Esa salida, ese pasadizo hacia la huida tiene uno de sus expedientes más nítidos en la transfiguración del mundo práctico y su lenguaje práctico en cultura, y de la cultura en voz particular mediante la poesía. La poesía, que, como la cultura, empieza cuando la vida es consciente de su propia intensidad y habla en el espacio, para crear otro espacio. Los renovadores en poesía lo han sido por una especie rara de arraigo y desarraigo cultural o pluricultural. Ejercen en poesía el caos que detectan y detestan con respecto a la armonía de sentido que fueron logrando los antepasados. Pound, en su canto de la «Usura», reconoce ser un detective privado que entra en casas, en estudios, en iglesias, a por pistas en su pesquisa contra la corrupción. Eliot como poeta es renovador a base de aplicar a su poesía el universo de una frustración cultural, resultado lo mismo de la guerra mundial que del conflicto matrimonial. Toda decadencia puede mover a más personalización, a más personalidad cultural. No hay mejor ni más constante deserción que el lenguaje vivido así, casi diríamos que el viaje a la palabra en sí, su sedimento no desganado o corrompido. ¿Hace falta que recordemos, con Coseriu, que la poesía no es derivación del habla común, sino que ocurre lo contrario, que hablamos desmigajando pobremente el habla total que es o era la poesía? Por eso «sobrevivimos» tanto en las lenguas como en los lenguajes que de este modo podemos llamar creadores, poéticos arraigables en la necesidad de fijar o aceptar el misterio en contrapunto, en combinación imprevista de elementos potentes robados a la existencia, como al lenguaje práctico, en combinación necesaria –que por eso se potencia con la repetición, con la relectura frente a la pesadez reiterativa de los comunicados–.     

Entre las «concepciones generales» eliotianas, geertzianas o steinerianas de la cultura como «marcapasos de la conciencia», con su origen en la mirada trascendente del mundo, no puedo pensar en comparatismo y traducción de poesía sin destacar algo que no es evidente en la práctica de nuestra existencia cotidiana: la necesidad de una concepción poética del mundo. En el germen y en el proceso hay una gramática espiritual: la poesía empieza a emanciparse de la cultura que, a su vez, se ha emancipado de la religión. Es el momento de la creación o recreación literarias: el momento del poema y por tanto el de la traducción en busca de música vana dentro del juego de los idiomas.

De entre la infinidad de aportaciones que acotan y definen las relaciones entre cultura, poesía y traducción, me interesa la idea de la traducción como «creadora de literaturas» (García Yebra). En los ejes de toda transfusión cultural suele estar la tarea de traducir. Ya la traducción de una obra literaria puede ser en sí –o es directamente– literatura. Esta literatura puede influir en la del traductor en su faceta de creador, o en la del creador en su faceta de traductor. El problema es el juego de los parecidos y lo que Álvaro Pombo llamaría los tocamientos. Prefiere Pombo un «reconocimiento sin parecido». Me gusta hablar no de la influencia en mí de lo traducido, sino de lo aprendido en el proceso, en el juego entre presencia del original, descubrimiento de lo literariamente extraño y vigor lingüístico de la traducción.

Con certeza se ha señalado que la traducción, históricamente, ha hecho avanzar culturas y que esto es verificable incluso en los momentos en que una cultura receptora ha necesitado, en el proceso de recibir la transfusión, «la creación de alfabetos para lenguas que nunca se habían escrito» (García Yebra). Valga la consignación de este hecho para extenderlo a un fenómeno de alfabetización intercultural. Cada vez que la cultura española se ha abierto como resultado o no de una política institucional, con embajadores culturales como los renacentistas capaces de infundir un nuevo aire a toda una tradición castiza de lírica octosilábica –pero los ejemplos serían inacabables, y entre ellos el de la filosofía krausista que genera una renovación pedagógica que pudo tener alcance modernizador–, España ha dado un Garcilaso de la Vega o un Federico García Lorca. El primero supo absorber hasta la médula versal de su obra los modos italianos del Renacimiento. El segundo, García Lorca, hizo reventar la poesía tradicionalista al verse inmerso en culturas ajenas. No es baladí que en un momento de parón cultural de muchos de los parámetros pedagógicos y literarios y científicos puestos a funcionar por la Segunda República, un poeta y traductor como José Antonio Muñoz Rojas, un poco por libre y por mor de una «lejana atracción» que califica de «inexplicable», realice su estancia profesoral en Cambridge y, católico interesado en los angloconversos al catolicismo, verifique que una religión en común por parte de pueblos con carácter cultural propio promueve un intercambio de influencias ventajoso para todos. Según nuestros más elementales manuales escolares, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, contribuye a sacar a la cultura española de una amenaza de letargo en que se había sumido con sus poetas en el exilio, asesinados o en el exilio interior sonetista, nacional, blando o pintoresco. Ya Crashaw, antes de influir en Muñoz Rojas o en Dámaso Alonso gracias a las traducciones de Muñoz Rojas, había sido influido él mismo por Santa Teresa. También al evitar el efecto del dominio incuestionable de un único culto literario, se evita el letargo cultural o incluso el caos.

