El concepto de cultura es desde luego distinto, o al menos más general, que el concepto de «una» cultura. Existe la cultura, primero, como configuración de intereses humanos que hacen vivible la vida, ya que «la cultura puede incluso ser descrita simplemente como aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida» (Eliot). Y luego está la cultura como concreción de esos intereses en un ámbito, o en varios. Ambos estados (concepto general de cultura y concepto de culturas) interesan al eje de mi reflexión, el eje del comparatismo cultural previo al comparatismo literario y a la traducción. Me interesa sobre todo una matización en la que también coinciden Eliot y Geertz, a propósito de la cultura(s) como «significaciones representadas». Antes de que cuajen en representación, en símbolos, hay unas significaciones. Los conceptos o estados de «cultura» tienen en común la necesidad de trascendencia. Necesitamos trascender nuestra fatalidad de seres automatizados por la física, la química, la supervivencia y la convivencia. Diré, pues, cuanto antes que la materia final de mi reflexión –la poesía– basa, como el amor, su grandeza en depender y a la vez liberarse de un sustrato cultural con su acarreo de tics y de emociones. La cultura como una segunda naturaleza, dice Lezama. La poesía como una tercera, diríamos nosotros. El texto poético tiene la complicación y la gracia de ser el que más depende y a la vez más se desentiende de la espuma profunda de una cultura o de varias; más que ningún otro lenguaje, depende y huye de esquemas culturales que ayudan a representar el sentimiento humano. Cómo intentar traducir poesía sin antes considerar suelo y vuelo.
Ya el impulso trascendente, de búsqueda de sentido y que da origen a toda cultura, es amoroso: tanto el amor como la fecundante y conservada o no espiritualidad religiosa ayudan a comprender sin pensar, a inteligir en un grado de inteligencia no necesariamente consciente, «toda ciencia trascendiendo» según el San Juan de la Cruz retomado no en vano por Eliot como poeta. Un eliotiano como Octavio Paz (1971) resume con contundencia este impulso en común entre los dos fundamentos de la cultura: religión y amor en tanto que necesidad de olvido y fusión en lo Otro (un yoga elemental): «Erotismo y religiosidad, ya se sabe, son experiencias afines y que tal vez brotan de la misma fuente. Ambas son un deslumbramiento y una revelación, así sea instantánea, de una realidad total». En el intento de comprender y explicar la aspiración humana a la mayor totalidad posible no es raro que la primera afirmación importante del Eliot definidor de la cultura –que poco antes ha hecho decir a su voz poética «I do not know much about gods» pero que ve la divinidad «no ya en los pucheros, como Santa Teresa… sino… en los ratones, en el cigarrillo, en el radio, el hipopótamo, en la saliva, en el abanico, en el llamado vicio y en la llamada virtud» (JRJ alterable ante Eliot)– sea la afirmación de que «una cultura nunca ha surgido o se ha desarrollado sin una religión». Max Weber ya demostró la relación entre la ética del protestantismo y la formación del estado capitalista moderno. Modestamente observamos la diferente presencia pública –en los colegios, en las gradas de los estadios de fútbol, en el himno soportado en la hierba con letra o sin letra– de la música según culturas desarrolladas o no gracias a ideas de Lutero, quien explícitamente en sus tesis habló de la música como vehículo de conexión directa del creyente con Dios. La música, esa espuma. Sin ser antropólogos, podemos indagar al hilo de la propia experiencia cultural de la vida cómo el catolicismo –con su doctrina resumida en forma de eslogan publicitario de tarjetas de crédito por un personaje de Woody Allen como «Peque ahora, pague luego», y con la omnipresencia de Dios como requisito para cualquier paso histórico, incluida la Inquisición, que no olvidemos que dura hasta el siglo xix– da lugar a una cultura impune en política y sociedad y poco emprendedora en investigación o en economía y en la que, mientras las culturas nórdicas admiran al emprendedor que se enriquece honradamente con su trabajo, enaltecemos sureñamente la cultura del fracaso y como rúbrica se raya la chapa del coche nuevo del emprendedor. Parece indiscutible cierta cercanía entre cultura y religión. Por algo a la religión la llamamos «culto» y vivimos la cultura con fervor, con devoción, como si la cultura nos salvase de la vida y con frecuencia pudiéramos sospechar que un poco también nos salva de la muerte. Sustituimos, en cuanto podemos o no tenemos más remedio, el culto religioso de nuestra infancia por el cultivo de la cultura, sea ésta en forma de poemas, de procesiones anuales, de esoterismo o de lo que el dios perdido nos va dando a entender tornado ya en quimera que actúa por ausencia. En esto vale tanto la pervivencia de ritos explícitamente religiosos (en mi pueblo las procesiones de Semana Santa) como la estructuración de la vida en ritos laicos fervorosos y anuales (el cumpleaños, el torneo de Wimbledon) o fórmulas mixtas entre lo religioso y lo laico (el día de nuestro santo, el aniversario de boda, etcétera). Se puede ser religioso por creencia abierta o por comportamiento. No es raro que el trasfondo de ese «comportamiento» lingüístico que es la poesía resulte vagamente de origen religioso. Quizá la poesía, al buscar la potencia o eternidad de fondo o de forma hacia el pasado para ir hacia el futuro, deba mucho a un sustrato religioso en el que acaba faltando la estricta religión. Acaba siendo, en todo caso, un acto de fe y de búsqueda de la trascendencia.
