Desde el punto de vista de su ideología política, es bastante creíble la teoría expuesta por Julio Caro Baroja, quien en un texto sobre Valle-Inclán, publicado en 1966 en la Revista de Occidente y luego incluido en su libro Semblanzas ideales (1972), argumentaba que la primera discrepancia entre ambos radicaba en el hecho de que, mientras Valle-Inclán era un carlista recalcitrante, Baroja —que era un gran conocedor del carlismo (su padre había sido voluntario en la Segunda Guerra Carlista) y había heredado la visión familiar de aquel episodio— era un liberal convencido, por lo que difícilmente iban a entenderse en esto; más bien todo lo contrario. Sí el pontevedrés veía la guerra carlista como una contienda «llena de lances caballerescos, en escenarios medievales» y protagonizada por «donjuanes religiosos y satánicos, damas exquisitas, aldeanos fabulosos», el guipuzcoano veía «patrullas mandadas por clérigos de aldea, jaboneros y cereros de callejuela, y construidas por caseros sombríos, detenciones de diligencias, emplumamientos de mujeres, palos a mansalva, marchas y contramarchas poco explicadas y explicables, canciones de taberna y, en frente, soldaditos “guiris”, dirigidos por generales que despotricaban del “país, el paisaje y el paisanaje”» (Caro Baroja, 2014: 193). Por eso, no extraña nada que, como cuenta Caro Baroja, su abuelo y padre de Pío, Serafín Baroja, que era un hombre afable y risueño, llegara incluso a irritarse con Valle-Inclán y con Ciro Bayo, ambos escritores carlistas y amigos de la familia, cuando éstos le contaban una versión del conflicto distinta a la que él mismo había vivido (Caro Baroja, 2014: 194). Y tampoco sorprende que a Baroja le disgustase la trilogía valleinclanesca sobre la guerra carlista (1908-1909), como él mismo se encargó de dejar claro en sus memorias, por si había alguna duda:

¿Cómo me van a divertir a mí las tres novelas de la guerra carlistas que escribió Valle-Inclán, que pasan en el País Vasco sin haber estado el autor en él? Cuando veo que entre los guerrilleros de Santa Cruz —todos o casi todos guipuzcoanos— el escritor habla de viñadores —en Guipúzcoa no hay una viña—, de gente que corre al borde las acequias —no hay una acequia—, de viejas montadas en burros —no se ve una—, con los refajos sobre la cabeza —no he visto ninguna—, de curas con galgos —no hay un galgo—, etcétera. […] Valle-Inclán era en esto especialista, en historias fantásticas que acomodaba al tiempo (Baroja, 1997, I: 187).

 

Como he apuntado anteriormente, otro punto de discrepancia se produjo cuando en España se abrió el debate en torno al posicionamiento del país en la Primera Guerra Mundial. Ya varios años antes de la guerra, en 1911 y 1912, Baroja —que, por lo demás, siempre un gran defensor de Francia y de su cultura— había publicado varios artículos en la prensa, luego recogidos en el libro misceláneo Nuevo tablado de Arlequín (1917), defendiendo una hipotética alianza con Alemania, no en el sentido militar, cosa que él consideraba nociva, pero sí en el aspecto cultural o científico, pues defendía que «a mayor germanización, corresponde mayor civilización» (Baroja, 1999: 306). Ya en plena guerra, en 1915, y tras la publicación en prensa de sendos manifiestos, uno aliadófilo y otro germanófilo (que Baroja no firmó), por parte de los intelectuales españoles, Valle-Inclán publicó un artículo en el que argumentaba que, pese a que respetaba la opinión de sus amigos germanófilos, Benavente y Baroja, si él se posicionaba a favor del bando aliado era justamente por la misma razón por la que Baroja decía haberlo hecho del lado de los alemanes: porque, si estos ganaban la guerra, estaban dispuestos a terminar con el cristianismo romano, cosa que chocaba de frente con su fe católica. No como respuesta a este texto, sino como una afirmación de su postura, el vasco publicó una serie de artículos en 1916, en la revista España (antes de abandonarla), en los que matizó que su defensa de Alemania no tenía nada que ver con su actuación en la contienda, sino que era anterior en el tiempo, porque lo que él admiraba del país teutón no era el militarismo, como hacían los reaccionarios y conservadores españoles, sino esa innegable superioridad industrial y científica que les había convertido en el país más sabio y más trabajador de Europa.

Según uno de los biógrafos barojianos, el escritor catalán Sebastián Juan Arbó, la ruptura definitiva entre Baroja y Valle-Inclán tuvo lugar en 1927, cuando se produjeron dos episodios que renovaron las disputa entre ambos, latente durante unos años, e hicieron que acabaran de separarse, quedando «ya casi enemigos» (Arbó, 1969: 650). El primero de los enfrentamientos se produjo a raíz del estreno de la adaptación cinematográfica de la novela Zalacaín el aventurero, en la que Baroja interpretaba el papel del famoso Juan Egozcue, más conocido por todos como el cura Santa Cruz; por todos menos por Valle-Inclán, que, incluso después de haber visto las pruebas documentales que Baroja le presentó, siguió negando la mayor, con el consiguiente cabreo del donostiarra. Ese mismo año, Baroja acudió a Barcelona avisado por Fernando del Valle Lersundi, quien le contó que un amigo suyo había comprado unas ejecutorias de su familia que demostraban el origen noble del apellido Baroja, confirmando así una teoría que el vasco sostenía desde que, en 1899, Ramiro de Maeztu le hubiese hablado de la existencia de un señor apellidado Baroja en cuyo escudo nobiliario figuraban unas flores de lis. En su biografía oficiosa de Baroja, Pérez Ferrero describe el momento en el que éste enseñó esos papeles a un estupefacto Valle-Inclán, cuya reacción desencadenó el inicio, ya declarado, de las hostilidades entre los dos antiguos amigos:

—¿Qué trae uzté ahí?

