En el ámbito español (lo hispanoamericano, desde Rubén, es diferente) no se ha entendido lo ligero sino como peor. Que yo sepa, no existen ni es, en cierto modo, posible hacer volúmenes de poesía castellana «ligera» al modo en el que el propio Auden hizo con la inglesa en su Oxford Book of Light Verse. Ya el grueso de la poesía infantil española, con pocas excepciones, niega esta posibilidad al dejar de ser poesía con tal de achicar la voz y las cosas, todo lo contrario que Eliot en sus poemas infantiles, que son pura voz del misterio tras las cosas concretas. Determinar premisas que afectan a toda una cultura es tarea que desde luego escapa a los límites de mi reflexión. Baste con decir que, en España, la rima categorial no tiene el estatus que en Inglaterra tiene el doggerel, cuyo equivalente más exacto, lo cual es todo un síntoma, es el ripio. Por eso hace veinticinco años el rótulo de «Lighter Poems» de Auden lo traduje, no sin cierta resignación, como «Poemas menores»; y el de «Occasional Poems», bajo el que hay un alto poema a Freud, como «Poemas de homenaje». Con un «Poemas de circunstancias» el lector en español habría visto mermadas sus expectativas de encontrar lo mejor, como creo que ocurre, al final del volumen.

Si toda traducción es un viaje más que una importación, merece la pena hacer por encontrar aspectos precisamente extraños a la tradición poética propia; en mi caso ante la inglesa, ante todo, uno cuyo fundamento cultural se reparte entre el léxico, el tono y la métrica: la hondura de fondo y la ligereza coloquial de forma. Esta dualidad legisla formalmente toda una tradición de light verse que no deja fuera a casi ningún poeta inglés. En William Blake, en Shakespeare, en John Donne, en T. S. Eliot, respira una cultura en la que lo ligero tiene prestigio y la trascendencia tiene flexión conversacional. La poesía ligera castellana cae, con demasiada frecuencia, del lado de lo mordaz o lo zafio, o ambas fatalidades a la vez. Es difícil hallar, entre nosotros, una poesía que no tenga más pretensiones que una delicadeza a medias entre el pensamiento melancólico y la canción sin moralina, sin moraleja y sin burla. Perfecto conocedor y antólogo de esta tradición suave sólo en la forma, Auden dedica buena parte de su obra a estar en ella con la finura de un conocedor de la condición humana que quisiera ponerle a ese conocimiento música y hasta letra de canción despreocupada.

El contrapunto hondo de las cosas agilizado o potenciado por lo supuestamente ligero no es un recurso asociable a la tradición lírica hispánica (salvo quizá, por cierto, en algunos cantes y retahílas enloquecidos y populares). A finales del siglo xx la poesía española, a la vez que quería compartir la base «angloelegante» del sentido común, creyó también relajarse hacia un hablar en voz baja que el propio Auden consideraba el signo de la poesía contemporánea. No se improvisa una opinión así. Auden habla desde un bagaje, una herencia. Mucho ha costado que nuestros paisanos comprendan la flexión del verso de un Cernuda o un Moreno Villa, poetas anglicistas cada uno a su modo. (Juan Ramón Jiménez elogiaba por coloquial la «lírica de los nortes», pero a él en el fondo no le salía.) Aquella antología en español de Auden fue un estímulo involuntario para el aspirante a traductor de Auden. Contenía momentos tan inquietantes como el del preciso verso «the diver’s brilliant bow» («el hermoso arquearse del que salta») convertido en «el brillante arco iris del somormujo». Discutible o no, la idea del propio Auden sobre la necesidad apegada a lo práctico, inglesa, de una base de sentido común incluso para el poema más salvaje («Even the wildest of poems / must, like prose, have a firm basis in staid common-sense») es un resumen de una poética que al final, en la España de finales del siglo xx, mal ayudó a crear una cultura poética algo seca, algo empírica, neoclásica (recuerdo que a Auden le encantaba Pope) de discurseo moral y vivencial en verso. Esa declaración sobre el «common-sense» rige como un principio toda la producción poética de Auden, y a la España que digo llegó más que nada a través del mal entendido Gil de Biedma y del mal comprendido Ferrater, poetas doctos como Auden y que, ya que estábamos en España, propugnaron una poesía que, incluso en el momento más febril, tuviera una base en el sentido común. Pero una base. Como estábamos en España, muy pronto se entendió que el sentido común era todo, o lo era ante todo. Nosotros no veníamos de Shakespeare. Veníamos de Lope, en el mejor de los casos. Lo programático inglés de Auden pertenece a una serie de «Shorts» en la que está inmediatamente precedido de otra convicción sobre lo que un poema debe tener como presupuesto básico, la huida de reacciones automáticas que nos libera de los grilletes del Yo («to have second thoughts, free from the fetters of Self»): la alabanza de la prisión liberadora, el elogio a la jaula que permite la diafanidad del canto. Otra base. Quizá porque, como dice Harvey Gross en su Sound and Form in Modern Poetry, la métrica es a la poesía lo que la perspectiva a la pintura: con breve tiempo o espacio material, se sugieren grandes tiempos o espacios subjetivos. Esta flexión, que debe, como apuntamos, mucho a la elección de los temas, el léxico, la rima no virtuosa, etcétera, tiene también base indiscutible en la operatividad de fondo de una cultura a la que le aterra aventurar demasiada distancia entre el arte y el lenguaje práctico, la pintura y lo decorativo, la filosofía y la moral. En España se aprovechó eso para regresar al sustrato de los comunicados morales, sentimentales y aun políticos, como si la poesía no se hubiera independizado de la finalidad práctica, socio-nemotécnica o meramente expresiva del yo, hacía siglos. Si volvemos a lo formal, uno de los poemas más citados no ya de Auden sino tal vez de la poesía del siglo xx en general, es el titulado «Musée des Beaux Arts». Se da en él cierta correlación entre forma y argumento. Y el argumento, muy audeniano, no es otro que el de la vida general que fluye ajena a los grandes sucesos íntimos o externos. No es la de este poema una métrica de manual, y haberlo encajonado en eso habría sido un error por cuanto habría disociado su naturaleza, en la que es imprescindible la aleación entre lo que se dice y cómo se dice. El poema arranca con tres versos decasilábicos, aproximadamente yámbicos, y se remansa luego en cuatro versos libres, libertad a la que en el muy medidor Auden hay que dar un valor de excepción nada gratuita: la casi prosa de esos versos concretos está adecuándose justamente a la tranquila enumeración de hechos cotidianos. Grandes acontecimientos como la caída de Ícaro ocurren «while someone else is eating or opening a window or just walking dully along». Es decir, mientras no pasa nada. Mientras no pasa ni siquiera una métrica. Después el poema irá recuperando una tensión musical reconocible, y no ha faltado el crítico que ha creído ver en sus dáctilos finales la sugerencia física de la caída del muchacho al agua. Lo cierto es que la traducción del poema no podía limitarse a un traslado literal de palabras. Traducir es un modo último, fijo, fijado, de recepción literaria y, según vengo pensando aquí, de comparatismo previo. El efecto en poesía –y, quizá especialmente, en traducción de poesía– requiere la comprensión de un sustrato y trascenderlo, recrear algo de una cultura en otra. Hoy, en tiempos de globalización a la velocidad de la ciberluz, esto nos resulta más incuestionable que cuando los románticos españoles traducían a Byron sin su fondo de resignada autoironía. La poesía suele ser de menor voltaje cuando está más apegada a una cultura nacional o local. La traducción suele fracasar cuando obliga a otra cultura a cantar en el registro o tonalidad o tesitura de la propia. Por eso es tan difícil, aunque los modernistas creyeran en principio que era fácil, el multiculturalismo o interculturalismo del haiku hispanizado, y siempre la emulación un tanto ridícula del arabismo de cuyo erotismo queda exotismo, por no hablar de la importación de poesía mística oriental o de hinduismo sapiencial tomado por el forro (y no por el fondo, como admirablemente ocurre en la poesía de Jesús Aguado).