Sólo esta conexión, tan atenta a una unidad original como susceptible de modulación personal, hace posible la valía que un contexto puede dar a nuestro comportamiento, a nuestras conversaciones o a nuestros monólogos. Esto, lógicamente, no es hablar sólo de culturas nacionales. Cuando las culturas avanzan es porque se encuentran entre sí. No se estancan (ni se uniformizan). Avances tan notables en distintos terrenos de lenguaje como la música pop nacida del rock nacido del blues, o la poesía del ginecólogo W. C. Williams, nacida «de la boca de las madres polacas», o antes la de Pound, nacida del intento de adaptar a Occidente el ideograma chino, no necesitan ya tanto la pervivencia espiritual o cultural de base como sin duda un origen en ella. La fe en lo que quizá no existe es el sustrato valioso de las culturas que son el valioso sustrato de la poesía. Todo el objeto de esta reflexión mía se basa remota o cercanamente en la fe humana, en la apelación cotidiana durante siglos o milenios a lo que no hay. Por eso, consolándonos, hablamos de creación.
Sólo a partir de la fe en lo no verificable, en lo inexistente en principio, podemos construir, desear construir, necesitar construir. Se conserve o no la espuma de lo estrictamente cultural (y afortunadamente a un humano, como a un país o al mundo, lo pueden acunar varias culturas o runrunes de credos parecidos y varios entre sí con sus estimulantes zonas comunes y sus estimulantes zonas vacías), sólo en momentos de debilidad o de inercia o añoranza de lo doctrinal hablaremos de los popes de la cultura, del papa del surrealismo, de películas «de culto». El rasgo que más me interesa del proceso atomizador, necesario para el viaje intercultural, para la traducción, es quizá el del relativismo. Se puede ser escéptico con respecto a la traducción, pero no existiría traducción sin una especie de gran escepticismo lingüístico originario que duda, en principio, de la primacía o necesidad de una sola lengua. Con el escepticismo, con la mirada crítica hacia la propia base religiosa o cultural, se pone en marcha el motor de más cultura, de cultura como «actitud ante la vida» fruto del contraste entre las viejas creencias y el anhelo nuevamente espiritual. En esa fisura surge una poesía compleja, rica y rota como la de Eliot. ¿No es The Waste Land un ejercer en poesía el contraste entre un viejo orden cultural y comprobación vital, personal (conyugal), de la fractura de ese orden? La tierra baldía consigue ser uno de los textos fundacionales de lo contemporáneo gracias a ejercer en la página una insatisfacción. Paz ha explicado cómo, en un regreso a la ciudad de México tras una larga estancia en Europa, se encuentra con lo que ya otro mejicano, Ramón López Velarde, había llamado «el edén subvertido». «Después de muchos años de vivir fuera de mi país –escribe Paz– regresé a la Ciudad de México y me encontré con otra ciudad, … una ciudad destruida por una concepción errónea de lo que es el progreso». Escribe entonces el poema «Vuelta», que, como aclara el autor, habla de México, pero «un poco también sobre la realidad del mundo amenazado en sus fuentes más puras por el progreso… La historia, la historia tal como la concibieron nuestros padres, nuestros abuelos, como una vía hacia el progreso, parece que no tiene salida, pero en cada uno de nosotros hay una salida».