Meses después de la muerte del vilanovés, Baroja todavía se acordó de él, y no precisamente para elogiarle, en el que quizá sea el texto más conocido de todos los que publicó en la prensa a lo largo de su vida. Me refiero al famoso artículo titulado «Una explicación», publicado el 1 de septiembre de 1936, en el Diario de Navarra, en el que, recién empezada la Guerra Civil, y tras haber sufrido el archiconocido incidente con los requetés que le detuvieron y estuvieron a punto de fusilarle, el autor de El árbol de la ciencia, que ya había cruzado la frontera para exiliarse en Francia, mostró su adhesión al golpe de Estado y su deseo de que ese «tumor», en el que se había convertido la República, fuese sajado cuanto antes por «la espada de un militar». En un pasaje del texto, en el que cargaba contra los que, según él, habían provocado el desastre republicano, el vasco tuvo el «detalle» de referirse al «comunismo de Valle-Inclán” (Baroja, 1999: 1346); una identificación que, si bien no podía afectar en nada a quien ya hacía seis meses que había fallecido, sí podía perjudicar a su familia. De hecho, y aunque resulta imposible establecer una relación causa-efecto entre una cosa y la otra, ese mismo mes de septiembre las autoridades del bando sublevado detuvieron y encarcelaron a un hijo del escritor, Carlos Valle-Inclán, y a su yerno, Jerónimo Toledano. Esto provocó que la hija de Valle-Inclán, María de la Concepción del Valle-Inclán, escribiese una carta a Miguel de Unamuno quien, tras haber sido destituido como rector de la Universidad de Salamanca por el gobierno azañista, había sido restituido por Franco con carácter vitalicio. Conocedora de esta situación, y pensando que el filósofo «de alguna forma colaboraba con el nuevo régimen impuesto en media España» (Viana, 2006: 38), la hija de Valle-Inclán le dirigió una misiva desesperada en la que describía la tragedia que estaba viviendo y pedía su intercesión al catedrático bilbaíno, en atención a la amistad que le había unido a su padre:

Ilustre Señor:

Me permito dirigirme a usted en nombre de la amistad que le unió a mi padre y rogarle que no me desatienda, se trata de los siguiente: don Pío Baroja hace unos días publicó en un periódico de Pamplona un artículo, y dicho artículo lo reprodujeron los periódicos de Vigo, en este artículo el señor Baroja decía que mi padre era comunista quizá sin darse cuenta de la gravedad que en estos tiempos traen semejantes acusaciones, el resultado ha sido la inmediata detención de mi hermano Carlos en Santiago y la de mi marido, Jerónimo Toledano en Astorga, y yo con toda mi familia en Madrid; me encuentro sola y con un hijito mío muy pequeñito.

Una sola palabra de usted a las autoridades gallegas sería de sorprendentes resultados, tanto más cuando mi marido no ha pertenecido a ningún partido, asociación o sindicato político alguno y desde el día 17 de julio está aquí sin haber intervenido en nada como así lo atestiguan estas autoridades.

Además lo terrible de esto es que mi marido es catedrático de Literatura de Vigo y en estos momentos es cuando los alcaldes deben dar cuenta de la conducta de los catedráticos.

¿Querría usted hacer algo por nosotros?

Con la esperanza de que sabrá perdonarme y rogándole por la memoria de mi padre no me desatienda, le saluda con todo respeto.

Hotel Moderno Astorga

María Concepción del Valle-Inclán de Toledano

(Viana, 2006: 39)

 

Como ha señalado Víctor Viana, es de suponer que la carta surtió su efecto y que Unamuno hizo alguna gestión porque, finalmente, Jerónimo Toledano fue puesto en libertad y pudo seguir con sus clases de Literatura. Lo mismo debió de suceder con Carlos Valle-Inclán, que heredó el marquesado de Bradomín y se dedicó, durante gran parte de su vida, a recopilar el legado de su padre y a defender su memoria de todos los ataques que se le hicieron; entre ellos, los del incombustible Baroja que, muchos años después de este desagradable episodio, volvió a la carga con su obsesión por Valle-Inclán. De hecho, el último episodio de esta guerra dialéctica se produjo en fecha tan tardía como el 1944, cuando la revista La Estafeta Literaria dedicó un extenso reportaje —elocuentemente titulado «Lo que don Pío cuenta; lo que Baroja olvida»— a la aparición en librerías, pocos meses antes, de «El escritor según él y según los críticos», primer volumen de las proteicas y polémicas memorias barojianas. Dicho texto consistía, en realidad, en una especie de encuesta en la que amigos de Baroja y escritores de la época (Azorín, Miguel Pérez Ferrero, Ernesto Giménez Caballero, César González Ruano, Luis Ruiz Contreras, etcétera) debían responder a distintas preguntas sobre la calidad o la veracidad de la obra publicada. De las dieciocho preguntas que contenía el cuestionario, la más inusual, a mi entender, es la que rezaba, literalmente: «¿Qué dice usted de lo que Baroja dice de su esposo?». Las respuestas, a cual más crítica con Baroja, las daban la viuda del poeta y dramaturgo modernista, Francisco Villaespesa (1877-1936), y la del periodista y ensayista Ramiro de Maeztu (1874-1936). Ambas consideraban que el novelista vasco ofendía la memoria de sus difuntos maridos y ambas le acusaban de falta de tacto por haber vertido esas opiniones sobre personas que no se podían defender y que jamás hubiesen dicho lo mismo de él. Por lo visto, el director de la revista debió de solicitar sus impresiones también al primogénito de Valle-Inclán, el ya citado Carlos Valle-Inclán, pero éstas no llegaron a tiempo y no fueron incluidas en esa doble página, por lo que la extensa y pormenorizada carta que este envió fue publicada en el siguiente número de la revista. Aunque es imposible —y tampoco tiene mucho sentido, pudiendo acudir a la fuente original, que es fácilmente localizable— resumir los trece puntos de una carta muy densa, llena de datos y de precisiones eruditas, sí diré que se trataba de un texto contundente en el que el hijo del escritor gallego denunciaba y refutaba, una por una, todas las falsedades con las que, según él, el «anciano» Baroja había tejido sus memorias. Basta citar las palabras finales de Carlos Valle-Inclán, no exentas de sarcasmo, para percibir la incomodidad que la semblanza barojiana de su progenitor le había generado:

