandonándola en enero de 1916, cuando la dirección de la revista pasó de Ortega al socialista Luis Araquistain. Como ha señalado Miguel Ángel García de Juan, esta complicidad de Valle-Inclán con el socialismo de Araquistain primero y con el republicanismo de Azaña después, dos personajes por los que el vasco sentía nula simpatía, «no sería precisamente un motivo de admiración de Baroja hacia el autor gallego sino todo lo contrario» (García de Juan, 2011: 490). Aquí arranca, supuestamente, el distanciamiento entre dos autores que, hasta ese momento, habían podido discrepar en cuestiones concretas, pero habían mantenido un vínculo de amistad no intenso pero sí bastante cordial, no sólo entre los dos interesados, sino también entre Valle-Inclán y el resto de la familia Baroja, con la que el vilanovés siempre tuvo un trato exquisito, sobre todo con su viejo amigo, el pintor y grabador Ricardo Baroja, con quien tuvo más y mejor relación que con su hermano.
Aunque la enemistad entre Baroja y Valle-Inclán constituye un lugar común a la hora de hablar de la relación que los miembros de la generación del 98 mantuvieron entre ellos, lo cierto es que dicha enemistad nunca existió. En honor a la verdad, y como trataré de demostrar a continuación, lo que los testimonios de ambas partes demuestran es que mientras que Valle-Inclán jamás dedicó un insulto o una mala palabra a su colega, Baroja siempre sintió, aunque durante un período de su vida –la juventud de ambos– lo disimulara, un profundo rechazo hacia su compañero y supuesto amigo, inspirada no en causas concretas y objetivables, sino en una evidente falta de afinidad entre ambos y en una fobia personal del escritor donostiarra.
De los distintos textos barojianos en los que podemos rastrear la antipatía de su autor por Valle-Inclán, el que, sin duda, más nos interesa es la semblanza que don Pío le dedicó en «El escritor según él y según los críticos», segundo volumen de sus memorias, publicado en 1944, cuando el autor de Luces de bohemia ya hacía ocho años que había muerto. Aunque no sea —ni mucho menos— algo inusual en sus descripciones, en las que el vasco gustaba de insertar unas líneas sobre la fisonomía de los retratados, sí llaman la atención las palabras que dedica al físico valleinclanesco y a la sensación que éste produjo en la sociedad española del cambio de siglo. En ese sentido, Baroja dijo haberse sorprendido por el hecho de que la gente hablase de la belleza de alguien a quien él describía en términos no precisamente elogiosos: «Valle-Inclán no era un hombre de cara bonita, ni mucho menos, tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e inexpresivos; la barba rala y deshilachada, y la cabeza, piriforme, y, sin embargo, para muchos era algo como un gigante y hasta como un Apolo» (Baroja, 2013: 85). Siguiendo con el aspecto exterior, en este caso no de la persona, sino de la obra, Baroja siempre admitió que, mientras que el estilo modernista de Valle-Inclán estaba dentro de la corriente literaria de la época, encarnada por autores como Maeterlinck y D’Annunzio en el extranjero, o por Benavente y Rubén Darío en el ámbito hispánico, él era más partidario del realismo de Dickens, Stendhal o Dostoievski, por lo que no resulta nada extraño que, en otro pasaje de sus memorias, criticase el recargamiento de la prosa valleinclanesca y dijese de ella que le parecía «un traje lleno de adornos y lentejuelas un poco cogidas de aquí y de allá» (Baroja, 1997, II: 187).
Si de la forma pasamos al fondo, esto es, a la personalidad del escritor gallego y al contenido de su obra, la opinión no sólo no mejora, sino que va en la misma línea, pues don Pío fue muy sincero al reconocer que «además de la antipatía física, había entre nosotros una antipatía intelectual» (Baroja, 2013: 91). De los supuestos defectos de Valle-Inclán, el que más censuró Baroja fue el de su falsedad e hipocresía, cifrada, según el vasco, en que, pese a cultivar —sobre todo en los años finales de su vida— la imagen de «un hombre de una austeridad salvaje», en realidad, había vivido de los momios que el Estado le había proporcionado: «Yo le pregunté una vez a Melchor Fernández Almagro, que había escrito una biografía de Valle-Inclán, si éste no había tenido sueldos del Estado. «Lo que hay que preguntar —me contestó él con sorna— es si ha habido algún tiempo en que no ha tenido sueldo» (Baroja, 2013: 84). Aunque aclaraba que no le parecía mal que el Estado concediese sinecuras a escritores o artistas, lo que no podía tolerar es que quienes vivían de esos privilegios quisieran, además, pasar por independientes. Según Baroja, Valle-Inclán no sólo había sabido moverse bien hasta lograr «un salvoconducto para hacer lo que le diera la gana», sino que además se comportaba como un «chaquetero», adaptando su ideología política al sol que más calentara en cada momento: «En la época republicana se decía que era un comunista y se le hizo un homenaje como revolucionario, y el gobierno rojo le daba una pensión a la viuda. En la época actual [1944] sería tradicionalista» (Baroja, 2013: 85). Si nadie denunciaba esa doble moral era porque «a Valle-Inclán se le tenía miedo», como demostraba el hecho de que, según él, el pontevedrés hablase mal de mucha gente de su época y, sin embargo, nadie se atreviese a hablar mal de él, por motivos que Baroja tampoco explicitaba.
Al poner por escrito sus recuerdos y analizar retrospectivamente el pasado, dejó bien claro que la soterrada antipatía que sentía por Valle-Inclán venía de lejos, porque, al analizar las que, a su juicio, habían sido las tres tertulias literarias más importantes de la edad de plata, cargaba duramente contra la que Azaña y Valle-Inclán animaban en la Cacharrería del Ateneo (las otras eran la de Ramón Gómez de la Serna en el Pombo y la de Ortega y Gasset en el café Granja El Henar). Según el vasco, dicha reunión de amigos era «la tradicional murmuración maliciosa» en la que «el uno era un borracho, el otro era un tonto, el otro engaña a su mujer, etcétera, etcétera», y en la que Valle-Inclán se sentía como un dictador, lo que daba lugar a que a veces surgieran «riñas desagradables» (Baroja, 1997, I: 842). De la misma forma, reconocía haber compartido muchos paseos con él, pero, lejos de hacerlo en un tono cariñoso, aprovechaba para lanzar otra de las invectivas que con más insistencia dirigió a su amigo, a quien acusaba de ser fantasioso y de haber tergiversado cantidad de historias que ambos vivieron juntos, creando versiones a su gusto, siempre en beneficio propio: «Una vez, esto lo leí en un periódico, decía que habíamos ido él y otros varios por la Ronda de Toledo, y que habíamos visto pasar unas manadas de toros por este paseo, y que todos los que iban con él, entre ellos yo, habían huido y él había quedado tranquilo» (Baroja, 1997 I: 917).