Una de las ventajas de la poesía, frente al periodismo, por ejemplo, es de la verse potenciada por la relectura. En el regreso al poema se potencia el andamiaje imaginativo, en el que es imposible –yo sí lo creo– distinguir entre fondo y forma, imposible distinguir, en mi poesía inglesa preferida –y Pound, a diferencia de Whitman, me parece inglés–, entre contrapunto argumental terrible por su poner a rozar entre sí y como si nada hechos dramáticos conjugados en música inocente, y narratividad en síncopa capaz de poner un dejo de fatalidad ironizada, como de baile popular sobre viejas tumbas de antepasados muertos en guerras olvidadas. Pero si Pound me parece en esto inglés más que norteamericano, es obvio que Pound es chino: recrea, con mayor o menor éxito, la cultura del ideograma: el simultaneísmo del signo en que conviven elementos tomados de la realidad no en secuencia sino a la vez, en convivencia de golpe, para tortura inicial del lector occidental apegado a la linealidad del transcurso narrativo.

Si en poesía la información es lo de menos y el lenguaje en cambio es parte del «argumento», se argumenta con música, que late en la memoria como diapasón hondo del sentido mientras se aleja la superstición documental, la ansiedad superficial del «significado». Claro que hay «significado», claro que unos signos de primera instancia pueden y deben equivaler a otros en lo estrictamente semántico y a soplo de diccionario. Pero si hoy por hoy no existe un diccionario perfecto para el traductor de poesía (no lo hay, cabe temer o agradecer, para el traductor en general), esto se debe a que en poesía los signos saben funcionar no sólo por su presencia inmediata. Quizá pueda compararse, si hablamos de traducción y más aún de traducción literaria y más aún de traducción poética, el diccionario con los recetarios de cocina internacional. Hoy todos tenemos al alcance las mejores recetas de los mejores platos de las culturas gastronómicas más avanzadas o más sugerentemente arcaicas del mundo, bien pautadas en libros con sus tiempos fijados en relojes que goteaban su tiempo cuando el tiempo era el de frutas o verduras que habían madurado al sol lento y sin fertilizantes químicos, y cuando en las cocinas se trabajaba a fuego lento y sin estrés, o por necesidad el arroz era un conservante del pescado camino de las montañas lejanas de las costas. El plato, incluso si obedecemos con fidelidad la receta, no resultará culturalmente el mismo, porque a veces ni la historia es la misma, ni la humanidad es la misma. En traducción, como en alta cocina multicultural, hay que resignarse al esfuerzo crítico añadido. Un crítico dijo en una reseña que mi Auden en ciertos poemas –los del doggerel, claro– «abusaba de las rimas fáciles». «Hell is neither here nor there, / Hell is not anywhere, / Hell is hard to bear». («El infierno es un caso aparte, / el infierno no está en ninguna parte, / lo normal del infierno es que es te harte»). Cómo defenderse –cómo defender a Auden– sino mediante el ensayo, y aquí me veo y aquí me tiene aquel crítico, sólo que veinticinco años después, porque en 1992 estaba yo en otras cosas más intuitivas, más ensimismadas (bonita paradoja creíble en un joven traductor).

Total
2
Shares