Sergio del Molino
La España vacía
Turner, Madrid, 2016
292 páginas, 23.00 € (ebook 9.99 €)
POR MARIO MARTÍN GIJÓN

Desde el Desastre del 98, en nuestro país, la reflexión sobre lo que se llamó «el problema de España» ha estado ligada al desarrollo del género ensayístico, cuyos padres indiscutibles han sido Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Éste es un rasgo distintivo de nuestra historia cultural, el de una ensayística más centrada en torno a la nación que alrededor del individuo y sus conflictos contemporáneos. La exposición de una visión sobre España era la prueba ineludible de madurez que había de superar el aspirante a intelectual público, y ello enlazaba con toda una tradición –analizada recientemente por Andreu Navarra en El regeneracionismo. La continuidad reformista (2015)– que arrancaba de los arbitristas, pasaba por los ilustrados, florecía el siglo pasado tanto entre los inconformistas bajo la dictadura como en los exiliados, y que siguió dando frutos hasta la Transición, algunos tan exóticos como el Gárgoris y Habidis (1978) de Sánchez Dragó.

Sergio del Molino (Madrid, 1979) enlaza con una tradición que parecía exhausta y pasada de moda en un país integrado en la Unión Europea y que ya no alardea ni se refocila en sus particularidades. Pero Del Molino aborda la cuestión desde un ángulo diferente. Para él, sí existen dos Españas, pero no son las que teorizó Fidelino de Figueiredo y deploró Machado, sino, de un lado, la «urbana y europea» y de otro, la «interior y despoblada, que he llamado España vacía». Su división se basa en datos irrebatibles, como lo es que esta «España vacía», que abarca las dos Castillas, La Rioja, Aragón y Extremadura, supone más de la mitad de la superficie del territorio nacional pero cobija sólo al 16 % de su población, poco más que los habitantes de Madrid y su periferia. La oposición entre España y Europa que obsesionó a los regeneracionistas tendría una de sus razones en que –frente a la mayor densidad de población y su distribución más uniforme en el resto de Europa– España concentra sus habitantes en los litorales y la capital, con grandes extensiones apenas habitadas. Este rasgo diferencial ya llamaba la atención a viajeros extranjeros de siglos pasados, aunque se acentuó con la emigración de los años sesenta (el «Gran Trauma» para Del Molino) y con el crecimiento de una población que sólo ha repercutido en las zonas tradicionalmente más prósperas.

Un tema así, que es cuestión de debate para geógrafos, es abordado por Sergio del Molino «desde la ignorancia feliz del diletante», con una libertad poco usual en nuestras letras, donde pocas obras hacen justicia al marbete de «ensayo» que se adjudica a veces a toda prosa que no sea ficción ni biografía. El libro gana con esa libertad que permite a Del Molino tratar desde el caciquismo renovado por el mayor peso del voto de las provincias despobladas (una aparente mínima venganza del agro frente a la ciudad, que en realidad sólo sirve para apuntalar el statu quo) a la nostalgia por una lengua rica de sonoridad y preñada de matices, la que recreó Delibes en El disputado voto del señor Cayo (1978). La mirada del autor oscila entre la lupa de aumento y el panorama, y se refuerza con las ricas comparaciones que establece con otros contextos. Así, la experiencia del abuelo del poeta polaco Adam Zagajewski, desplazado forzosamente en 1945 desde la hoy ucraniana Lvov a la silesiana Gliwice, cuyas calles eran para él sombra de las que había recorrido toda su vida. Del mismo modo, los emigrantes de la España rural, en Bilbao o Barcelona, seguirían paseando por sus viejas calles de Castilla o Aragón, y nunca terminaron de sentirse en casa. Una nostalgia que no se llegaba a reconocer, como si fuera una traición al progreso que querían para sus hijos y nietos, y que algunos de éstos sentirían de manera vicaria en las primeras novelas de Julio Llamazares o en la serie Un país en la mochila (1995-1999) de José Antonio Labordeta.

En la parte central del libro, «Los mitos de la España vacía», se abordan los principales prejuicios que, en forma de mitos negativos, se han ido solidificando sobre la España rural. El primero que aborda es el de la España negra y criminal supuestamente exacerbada en el ámbito rural. Crímenes como el de Fago o el de Puerto Hurraco, presentados por algunos periodistas (e incluso por películas como la desafortunada El séptimo día, de Carlos Saura) han sustentado un juicio asentado ya por la literatura tremendista como epítome y conclusión lógica de la asfixia producida por la vida en la negra provincia, aunque ninguna estadística refleje más crímenes en las zonas rurales que en las urbanas. Es fácil cubrir de leyenda negra unos lugares que sólo son nombrados en la sección de sucesos y que presentan para el público urbano la estimulante combinación de cercanía y extrañeza. La mirada que sus habitantes tienen sobre su lugar es más prosaica, y no vende tanto como las dos extremas, del lugar opresivo o el beatus ille de la vida en paraísos naturales. El segundo es el de las «tribus no contactadas», los habitantes apenas humanos de enclaves que no conocen la civilización, y cuyas evocaciones se disparan con el topónimo de Las Hurdes, epítome de la miseria rural sobre todo desde Tierra sin pan (1933) de Buñuel, presentada como documental y que para Sergio del Molino se inscribe más bien en una línea de películas coetáneas que, desde la saga de Tarzán a los monstruos de King-Kong y Frankenstein presentaba la oposición entre la civilización y una barbarie cercana. Y es que, como resumía Fernando R. de la Flor en su hermoso ensayo Las Hurdes. El texto del mundo, publicado unos meses antes que el libro que nos ocupa, «Hurdes se ha revelado siempre como la otredad peninsular». Además, en el director aragonés tenía una finalidad política, como la tendrían, casi treinta años después, el libro Caminando por las Hurdes, de Antonio Ferres y Armando López Salinas, y en sentido contrario, Las Hurdes, leyenda y verdad (1964), libro de propaganda del ministerio de Fraga, que presentaba una imagen idealizada de una comarca redimida por el régimen, en un discurso triunfalista continuado por las administraciones autonómicas de la democracia. Frente a los dos extremos, Del Molino se queda con la sencillez de quienes han decidido seguir viviendo en «la normalidad de un valle hermoso de un rincón de Europa visitado por unos pocos turistas».