Baroja le enseñó la ejecutoria.

Valle empezó a descomponerse inopinadamente y a negar el contenido del documento como si se tratase de una falsificación perjudicial al interés público. No aceptaba —y ponía toda su acritud en ello— ni las flores de lis de los Baroja, ni unos lobos que tienen los Alzate. Su rabia y su tono impertinente fueron creciendo tanto que Pío Baroja no pudo soportar ya la acritud y zanjó la cuestión diciéndole a Valle-Inclán que no quería continuar hablando con él y que acababa de romper las relaciones amistosas (Pérez Ferrero, 1972: 25-26).

 

Tampoco ayudaba el hecho de que, durante los años veinte y treinta, las evoluciones ideológicas de ambos fueron muy distintas, lo que dio como resultado que, al proclamarse la República, sus posiciones ante el nuevo régimen fuesen dispares. En el caso de Valle-Inclán, que desde los años veinte había demostrado cierta simpatía por la Revolución rusa y por Lenin, su giro hacia la izquierda le había llevado desde el carlismo militante de su juventud hasta un socialismo o un comunismo entendido de una forma muy personal, pues resulta difícil identificarle de forma total con una ideología concreta. Desde este punto de vista, su predisposición a aceptar de buen grado la República es diametralmente opuesta a la de Baroja, cuyo rechazo ante el experimento republicado fue siempre frontal e inequívoco. Lo más curioso de todo es que, llegado el momento, tanto uno como el otro quisieron presentarse como candidatos a las elecciones legislativas de junio de 1931, cosa que, finalmente, Baroja no hizo. Sí que lo hizo Valle-Inclán, quien no llegó a salir diputado, pero —como han demostrado Amparo de Juan y Javier Serrano— no sólo se presentó, sino que lo hizo por dos lugares distintos (La Coruña y Pontevedra) y con dos partidos distintos: el Partido Radical de Alejandro Lerroux y la Candidatura Radical-Agraria, que era una coalición de líderes agrarios pontevedreses y de una de las familias del Partido Radical en la ciudad, escindido en dos grupos (De Juan Bolufer y Serrano Alonso, 2007: 45-57). Por si la animadversión que Baroja sentía por la República y por sus políticos fuese poco, en 1932 se produjo otro incidente muy desagradable para él, cuando, siendo Valle-Inclán vicepresidente del Ateneo (el presidente era Azaña, otro enemigo), recibió la invitación para dar una conferencia sobre su novela Los visionarios, publicada ese mismo año. Lo que, en principio, iba a ser una charla amena, se convirtió, según contó Baroja en sus memorias, en una verdadera encerrona, protagonizada por un grupo de comunistas exaltados y hostiles que boicotearon el debate posterior y le increparon repetidamente, acusándole, poco menos, que de ser un esbirro de la burguesía.

En cualquier caso, lo que sí parece obvio es que el gobierno de la República y, más concretamente, el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, tuvieron en cuenta el apoyo de Valle-Inclán, a quien en enero de 1932 nombraron conservador del Patrimonio Artístico Nacional y director del Museo de Aranjuez. Dos cargos de los que, todo hay que decirlo, el gallego dimitió voluntariamente a los pocos meses, sin que ello le evitase las críticas de un Baroja que veía en dichas designaciones discrecionales la alargada mano de Manuel Azaña (con el tiempo, aún pudo adquirir más munición para su particular guerra, pues en marzo de 1933 Valle-Inclán fue nombrado director de la Academia Española de Bellas Artes en Roma). Y es que el enconamiento de Baroja no sólo no se disipó, sino que se mantuvo hasta la muerte de su enemigo e incluso después. Cuando, tras el fallecimiento de Valle-Inclán, el vasco fue invitado por el diario Ahora a participar en unas de las habituales encuestas que la prensa de la época convocaba en tales ocasiones, Baroja le dedicó unas palabras deliberadamente ambiguas, escritas en un tono frío y muy poco cariñoso: «Valle-Inclán era un hombre de pasiones y odios. El que le inspiraba López Pinillos era verdaderamente africano. Exaltado y social al mismo tiempo, era incomprensible en sus ideas. Lo que no puede negarse es su fuerza de voluntad, su energía. Hubiera conseguido cuanto se hubiera propuesto. Yo creo que estaba enfermo desde hace más de cuarenta años y por un esfuerzo titánico hacía la vida que llevaba. Era un carácter» (Baroja, 1936: 6).

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