Por más que los poetas suelan resignarse –según tres versos que vienen casi automáticamente a la memoria– a que «poetry does not matter» (Eliot), a que «poetry makes nothing happen» (Auden) o a que «el arte es largo y, además, no importa» (A. Machado), todo el progreso en que el anhelo de trascendencia del lenguaje y de la vida da sentido a la poesía, así como el trabajo de trascender mediante la traducción los límites entre idiomas y culturas, que trasciende finalmente en transfusión cultural, que enriquece nada menos que las posibilidades de la vida de un país y de su cultura, está en condiciones de lograr el objetivo de la cultura en general: mejorar el mundo y mejorar, todo lo modestamente que se quiera, nuestra vida. Así ocurre con la cultura que no necesita traducción, sino en todo caso interpretación (la música o la pintura o la danza) y ocurre con la cultura en que la traducción es parte inexcusable y honda de una ética del lenguaje, es decir, una ética del conocimiento y la comunicación entre seres humanos con el objetivo en común de que la vida sea interesante, realmente vivible. A este progreso contribuyen la libertad, la intuición y el rigor en la traducción de uno de los géneros literarios más aparentemente desterrados del discurso práctico de nuestra existencia. La acción poética, y por tanto el cometido de la traducción de poesía, operan al final, para mí, una de las pocas revoluciones posibles y no sangrientas: la de hacernos creíble la trascendencia y la plenitud en un estado tercero en el que ya no hay dogma sino respiración culta individual, energía de –si volvemos a Coseriu– lenguaje llevado a sus máximas consecuencias, y a partir de ahí la traducción: poesía llevada a sus máximas consecuencias de, precisamente, lenguaje: no sólo lengua, no sólo idioma.

¿Cómo se puede hacer esto? Los antropólogos dicen que una traducción sin comentario no transmite del todo contenidos culturales. Malinowsky, como resaltan Hatim y Mason, basa en la traducción su teoría del contexto. Y todavía hoy o sobre todo hoy son los cultural studies modos investigadores crecientes en el mundo universitario más avanzado. «Une traduction est traduction-introduction, avant que soit produit, s’il peut l’être, le moment d’une traduction-texte» (Meschonnic). El conocimiento de literaturas extranjeras, y más en el caso de la poesía, está siempre expuesto en principio al malentendido cultural. Hasta que el poema encuentra la solvencia de traducciones comentadas, ensayadas mejor que «anotadas», todo eso añadido al embebido entusiasmo de diccionario y lámpara, puede sufrir la mala fortuna de algo peor que el desconocimiento: el conocimiento viciado por la costumbre de la importación, la apropiación cultural, el obligar a una cultura a respirar en los parámetros de otra. No digamos ya si en el texto de origen hay guiño superficial a esa otra: W. H. Auden fue durante décadas, en España, el poeta de «Spain», un poema de guerra que él mismo repudió una vez publicado y que no incluyó en sus Collected Poems, en cuyo prólogo permite suponer que considera ese texto «poco honrado», o bien «maleducado», o bien «aburrido». Suerte que un mal poema de Auden no coincide exactamente en ser lo que entendemos como un mal poema; pero muchos lectores españoles, durante décadas, tuvieron que aplazar el trato con una poética mucho menos de visitante visceral que la que ese poema ofrecía. Incluso otros poemas de denuncia social como las baladas del propio Auden sobre las armas químicas son más sutiles por responder más a la cultura del autor que a su «información» y ser menos un guiño superficial a la nuestra, un guiño histórico, de lector de guías o de Historia. Auden tuvo en España un terreno mal preparado por su poema sobre España. Aparte de las dos o tres versiones de «Spain» recogidas, más que nada, en antologías y estudios sobre la Guerra Civil (yo mismo he traducido ese poema en un monográfico de revista sobre la Guerra Civil), llegó a existir un libro, Poemas escogidos, en el que no se acertó a traducir correctamente ni siquiera la ficha biográfica y se nos decía en el prólogo que Auden nació en Wystan Hugh, que es como decir que Borges nació en Jorge Luis. Como traductor, hace ya veinticinco años, de Otro tiempo (Another Time, 1940) nunca pude agradecer lo bastante la perplejidad que, como lector, me produjo el estado en que la poética audeniana había llegado a España previamente, con el embalaje maltratado en las estafetas.

Todavía ahora en España hay quien considera menor, incluso menor dentro de la obra de Auden, un libro como Otro tiempo, supongo que por cómo mantiene a raya los fantasmas del yo, entre otras disciplinas sin duda de origen cultural que remiten a una sola: el absoluto desengaño sobre la poesía como medio natural de expresión personal, cultural, filosófica o política. La poesía se filtra con frecuencia de ese modo que exageradamente llamo natural en casi todo menos en la poesía de los escritores muy convencidos (como a veces el propio Auden posterior) de tener cosas que decir y un modo seguro de decirlas. Con esto seguimos hablando de una cuestión cultural: los rótulos de secciones de Otro tiempo podrían suponer una escala descendente en lo que a gravedad de tono y argumentos se refiere. Que esos rótulos fuesen «People and Places», «Lighter Poems» y «Occasional Poems» no significa que la obra transcurriera de lo hondo a lo ocasional pasando por lo ligero. Le molestaba a Ortega un detonante precisamente cultural: el practicismo pedagógico de la estética inglesa que según él «envaina» la literatura acomodándola al confort vital, lo que Ortega llama beber agua en vasos bellos, decorativos, de ingleses «que no han sentido nunca sed, lo que se llama sed, verdadera sed», sed como en la sequía española, quizá mística enjuta. Pero lo mismo podría haberse fijado Ortega en las canciones populares de casi cualquier pueblo del mundo: lo hondo, lo sediento no es siempre lo solemne; igual que lo ligero no es siempre lo insignificante y que lo de ocasión no es siempre ganga. Me atrevería a decir que la gradación de rótulos, en el libro de Auden, no es ya que sea engañosa, sino que es contradictoria. Culturalmente, si es en efecto cultural inglés no acudir al verso con demasiada sed, exhaustos, Auden gana en intensidad –incluso de denuncia política o social, insisto– conforme se acerca a lo acotado como menor o circunstancial. Creo que algo parecido les ocurre a sedientos españoles, de Lope a Bergamín, cuando, saciados, ponen bombas de frescura versal jugosa en templos de su cultura.

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