Diego Muzzio
El ojo de Goliat
Entropía
186 páginas
Las Afueras
232 páginas
POR CRISTIAN VÁZQUEZ

El ojo de Goliat es una novela de desdoblamientos. Sobre todo, de los desdoblamientos que produce la locura: tanto la locura de la guerra como la más literal, la de los neuropsiquiátricos, esa que genera que los aspectos más oscuros o más impensables de una persona salgan a la luz.

Es el año 1922. El psiquiatra Edward Pierce dirige una exclusiva institución mental ubicada cerca de Edimburgo. Se especializa en tratar los efectos de la «neurosis de guerra» —el nombre que por entonces se le daba al trastorno por estrés postraumático— en sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial, de la que el propio Pierce ha participado. Una noche recibe a un paciente especial: David Bradley, «el nadador psicótico» que da título a la primera de las tres partes de la novela. Bradley ha vuelto de la guerra sin consecuencias demasiado notorias, pero su salud psíquica se derrumbó tras ser enviado a trabajar a un faro conocido como «El ojo de Goliat» y ubicado en alta mar, cerca de Tierra del Fuego, en el extremo sur de la Argentina y del continente americano. Algo así como el fin del mundo.

A partir de esa consigna inicial, con un lenguaje atildado y preciso y una sórdida intriga que aumenta con cada página, la novela describe las profundidades en las que podemos abismarnos los seres humanos. Por un lado, la atroz carnicería de la guerra de trincheras. Por el otro, los demonios que pueden habitar la mente de una persona, en particular cuando sobre ella se ciernen la desesperación y la soledad. En tercer y no menor lugar, los peregrinos recursos a los que los científicos pueden echar mano en su afán de curar a otras personas y —más todavía— de triunfar sobre sus colegas.

Sumidos en esa realidad, para los personajes parece haber poco espacio para la ficción. De hecho, insisten en manifestar su desdén hacia la literatura. Pierce «desaconsejaba la ficción; consideraba que la lectura debía ser una actividad intelectualmente provechosa y no un simple pasatiempo» (p. 14). Por eso, «no solía perder el tiempo en novelas» (p. 17), con excepción de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, la fábula por excelencia sobre el desdoblamiento de la personalidad (de hecho, uno de los personajes es primo de Robert Louis Stevenson). Bradley, por su parte, anota en su diario: «No leo poesía, ni novelas: hábitos ociosos» (p. 60); «Las morbosas fantasías de poetas y novelistas siempre me han dejado impasible» (p. 95). Sin embargo —como suele ocurrir— la literatura se abre camino: a través de un volumen con poemas de Coleridge que aparece misteriosamente en una maleta, de «un curioso volumen escrito por un tal William H. Hudson» (p. 15), de una crónica policial firmada por «un tal Horacio Quiroga» (p. 67), y fundamentalmente a través de Alicia en el país de las maravillas, fábula sobre el desdoblamiento del mundo que se cuela en la vida de Pierce en forma de pequeñas citas que un viejo amor dejó en bolsillos, cajones y otros resquicios de su cotidianeidad. Así es como Lewis Carroll se cruza en el camino del psiquiatra (y en el de nosotros, los lectores) para recordar que «la imaginación es la única arma en la guerra contra la realidad» (p. 35).

Nacido en Buenos Aires en 1969 pero afincado en Le Mans, Francia, desde hace casi dos décadas (quizá por eso en esta historia «la Argentina es nada más que una vaga referencia», como apunta Luciano Lamberti en el texto de la contraportada), Muzzio ha publicado seis libros de poesía, cuatro de cuentos infantiles, dos de relatos y uno de nouvelles hasta llegar a El ojo de Goliat, su primera novela. Como si hubiera tenido que avanzar poco a poco hacia textos más extensos. Las formas breves, no obstante, tienen su lugar en la novela: en el diario de Bradley, que retrata su descenso a los infiernos y que constituye la segunda parte de la obra. La tercera parte se titula «El caos y la noche», cita del libro La guerra como experiencia interior, de Ernst Jünger.

En definitiva, la novela nos recuerda que «los hombres que un día se van a la guerra no regresan jamás. Los que vuelven son siempre otros: los dobles de los que una vez se fueron» (p. 166). Aunque también sugiere tener presente que las guerras no siempre se desarrollan entre trincheras y metralla y gas venenoso. En ocasiones, el campo de batalla son los bolsillos, los cajones y otras vulgares locaciones de la vida cotidiana.