POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

Hemos formado importante colaboración de nuestros escritores conocidos y respetados que enviarán a nuestro periódico trabajos originales e inéditos.

La Vanguardia, 1-I-1888

 

Proclamo la falsedad de los postulados postestructuralistas y deconstruccionistas de que no hay nada fuera del texto, de que el discurso es un juego autónomo que borra y vacía constantemente de validación referencial su posible intención y significado.

Georges Steiner, 1988

 

I

Quiero empezar el presente relato recordando una benemérita publicación de 1995, 200 anys de premsa diària a Catalunya (1779-1992), que coordinó Josep María Huertas, a quien tanto deben los estudios sobre la prensa en Cataluña. En el prólogo Huertas escribía: «Les facultats universitàries no esperonen massa, ara per ara, que els seus alumnes investiguin mitjans concrets. Hi ha diaris importants dels quals no hi tan sols un article, com es queixava amargament Adolfo Sotelo en estudiar els escrits de Miguel de Unamuno al diari Las Noticias».[1]

En efecto, gran parte de mi tesis doctoral, Investigaciones sobre el regeneracionismo liberal en las letras españolas (1860-1905) se articuló sobre las continuas sorpresas que me deparaba la prensa en relación con los intelectuales y escritores españoles que nacieron al aire de la revolución del 68 o de los que alborearon en los procelosos aires del fin del siglo xix. ¿Cómo se podía investigar una determinada temática, tan pautada por el proceso histórico, prescindiendo de la prensa? ¿Cómo me podía circunscribir tan solo a una serie de libros editados, desde don Francisco Giner de los Ríos a José Martínez Ruiz o Ramiro de Maeztu, si dichos libros se nutrían en muchas ocasiones de materiales que habían visto la luz en la prensa, en la escritura que un teórico francés ha llamado «l’écriture du jour»?

En este punto me asiste la fidelidad relativa de la memoria para referirles el entusiasmo con el que cada semana relataba a mi maestro, Antonio Vilanova, los sucesivos descubrimientos, que tenían, además un denominador común: la mayor parte de los textos olvidados de las grandes figuras de la literatura española que rescataba o desempolvaba procedían de la prensa barcelonesa. Yacían, olvidados, pese a los esforzados trabajos de Beser, Bonet y Lissorgues, artículos de Leopoldo Alas, Rafael Altamira, Alfredo Calderón, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Martínez Ruiz, Ramiro de Maeztu, una legión inacabable. En efecto, en el prólogo de mi libro (nacido de mi tesis doctoral), Miguel de Unamuno. Artículos en «Las Noticias» de Barcelona (1889-1902) (Barcelona, Lumen, 1993), me quejaba amargamente de la ninguna atención de los historiadores de la literatura española a la prensa barcelonesa, tras indicar que entre 1899 y 1902 habían publicado en las páginas de Las Noticias, propiedad de la familia Roldós, colaboraciones Leopoldo Alas, Unamuno (casi un centenar, olvidado por las Obras Completas), Baroja, Martínez Ruiz o Ramiro de Maeztu.

Los prolongados trabajos que había llevado a cabo durante más de una década me indicaron la necesidad de revisar la prensa barcelonesa, especialmente para agavillar textos de crítica literaria y cultural. La crítica literaria es una disciplina ancilar de la historia de la literatura, pero para los que creemos en la historicidad en la que se engendran y se inscriben las obras de arte, las obras literarias, su conocimiento y estudio son inexcusables, a la par que filológicamente ayudan a la precisión y discriminación de la intentio auctoris y de la intentio operis de cualquier obra literaria.

En este sentido, la profesora Marisa Sotelo ha atendido con rigor a las labores de Emilia Pardo Bazán en la órbita de la prensa catalana, mientras las tesis doctorales de mis discípulos han acometido estas tareas (saltando las bardas de mi cronología inicial y atendiendo también a la prensa de Madrid). Quiero citar las tesis de Virginia Trueba, Marcelino Jiménez, Juan José Sotelo (dirigida ésta por mi compañera Rosa Navarro), Noemí Montetes, Andreu Navarra, Diana Sanz, Raquel Velázquez, Blanca Ripoll, Alba Guimerà e Isabel Rovira. Yo mismo he proseguido con devoción inventariando y analizando los textos de producción y de recepción de las letras españolas en la prensa barcelonesa hasta la guerra civil. En el primer apartado, justipreciamos los quehaceres de Azorín o de Benjamín Jarnés. En el segundo, el lugar axial que ocupa Alexandre Plana en los años de la Gran Guerra. Queda por señalar que el diario de referencia en mis investigaciones ha sido a menudo La Vanguardia.