No le tomo al señor Baroja esa otra genialidad panaderil, de que escritores como Valle-Inclán «influyen poco y no dejan más que mignardises que pasan enseguida».

No se lo tomo en cuenta para oponerle opiniones menos seniles, ya que el propio señor Baroja me releva de este trabajo con sólo transcribir este juicio suyo sobre Valle-Inclán que inserta el Heraldo de Madrid el 6 de enero de 1936: «Era un tipo de español clásico. Era la supervivencia de Espronceda y de los románticos. Su estilo tiene que quedar en el idioma como un monumento» (C. Valle-Inclán, 1944: 31).

 

Aunque es verdad que dichas palabras fueron publicadas con la firma de Baroja, en otra de las encuestas a escritores que salieron en prensa el día después de la muerte de Valle-Inclán, en este caso en el periódico Heraldo de Madrid, no es menos cierto que el hijo de Valle-Inclán transcribió únicamente la parte de la nota necrológica en la que Baroja se mostraba amable con su padre. De hecho, si revisamos la transcripción del texto completo, comprobamos que, como ya había hecho en el breve obituario que he citado anteriormente (el del periódico Ahora), el escritor vasco daba una de cal y otra de arena, para, reconociendo los méritos del recién traspasado, dejar constancia, también, de que su relación había sido, desde el principio, muy problemática:

 

Era un tipo de escritor español clásico. Era la supervivencia de Espronceda y de los románticos. Su estilo tiene que quedar en el idioma como un monumento. Y como hombre era un carácter apasionado y arbitrario.

Sentía más las cosas estéticas que las personales. Hasta tal punto ponía su pasión en lo estético que llegaba a odiar a cualquier persona que según él hubiese empleado mal una palabra.

Yo era, amigo suyo; pero contradictor acérrimo en el tiempo en que empezábamos a escribir (Heraldo de Madrid, 6-I-1936).

 

Sería injusto, y poco riguroso por mi parte, no traer aquí a colación las buenas palabras que Baroja tuvo con Valle-Inclán. Aun admitiendo que fueron pocas, si las comparamos con las que dedicó a denostarle, me resisto a pensar que no fueron sinceras y que, en algún momento de su vida, el autor de Zalacaín el aventurero no sintió cierto cariño con quien compartió multitud de experiencias que, por fuerza, debieron dejar alguna huella positiva en su recuerdo. En esa misma semblanza que le dedicó en sus memorias, a la que ya he aludido, Baroja dijo de Valle-Inclán que «tenía una aspiración a la gloria como ninguno de sus compañeros», y que poseía «una voluntad tensa y firme, que contrastaba con la de los demás, floja y desmayada» (Baroja, 2013: 88). También en ese mismo texto argumentó que, pese a no ser un entusiasta de la obra valleinclanesca, reconocía a su autor la enorme virtud de ser un trabajador incansable y de haber sido, tal vez, el escritor de los que él conocía que más se había esforzado en crear y pulir un estilo propio, con una probidad artística fuera de toda duda:

Yo no tengo para qué confesar que la teoría y la técnica literaria de Valle-Inclán no me producían ningún entusiasmo.

Lo único que encontraba extraordinario en este escritor era el anhelo que tenía de perfección de su obra. Esto me parecía bien. En otro lado he escrito que Sorolla me decía una vez que él se había hecho rico y famoso con la clase de pintura que hacía, y que si supiera que con otra forma de arte podía producir otra obra de más categoría, no la intentaría y seguiría fiel a la que había hecho ya y que le había dado el éxito y la fortuna.

Esto Valle-Inclán no lo hubiera hecho. Si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma nueva, aunque no la hubiesen estimado más de diez o doce personas, hubiera abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo, aun a riesgo de quedar en la miseria (Baroja, 2013: 90).

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