Se podrá reprochar que esto fue escrito en 1944, cuando Valle-Inclán ya había muerto, y es verdad. También lo es que en 1929 —lo ha contado Manuel Alberca en su biografía de Valle-Inclán (Alberca, 2015: 516)—, al morir el crítico Eduardo Gómez Baquero (más conocido por su pseudónimo, «Andrenio»), varios periódicos madrileños, con el diario La Voz a la cabeza, promovieron el nombre del escritor gallego como el más idóneo para cubrir la vacante que Gómez Baquero había dejado en la Academia. En ese contexto de apuestas y rumores, el Heraldo de Madrid hizo una entrevista a Baroja en la que, como era inevitable, se le preguntó por el asunto y, pese a que su respuesta fue muy escueta, lo cierto es que el primer nombre que dio, al menos en esa ocasión, fue el de Valle-Inclán, con quien ya había roto completamente su antigua relación de amistad: «¿Qué opina usted, admirado Baroja, de los nombres que se barajan para ocupar la vacante de “Andrenio” en la Academia? Valle-Inclán y Gabriel Miró me parecen muy indicados. Ambos merecen este premio extraordinario de la literatura» (Muñiz, Heraldo de Madrid, 31-XII-1929).
Aunque mi objetivo es reconstruir la imagen que Baroja tuvo de Valle-Inclán, para tratar de demostrar que el escritor vasco sintió una fobia personal hacia su colega y compañero de generación, no quisiera cerrar mi análisis sin aludir a lo que Valle-Inclán opinó de Baroja. Lo haré de forma breve porque, en realidad, las ocasiones en las que el autor gallego se refirió a Baroja —o mejor dicho, a su literatura, porque de él, como persona, nunca opinó en público— fueron escasísimas y, en todas ellas, sus palabras fueron destinadas a ensalzar la obra de un compañero por el que, a juzgar por estos testimonios, sentía un enorme respeto. El primero de estos elogios data de 1910, cuando en una entrevista concedida al periódico El Debate («El magnífico señor don Ramón del Valle-Inclán», 27-XII-1910), Valle-Inclán era interrogado por los escritores que, a su juicio, vendían más novelas en España. Al enumerarlos, el pontevedrés incluía los nombres más destacados de la generación anterior y de la suya propia, sin olvidar a don Pío: «¿Quiénes venden mucho y quiénes venden poco? Mucho, Valera, Palacio Valdés, la Pardo Bazán, Pereda y Galdós. De los jóvenes, Unamuno, Blasco, Azorín, Benavente, Baroja y yo, ¡qué diantre!» (Valle-Inclán, 1995: 60). Dos años después, en otra entrevista concedida a Heraldo de Madrid («En vísperas del estreno: lo que dice Valle-Inclán», 4-III-1912), con motivo del estreno de La marquesa Rosalinda, el Duende de la Colegiata (pseudónimo del periodista y dramaturgo Adelardo Fernández Arias) le interrogó a propósito de los novelistas que, según su criterio, más destacaban en el panorama de la literatura española de ese momento. El lugar en el que Valle-Inclán cita a Baroja no puede ser más preeminente…
—¿Qué novelistas cree usted a la cabeza de nuestra literatura?
—Galdós, Palacio Valdés y la Pardo Bazán […].
—¿Y de los nuevos?
—Pío Baroja… y como escritor, Martínez Ruiz (Azorín)…
(Valle-Inclán, 1995: 96)
La última referencia que he encontrado es posterior y más indirecta, pero no menos amable. En 1926 habían quedado libres varios sillones en la Real Academia de la Lengua. Aunque dos de ellos correspondían a lo que en la época se llamaban «secciones especiales o regionales» (en 1926 se crearon ocho plazas de académico de número destinadas a representantes de las lenguas catalana, vasca y gallega, que fueron suprimidas en 1930) y ya tenían inquilinos, otros dos no formaban parte de esa cuota y, por tanto, quedaban abiertos a la especulación y a las quinielas que la prensa solía hacer cada vez que había alguna vacante. En marzo de 1927, la revista La Esfera lanzó la protocolaria encuesta («Panorama académico: ¿Cuáles son los dos nombres más indicados para ocupar los sillones vacantes en la Academia Española?», 5-III-1927) entre los escritores españoles, con el objetivo de recabar distintas opiniones sobre quiénes eran, bajo su punto de vista, los nombres más indicados para ocupar los codiciados sillones, no sin antes recordarles que, entre los nombres que sonaban, había dos —Vicente Blasco Ibáñez y Antonio Machado— que, por diferentes razones, lo hacían con más insistencia. De la respuesta de Valle-Inclán, que reflejaba fielmente lo que él pensaba de la docta casa, me interesa, sobre todo, la alusión a Baroja y el elogio, nada encubierto, que el gallego le hace, al calificarle —como hace consigo mismo— como un escritor que nunca podría ser académico:
Don Ramón del Valle-Inclán:
Hay un escritor que nunca será académico: Unamuno, Baroja, Blasco Ibáñez; yo desde luego… Este tipo de escritor no será académico, en primer término, porque no lo busca. Luego porque la Academia, con su espíritu, con sus normas, con su vida quieta, ata, apaga en el escritor lo que en él haya de independencia, de rebeldía, de libertad. Yo creo que Benavente se resiste por esto a leer su discurso de entrada… (Valle-Inclán, 1995: 339).