Junto a la mirada temerosa hacia el ámbito rural coexiste la caritativa y bienintencionada que representó el «proyecto de redención rural» de las Misiones Pedagógicas, herederas de la mentalidad romántica y el excursionismo de la Institución Libre de Enseñanza, que a falta de los Alpes tuvo su Meca en el Guadarrama. Sergio del Molino, que no menciona las críticas al paternalismo y elitismo que recibieron las Misiones desde la izquierda marxista y anarquista (recuérdese la burla de Sender sobre quienes llevaban «teatrillos» a un pueblo que había sido capaz de un teatro como el de Casas Viejas), reconoce en los profesores interinos que cada mañana, bien temprano, cogen la carretera para ir a sus clases en pueblos donde no viven «porque no merece la pena» y porque «su plan […] es conseguir una plaza en la ciudad». Más romántica aún era la visión que transmitió Gustavo Adolfo Bécquer en sus cartas desde el monasterio de Veruela. Lo tardío y escaso del romanticismo español va unido a lo tardío y escaso de su concentración urbana, a partir de la cual los lectores madrileños de Bécquer podían imaginar «su propio país como un continente exótico y atávico, una tierra de brujas, paganos y ruinas donde no funcionaban las leyes del mundo», como muchas décadas antes los ingleses durante el auge de la novela gótica. Sergio del Molino, en otro de sus paralelismos inesperados y deslumbrantes, desvela la raigambre cervantina de Expediente X, donde el quijotesco Mulder va contagiando su creencia a la sanchopancesca Scully, y lo pone en relación con los lugareños que acaban viviendo las leyendas que sobre sus lugares cuentan, y dotando así de sentido a su fidelidad geográfica, como acabaron siendo indiscernibles la mitología de España que difundió la literatura francesa (Gautier, Hugo, Mérimée) y que los mismos españoles acabaron creyéndose, para desespero de Unamuno. Como nos creímos la leyenda de la ardilla que cruzaba la península saltando de un árbol a otro, y dimos la razón a Rodríguez de la Fuente, aunque ya Plinio el Viejo hablara de los «montes Hispaniae aridi sterilesque» y Cervantes hiciera caminar a don Quijote durante cinco u ocho horas de camino hasta encontrar un árbol del que poder formarse una lanza.

El quinto mito sería el del carácter reaccionario del agro, que Sergio del Molino enfoca desde una llamativa reivindicación de la cultura carlista en Navarra, de la que podía salir un periodista como Joaquín Luqui, adalid del rock y la música más transgresora sin dejar de ser un muchacho de Caparroso. Si Del Molino reconoce que, en el siglo xix, «echarse al monte en una carlistada equivalía a emprender la yihad para un musulmán de hoy», no deja de simpatizar con el arraigo territorial del carlismo, responsable para él del mantenimiento vigoroso del catalán o el euskera, y del orgullo regional plasmado en la España autonómica.

En la última parte del libro, titulada «El orgullo», se resalta un recorrido «de la vergüenza a la vindicación» de los hijos y nietos del éxodo rural, que intentan reconstruir «una patria imaginaria». A partir de una serie de ejemplos de creadores (músicos, artistas, escritores) que ha seguido una dirección neorural, el autor se reconoce miembro de una generación de «viejóvenes» que a veces cae en un paradójico «dandismo ruralizante» pero a la que no se le puede negar su sinceridad en la búsqueda de raíces.

Decía Houellebecq hace poco, hablando ex cathedra con la seguridad de quien sabe que cualquier ocurrencia suya será bebida ávida y acríticamente por sus fieles, que a los españoles nos encanta criticar a España. Esto no puede aplicarse a Del Molino, en quien llama la atención su prurito de abrazar todo el pasado y presente de su país y que reivindica, con cierto dogmatismo (pero las afirmaciones perentorias son rasgo del ensayo) que la religación con la España vacía «es la única forma plausible de patriotismo que queda para un español». Como Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas quisieron reconciliar ficcionalmente la memoria de las dos Españas, Sergio del Molino quiere un abrazo, más sincero que el de Vergara, entre la España rural y la urbana. Como en la narración de una durísima experiencia personal en La hora violeta (2013), Del Molino escribe desde un registro sincero hasta la congoja y que no se escabulle escudándose en autoridades. Como el fundador del género, el escritor madrileño-aragonés escribe de forma natural, sin contención ni artificio, dibujándose a sí mismo, con sus defectos y virtudes, con sus contradicciones. Al contrario que otros escritores de su generación, presos aun de obnubilación por las mitologías estadounidenses y cuyo estilo, según el autor, suena a «inglés traducido», Sergio del Molino, escritor escindido entre su doble pertenencia a Madrid y Zaragoza y sus continuos viajes peninsulares, entre las caminatas de paseante solitario y su hiperactividad en las redes sociales, ha escrito un ensayo que atañe a lo de antaño tanto como al presente de los españoles.

Total
1
Shares