Complementariamente a lo que les he relatado, quiero aprovechar de nuevo esta ocasión para volver a insistir en que, en el arco temporal en que transcurre este relato, falsearíamos la realidad, la historia y la vida de las letras españolas si prescindíesemos de la prensa y el mundo editorial barcelonés. Tanto La Publicidad como La Vanguardia son veneros de la práctica intelectual y artística, de la teoría y de la crítica literaria que atañe a la literatura española. En los años de transición del XIX al XX debemos añadir dos diarios más (El Diluvio y Las Noticias), sin dejar en el olvido revistas barcelonesas como La Ilustración Ibérica, La España Regional o La Ilustración Artística, que en el escenario de nuestro relato son muy importantes.

La otra cara de la medalla, el mundo editorial, tiene similar o mayor importancia. De la mano de Josep Yxart la Biblioteca «Arte y letras» publicó en 1882 El sabor de la tierruca. Copias del natural de Pereda, con ilustración de Apeles Mestres; en 1883, Marta y María. Novela de costumbres de Palacio Valdés, con ilustración de Pellicer y en 1884-85 la obra maestra de la novela española moderna, La Regenta, con ilustración de Juan Llimona y grabados de Gómez Polo. Seamos rigurosos: sin dicha editorial la historia del naturalismo en España debería escribirse de otra manera, una manera insuficiente. Heredera de estas tareas fue la editorial de Daniel Cortezo que publicó Los pazos de Ulloa en dos volúmenes en 1886 y La madre naturaleza (segunda parte de Los pazos de Ulloa) también en dos volúmenes, el año siguiente 1887. Con la figura fundamental para las letras españolas de este período de Josep Yxart al fondo, la editorial de Sucesores de Ramírez publica en 1889 las novelas de Pardo Bazán, Insolación y Morriña, con ilustraciones de Cuchy y Cabrinety, respectivamente. Prolongación de esos quehaceres editoriales fueron, gracias al oficio de director literario de Yxart, los que inició Henrich, prensas en las que vieron la luz en 1890, en dos volúmenes, La espuma. Novela de costumbres contemporáneas de Palacio Valdés (la ilustraron Alcazar y Cuchy) y en 1891, Al primer vuelo. Idilio vulgar de Pereda, que por lo demás nació a instancias de Yxart.

Para cerrar esta lacónica enumeración conviene dejar consignado que fallecido Josep Yxart en 1895, gradualmente su figura de editor barcelonés de las letras españolas la fue asumiendo Santiago Valentí Camp, nacido en 1875, discípulo de Giner y de Leopoldo Alas, quien en el alba del siglo pasado puso en marcha —siempre bajo el sello editorial de Henrich— la «Biblioteca de Ciencias Sociales», en la que vio la luz un libro clave para la historia del ensayismo español, En torno al casticismo de Miguel de Unamuno, y poco después, la «Biblioteca de Novelistas del siglo xx». En dicha biblioteca vieron la luz en 1902, Amor y pedagogía de Unamuno, que la inaugura, y La voluntad de José Martínez Ruiz, mientras que en 1903 se publican El mayorazgo de Labraz de Baroja y Reposo de Rafael Altamira. Otros títulos acabaron de conformar una colección que habría de desaparecer cinco años después. La importancia de la empresa la supieron calibrar extraordinariamente bien tanto Perés como Maragall. Desde su sección «Hojeando libros» de La Vanguardia (27-XII-1902), Perés se felicitaba por la biblioteca de Henrich, subrayando el deseo de romper los moldes decimonónicos que las novelas publicadas atesoraban, con especial mención para Unamuno y Martínez Ruiz. Maragall le dedicaba el artículo del Diario de Barcelona del día primero del año 1903 a la biblioteca y a sus novelas. También se congratulaba de la idea editorial, pero era más severo en el juicio de las novelas, salvo Amor y pedagogía, a la que ya había dedicado un espléndido artículo en el verano de 1902.

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