Que el aprecio que Valle-Inclán tuvo por Baroja fue infinitamente superior al que Baroja tuvo por Valle-Inclán es algo tan obvio que hasta el propio escritor vasco reconoció en sus memorias que mientras él no salvaba nada en la obra el gallego, su compañero no opinaba lo mismo de la suya: «existía una diferencia y era que él, con razón o sin ella, temía que el mejor día, o en la mejor ocasión, yo hiciera algo que estuviera bien, y yo, con motivo o sin él, no tenía ese temor» (Baroja, 2013: 91). Creo poder decir sin miedo a equivocarme que los elogios brindados por Baroja a Valle-Inclán son excepciones a la norma y, que, pese a que ambos formaron parte de un mismo grupo generacional y mantuvieron una relación durante muchos años, lo cierto es que la historia terminó muy mal. Analizándolo en frío, desde la distancia, se podría decir que era previsible porque, ciertamente, las diferencias entre sus personalidades y sus ideologías resultan abismales, si las comparamos con las escasas afinidades que los dos compartían. García de Juan ha hecho un resumen muy completo y ha detectado hasta nueve puntos de discrepancia entre ambos: desde su distinta formación (uno humanista, el otro científico), hasta su dispar postura ante la República, pasando por sus gustos literarios, su visión del carlismo y el comunismo, o su relación con el poder político (el gallego ocupó varios cargos institucionales, cosa que el vasco jamás disfrutó) (García de Juan, 2011: 495-496).
El origen de la fobia personal que Baroja sintió por Valle-Inclán es imposible de averiguar con total certeza. En su ensayo sobre la generación del 98, Ramón J. Sender, que conoció a ambos protagonistas, lo explicó aludiendo a «causas profesionales», en el sentido de que Baroja entendió que, con el realismo violento de sus esperpentos, Valle-Inclán se metía en un terreno que él consideraba suyo, desde la publicación de su trilogía La lucha por la vida. Sólo la envidia de Baroja, que veía como la fórmula del gallego restaba originalidad a su obra, explica, según el escritor aragonés, que este actuara contra Valle-Inclán con «una saña y mala voluntad tan evidente en un hombre que trataba de parecer tan dueño de sí mismo» (Sender, 1961: 119). La teoría tiene su base, pero se me antoja incompleta. Conociendo un poco la personalidad barojiana, es mucho más creíble, sin que se la pueda considerar definitiva, la versión que da el propio Baroja, quien, en su semblanza valleinclanesca describe con detalle el episodio que, según él, está en el origen de su antipatía por Valle-Inclán:
Yo tenía un perro, del que ha hablado Azorín en un artículo. Se llamaba Yock. Era demasiado sentimental, y se creía interesante. Un día, hace más de cuarenta años, Valle-Inclán vino a mi casa, a la calle de la Misericordia, para hablarme de no sé. Estábamos en el despacho. Cuando hablábamos se acercó el perro y se puso en pie a hacer sus gracias. «Bueno, vete», le dije yo.
El perro se retiró como avergonzado y se echó al suelo.
Poco después no sé qué discusión hubo entre Valle-Inclán y yo, y yo me subí a una silla coja, la única que tenía a mano, para alcanzar un libro en un armario alto. No lo encontraba. En esto volví la cabeza y vi que el perro se ponía de nuevo en pie, delante de Valle-Inclán, y que éste le daba un golpe con la punta del zapato en el hocico, y que el perro se alejaba gimiendo. Me pareció una cosa tan estúpida, que estuve a punto de insultar a Valle-Inclán; pero el equilibro que tenía yo sobre la silla coja era tan difícil, que no permitía frases, y bajé y contuve mi desagrado, y dije que tenía que ir a trabajar (Baroja, 2013: 91).
