Alejandro Zambra
Literatura infantil
Anagrama
232 páginas
POR NADAL SUAU

Converso con un amigo escritor sobre la paternidad. En los últimos días, algunos compañeros de generación, padres recientes, me habían hablado de su nuevo estatus con ligera ansiedad, advirtiéndome de los peligros y renuncias que conlleva. «Piénsatelo bien», me deslizó uno de ellos. Mi amigo escritor, que roza los setenta, lo ve de otro modo: «Entiendes mejor todo, y te entiendes mejor, cuando tienes hijos». Doy vueltas al asunto a menudo desde hace unos meses. En paralelo a mis cábalas, la industria editorial española lleva algunos años explotando la fórmula de los libros sobre los progenitores del autor o autora, y este 2023 insinúa una corriente alternativa, la del libro sobre (o en torno) al hijo, que está un poco menos visto. En cualquier caso, ¿por qué ha crecido el interés por estos temas? Cuando empecé a preguntármelo, apostaba por alguna respuesta intrincada que relacionara la institución familiar con las crisis de las distintas instituciones sociales y políticas, o con la conflictividad del encuentro entre conciencia individual y entorno, o… Y no digo que sean hipótesis descabelladas. Sin embargo, cada vez tiendo más a creer que volvemos la vista hacia estos vínculos complicadísimos como respuesta al colapso de ciertas palabras nobles a manos del cinismo ambiental.

En este contexto, la deriva de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) en sus dos últimos libros resulta de lo más valiosa. No es que Zambra hubiera sido nunca un autor cínico o carente de registros emotivos, ni mucho menos; ahora bien, su particular atención a las posibilidades estructurales de los textos y una simpática bribonería en el tono que lo caracterizaba no nos habían preparado para Poeta chileno, una novela formalmente moderada cuyo mayor atractivo reside en el emocionante retrato de los vínculos afectivos, sin rastro de parapetos irónicos (otra cosa es la ironía aplicada al mundo literario). Ahora, Literatura infantil amaga con un regreso a las arquitecturas heterodoxas (¿Es ensayo o narrativa? ¿Todavía puede afirmarse de una obra que es «fragmentaria», o ya da demasiada pereza…?), una cuestión técnica que no aspira a esconder la verdadera naturaleza del conjunto, emotiva y amorosa, tierna, incluso vulnerable. Con este díptico, Zambra ha optado por explorar un camino riesgoso para cualquier autor de esos a los que catalogamos de «literarios»: el del despojamiento. Lo valioso es que se trata de un desafío consciente.

Literatura infantil aglutina distintas piezas que van desde un diario de crianza hasta relatos de extensión media, pasando por páginas (probablemente) memorialistas o algunos poemas. Su unidad y coherencia en tanto que «libro» quedan garantizadas gracias a los temas, el tono y el estilo, aunque quizás los viejos lectores de Zambra sospecharemos que la supuesta condición «inclasificable» de esta mezcolanza no tiene la misma carga intencional de obras como Facsímil, que era una verdadera filigrana nacida para subvertir la lógica de unos moldes textuales espantosos (los que generan las instituciones). Aquí, por el contrario, la flexibilidad con que el autor concibe el conjunto parece responder más bien al puro instinto y al descaro lúdico, sin mayor misterio. Y está bien así, puesto que lo más significativo del libro se asienta en otros aspectos (en caso de querer sobreinterpretar la estructura escogida, yo optaría por fantasear con que la dispersión representa la rutina de un padre obligado a arrancar minutos de escritura a las demandas del niño; aunque lo dudo).

Yo no sé si, como dice mi amigo, la paternidad contribuye a entender(te) mejor; sin duda, a Zambra lo invita a meditar con especial esmero acerca de la memoria y el tiempo, que son los caladeros de la identidad. Literatura infantil arranca con unos apuntes de dietario repartidos durante el primer año de vida del hijo. Son muy bellos, también muy humildes. Su voz suena deslumbrada por un milagro. El principio reza («rezar» no es palabra vana) así: «Contigo en brazos, por primera vez aíslo, en la pared, la sombra que formamos juntos. Tienes veinte minutos de vida». Una síntesis del tema central, perfecta en su sencillez: el acontecimiento recluye al narrador en el interior de su nueva realidad, lo diluye en la existencia del hijo, lo proyecta en modo fantasmagórico, exacerba su noción del tiempo… Y, sin embargo, también multiplica su pulsión de vida, animando cada detalle de cada segundo.

