Se trata siempre de un viaje mental a un territorio cultural que puede resultar arduo por el peso de circunstancias de tiempo o de espacio. Por eso la traducción es filología en acción: fijación del signo y de su efecto por encima de algunas circunstancias y también por arriba de alguna que otra nota del traductor. Éstas, idealmente, no tendrían por qué existir de un modo explícito. Idealmente, debieran quedar siempre disueltas o resueltas en el texto de llegada, o aclaradas en el ensayo. Es bien conocido el caso de The Waste Land, texto cuyas propias notas son parte del artificio cultural extremo –o extrema naturalidad compositiva, según se quiera– del poema simultaneísta. Puede que, por eso, entre otras razones, Eliot haya alcanzado más éxito que su maestro Pound. Pero anotar al pie una ballad es ponerle una zancadilla erudita al baile. Si el ritmo, decíamos, es parte del «argumento», sustancia elemental del discurso, en el que no podemos o al menos la memoria no querrá distinguir demasiado entre fondo y forma, el pie de página, que niega el ritmo visual de la página clara como un poso, rompe también el ritmo del viaje absoluto y obliga a los pasajeros del avión a ir leyendo, en vez de una revista, los últimos avances en ciencia aeronáutica. Mejor antes del viaje. Se comprende que la edición académica de una traducción es un estudio capaz de dejar el texto y su doble en manos de científicos futuros y dispuestos a seguir la tarea. Ese tipo de edición académica, tan necesaria para los que se pasan el testigo investigador, puede identificar perfectamente entre sus destinatarios a sabios que deben resignarse a «no leer». Es curioso en este sentido que el ya citado Juan Ramón Jiménez, traductor de Blake, de Tagore y de Poe, entre otros, haya preferido siempre hacer la traducción del verso en prosa, lo cual revela una extraña indiferencia ante la disposición de la visión poética en renglones como unidades de canto o como frases que se avienen a frases musicales. Si algo hemos aprendido entre los radicalmente académicos y los radicalmente espiritualistas es, como siempre, a quedarnos con el término medio: una traducción que no ignore que la poesía, más que «decir» algo, se propone «hacer» algo con lo que dice. Hacer sonar de un modo, hacer bailar o bullir los signos, o hacer, con su presencia incontestable en la memoria, las veces de «marcapasos de la conciencia», cualidad que Steiner atribuye a la poesía que nos trabaja en la memoria mientras nosotros de memoria la trabajamos a ella, la modificamos, la adaptamos, la interiorizamos, la exteriorizamos con los años y a base de acordarnos de ella en una borrachera, en un funeral o en un pelar la pava. Que acaso dejaría de ser resultón si el viaje intercultural fuese sumamente trabajoso o requiriese notas al pie.

Es un hecho que, al menos en mi país, las traducciones de poesía en edición universitaria suelen estar reñidas con la precisión y la justeza y el vigor, por no hablar del rigor. En traducción poética no puede haber rigor si no hay vigor, si no hay comprensión profunda del sentido cultural más allá del significado y del sentido poético más allá del cultural. Durante un tiempo se ha creído que era mejor la poesía menos apegada a una cultura. Hoy creo que la mejor es la que está tan apegada que es capaz de crear cultura en otra. Lo entendemos mejor si nos fijamos en productos como el vals o el flamenco o el blues (o el sushi). La cultura popular –quedémonos con el vals– baja de la aldea alpina al salón sofisticado, crea cultura europea que impregna un poema de Lorca y de ahí pasa a la canción de Leonard Cohen. Todo esto, tan vital, tan imparable en el fondo, todo esto se complica cuando el traductor lo cifra todo en el contenido estricto o bien lo cifra todo en la forma estricta. Agustín García Calvo, por citar un caso de poeta-traductor admirable y reconocido, al final de su versión arqueológicamente métrica del soneto 17 de Shakespeare, tiene que olvidar que rhyme en los tiempos y en el país y en la cultura de Shakespeare equivale sencillamente para un poeta a poesía, y que poesía para un poeta en aquel tiempo y lugar equivale a escritura. Ya en la primera línea del soneto el yo del poema revela que su «hacer» algo a partir de la belleza de la persona amada se llama «my verse» («Who will believe my verse in time to come….»), la traducción del verso final («You should live twice in it and in my rhyme»), mejor que complicarse con lo de «mi rimado archivo» y, para que rime en español con «vivo» («alive»), podía haber quedado sencillamente –he creído yo, dado que en español no hay diferencia fonética entre la b y la v– en «vivirías en él y en lo que escribo». «Lo que escribo», no ya en el contexto de la poesía inglesa del siglo xvii, sino en el pequeño y prodigioso orbe del texto de catorce líneas que firma Shakespeare, equivale directamente a «my verse», en el verso que abre el soneto, y a «my rhyme» en el que lo cierra. No equivale, en todo caso, a archivo alguno, porque de entrada no sabemos si la voz poética contempla una colección más o menos ordenada de poemas, ni si el destino del poema es exactamente el archivo o es más bien la proyección directa sobre un «tú» («if … your graces», «child of yours»). No nos conviene, en definitiva, ni la traducción del verso en prosa que prefería Juan Ramón Jiménez, ni la obsesión métrica que nos puede distraer de un hecho como el poético en que el noventa por ciento de las veces las cosas son más sencillas de lo que cree el lector o cree el traductor.

Ejemplos de traducciones que «mejoran» el original –que son más «poéticas» que el poema original– los hay en todo trasvase internacional. Un poema de principiante suele ser un documento sentimental o cultural. Un poeta que quiera hacer respirar de nuevo y de verdad a la poesía y a la cultura sabe que hay un trabajo lingüístico que hacer, de lenguaje entendido como algo amplio. Qué menos que pedirle algo parecido al traductor. Que sepa distinguir cuándo la espuma profunda –sí– de una cultura es parte del «argumento», como cuando, para sorpresa de un español de España, se interrumpe de pronto la perfección porque el verso se pone a deambular sin más y sin miedo a que eso resulte anodino y sin trascendencia. Si nos vamos a mucho antes, cómo no traducir con sencillez métrica y de rima y de fondo un verso que identifica culturalmente (a diferencia de los modelos clásicos, latinos, en que se amparaba Shakespeare y en los que no había rima) lo que escribo en poesía en Inglaterra y 1600 con «my rhyme». El texto poético tiene la complicación y la gracia, decíamos, de ser el que más depende y a la vez más se desentiende de una cultura o de varias. Por eso la traducción de poesía es a un tiempo la más fácil y la imposible.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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