Obviamente, no hay forma de certificar la veracidad del episodio y, mucho menos, de contrastar la descripción barojiana con la del resto de implicados en la historia. Insisto en que, a juzgar por lo que sabemos del carácter de Baroja, sí me resulta creíble que aquel incidente, hubiese ocurrido o no en los términos en los que él lo relata, le causara una impresión tan profunda como para cambiar su imagen de quien, hasta entonces, había sido su amigo. De hecho, conviene precisar que dicho episodio debió de haber ocurrido antes de 1902, pues el escritor vasco lo sitúa en la casa de los Baroja en la calle de la Misericordia, que fue hogar del clan barojiano hasta esa fecha, cuando —como he explicado en otro lugar (Fuster, 2018)— la familia se trasladó al madrileño barrio de Argüelles para ocupar su conocida vivienda en la calle Álvarez de Mendizábal.
Sea como fuere, lo cierto es que, en algún momento de la relación que ambos mantuvieron, ignoro si desde el principio, o si fue más al final, la imagen que Baroja tuvo de Valle-Inclán cambió de forma radical y, con ello, su trato directo con él. La mejor síntesis, quizá, es la que hizo un hombre tan ecuánime y cabal como Julio Caro Baroja, quien, en la semblanza que le dedicó a Valle-Inclán, de quien él sí guardaba un grato recuerdo, dijo haber reflexionado mucho sobre la amistad que unió a ambos escritores y haber llegado a esta ponderada e inteligente conclusión cuyo final, personalmente, me parece acertada y muy sugerente, pues nos revela que, sin quererlo, al ir continuamente contra Valle-Inclán, Baroja estaba yendo, de alguna forma, a favor suyo:
He pensado cantidad de veces en esta experiencia lejanísima de mi vida, la he comentado con mi propio tío años después y he hallado en ella casi la clave de sus relaciones con Valle-Inclán, viejo amigo de la familia, de mis abuelos, de mi madre, de mi padre, de mi tío Ricardo y podría decir, en cambio «enemigo íntimo» de mi tío Pío. Sería difícil precisar en cuál de los dos estaba más marcado el elemento constante de incompatibilidad. De todas formas, puede decirse que incluso arrancaba de su respectivo tipo físico. Y no obstante, existía también una honda curiosidad mutua puesto que, de 1898 a 1956, en que murió, mi tío Pío habló largo y tendido de Valle-Inclán en casa, siendo, a veces, mi madre la mayor contradictoria que tenía (J. Caro Baroja, 2015: 192).
BIBLIOGRAFÍA
· Alberca, Manuel, La espada y la palabra: vida de Valle-Inclán, Barcelona Tusquets, 2015.
· «Valle-Inclán, juzgado por la intelectualidad española», Heraldo de Madrid, 6-I-1936, p. 2.
· «Algunos juicios acerca de Valle-Inclán», Ahora, 7-I-1936, p. 6.
· Arbó, Sebastián Juan, Pío Baroja y su tiempo, Barcelona, Planeta, 1969 [1963].
· Baroja, Pío, «Desde la última vuelta del camino», Obras completas (OC), vol. i y ii, dirigidas por José-Carlos Mainer, Barcelona, Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, 1997.
–. Nuevo tablado de Arlequín, OC, vol. xiii, 1999.
–. «Una explicación», Obra dispersa y epistolario, OC, vol. xvi, 1999.
–. Semblanzas, edición y prólogo de Francisco Fuster, Madrid, Caro Raggio, 2013.
· Caro Baroja, Julio, Viejos amigos, grandes figuras, Madrid, Caro Raggio, 2014.
· Fuster, Francisco, Aire de familia: historia íntima de los Baroja, Madrid, Cátedra, 2018.
· García de Juan, Miguel Ángel, «Coincidencias y diferencias en la vida y en las ideas entre Ramón María del Valle-Inclán y Pío Baroja», Boletín de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, tomo 67, n. 1-2, 2001, pp. 485-522.
· Muñiz, Alfredo, «Un sillón vacío en la Academia: a Baroja le parecen muy bien los nombres que suenan para la vacante de Andrenio», Heraldo de Madrid, 31-XII-1929, p. 7.
· Pérez Ferrero, Miguel, Vida de Pío Baroja, Madrid, Magisterio Español, 1972.
· Sender, Ramón J., Examen de ingenios: los noventayochos, New York, Las Americas Publishing Company, 1961.
· Valle-Inclán, Carlos, «Una carta del hijo de Valle-Inclán sobre Baroja», La Estafeta Literaria, n. 14, 10-X-1944, p. 31.
· Valle-Inclán, Ramón María, Entrevistas, conferencias y cartas, edición de Joaquín y Javier del Valle-Inclán, Valencia, Pre-Textos, 1995 [1994].
· Viana, Víctor, «Una carta esclarecedora: Baroja y Valle-Inclán», Cuadrante: revista de estudios valleinclanianos e históricos, n. 12, 2006, pp. 34-44.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]