Pronto, el libro comienza a subvertir las expectativas que él mismo ha generado. El dietario queda suspendido en el día 365 para dar paso a otras latitudes que irán contrastando y dialogando simultáneamente entre sí. Literatura infantil ya no enfoca sólo al padre Zambra y a su hijo, sino que acoge un relato en registro menor acerca de la amistad infantil, numerosas reflexiones sobre la pasión futbolística como alivio sentimental de la masculinidad latinoamericana, los amigos con o sin críos, lo cotidiano en el hogar… Y, por supuesto, tarde o temprano entra en escena el padre del autor, multiplicando el juego de espejos, la perspectiva de fuga de los dilemas, su carga de responsabilidad y deuda. Si las páginas dedicadas al hijo son hermosas, hay fragmentos consagrados al padre especialmente conmovedores, sobre todo porque precisan de muy escasos recursos para sonar a verdad y lograr que reconozcamos la mezcla de agradecimiento y desconcierto que experimenta Zambra ante la figura de un hombre que fue Dios y luego, un hombre.

Y ya que la casualidad me ha regalado estos días un pasadizo que conecta a dos grandes autores, seguro que el lector agradecerá que cruce ahora dos citas. Una es de Juan Villoro en La figura del mundo (novedad de 2023): «Escribir se convirtió [desde joven] en una permanente carta al padre». La otra es de Literatura infantil: «Últimamente siento que escribo para él, que soy el corresponsal de mi hijo, que escribo despachos para mi hijo, en vivo y en directo desde un tiempo que olvidará, desde los años borrados». En el cruce de ambas se asienta buena parte de los rasgos que definen el libro que nos ocupa.

Con todo, Zambra sigue siendo un escritor eminentemente preocupado por la misma escritura entendida como arte y oficio, por sus límites y raíces, sus vericuetos y motivaciones. Estas inquietudes, digamos, más ¿sofisticadas? asoman con frecuencia en las páginas que nos ocupan, si bien contagiadas del giro luminoso y feliz que atraviesa el volumen. En uno de los relatos, el lenguaje escatológico, las palabrotas, acechan como territorio prohibido al niño y también como último reducto de la verdad pronunciable, un lugar en el que tejer complicidades entre él y los adultos, un rito de paso. Dispersas aquí y allá, abundan las reflexiones sobre estrategia narrativa, lectura, géneros… Pero lo más hermoso de la mirada que el autor ensaya en torno a la paternidad, lo más esperanzador, emerge cuando tanto él como nosotros aprendemos a verla como una nueva oportunidad creativa. Ser padre, descubre Zambra, consiste en renovar la potencia de tu imaginación, compartir nuevos lenguajes y códigos, narrar sin descanso… E incluso aprender francés a toda prisa, por mencionar otro pasaje emocionante del libro. A fin de cuentas, viene a decirnos, ¿no es infantil toda literatura? ¿No es un asomarse libre a un mundo que deseamos nuevo de la mano de nuestros protectores?

Por lo demás, la indudable amabilidad de Poeta chileno y Literatura infantil, ese despojamiento más allá de la mueca inteligente/autoconsciente, está lejos de constituir un movimiento cómodo en la trayectoria de Zambra. En las entrevistas que concedió a su paso por España, el autor insistió en el descrédito injusto que lo sentimental padece en el ámbito de la literatura «seria». Tiene razón, aunque quepa matizar que ese prejuicio nació de causas justificadas: a menudo, lo sentimental ha sido la tumba de la honestidad narrativa. Pese a ello, si el desafío que Zambra se impone actualmente es el de encontrar la fórmula que recupere la legitimidad artística/intelectual de la ternura o del amor experimentado sin sospechas, yo estoy dentrísimo, partiendo del convencimiento de que la causa es pertinente y transformadora. Otra cosa es que el camino no esté exento de peligros. Al hacerlo tan bonito, tan consolador y cálido, Zambra se expone a ser malinterpretado como mainstream, conservador o ecuménico (y a lo peor, también se expone a caer de verdad en tales casillas). Es decir, asume un reto. Un reto sin desperdicio que será fascinante de observar para un crítico como el que escribe estas líneas. De momento, no hay que temer: Literatura infantil exhibe una prosa limpia, suave, casi diría «clásica», al servicio de ideas y situaciones pequeñas, minucias de amor privado, universal y, a su manera, política y estéticamente transformador. Aunque lo acechen sombras como la violencia latinoamericana o la certeza de la muerte, al libro lo dominan el sol y el optimismo, también una lenta aceptación de lo finito. Es amable y próximo, y es, de nuevo, puro Zambra.