Pedro Lemebel
Poco hombre
Las afueras
344 páginas
Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1952-2015) fue un artista plástico y escritor que surgió de la clase más desfavorecida de su país y que de manera autodidacta, a trompicones, fue dando con su voz en la afirmación personal de su diferencia, su vocación de contar la realidad más cruda de su país, a la que a las miserias varias que comporta la desigualdad social se suma la feroz dictadura de Pinochet con el eco de la democracia tutelada que vino tras ella. Pero Lemebel no solo fue activista en la oposición a la dictadura: también fue un homosexual que en sus textos dio la voz a muchos como él de una manera abierta, desprejuiciada, como no es frecuente hallar (al menos, con tan grande calidad literaria). Siendo notables las diferencias entre ambos, su uso de la crónica para dar voz a quienes no la tienen recuerda a Carlos Monsiváis en México, quien precisamente escribió el excelente perfil «Pedro Lemebel: del barroco desclosetado».
Autor del libro de relatos Incontables (1986) y de la novela Tengo miedo torero (2001), el grueso de su obra son las crónicas que fue dando a conocer en revistas, fancines, emisoras de radio, luego los libros en los que las reunía y que suman ocho colecciones (la última, publicada póstumamente). Poco hombre es una antología que de ellas hizo en 2013 Ignacio Echevarría para la Universidad Diego Portales y que ahora recupera la editorial barcelonesa Las afueras.
En su amplio prólogo, Echevarría destaca la capacidad oral de Lemebel, y ciertamente cuando el lector se sume en las aproximadamente setenta crónicas percibe la fidelidad al lenguaje de la calle, la inmediatez de los diálogos y del español hablado en Chile, y más concretamente de su variante lumpen. Pero el autor no es un mero magnetófono. Como también señala el antólogo y prologuista, «como el del travesti callejero, por otro lado, el artificio barroquizante de la escritura de Lemebel no deja de constituir una cosmética, un vestido de lentejuelas con el que, para atraer la atención sobre ella, se envuelve la sordidez de una realidad a la que de otro modo nadie querría prestarle esa atención».
Un acierto ha sido ordenar los textos no cronológicamente por lo que respecta a su escritura, sino siguiendo un relato, un repaso a cuatro décadas de la historia chilena «en cuyos entresijos cabe vislumbrar los retazos de una especie de autobiografía». Esta se abre con «Manifiesto (hablo de mi diferencia)», que en renglones cortados, pero sobre todo por la concentración del lenguaje y la voluntad estilística, se parece mucho a un poema. Pasolini está en su primera línea, y uno recuerda Los chavales del arroyo, pues hay mucho de esa marginalidad en el libro, desde la evocación de aquel lugar infecto que era el Zanjón de la Aguada, escenario de la primera infancia de Lemebel, es literalmente un paisaje de aguas fecales.
No pocas de las crónicas tienen la calidad de cuentos, y de hecho lo son, y excelentes, aunque no surjan de la ficción sino de la realidad vivida, padecida. Es el caso de «La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)», donde se asiste al mundo de las locas en una encrucijada histórica. Poco antes de caer Allende, «por los aires un vaho negruzco traía olores de pólvora y sonajeras de ollas que golpeaban las señoras ricas a dúo con sus pulseras y alhajas». Por su parte, «Las joyas del golpe» retrata la hipocresía y el doble rasero de los militares golpistas y la parte de la sociedad que los apoyó. El final de este texto no puede ser más patéticamente desopilante.
La atención del chileno no enfoca solo a travestis y maricas (él emplea a menudo la palabra, pues se reconoce más como eso, o como travesti, que como gay); igualmente distribuye su empatía entre todos los que padecen o sufren desilusiones. Así sucede en «Las sirenas del café (el sueño top model de la Jacqueline)». También la piedad puede trocarse en sarcasmo. Al hablar de la cocaína: «un parlamentario que se pega sus aspirada en un rincón del Congreso para resistir los fatigosos debates sobre la ley antidrogas».
«Las orquídeas negras de Mariana Callejas (o el centro cultural de la DINA)» se basa en algo acaecido durante la dictadura que, publicado por Lemebel en 1994, fue leído por Roberto Bolaño, quien lo reelaboró en Nocturno de Chile (2000), donde cambió por el de María Canales el nombre de la anfitriona de las tertulias que tenían lugar en una casa en la que su marido torturaba. Otro hecho terrible es el que recoge «La música y las luces nunca se apagaron», sobre el incendio provocado de una discoteca de ambiente homosexual (hay varias en el libro) cuya causa según la policía fue un cortocircuito eléctrico (razón impugnada ya desde el título).
A lo largo de Poco hombre se cierne la sombra del sida, que a tantos se llevó. Lamebel no abusa ni se regodea en lo más terrible, pero al contarlo con naturalidad consigue iluminar como pocos aquel fenómeno. Hay algunas despedidas: en ellas brilla la camaradería entre los travestis que hacen la calle.
La crítica acerada no la reserva el autor a las clases acomodadas y pretenciosas de las que hay unas buenas estampas en la parte final del libro, sobre el Manhattan de pega de los barrios altos santiaguinos. No solo despacha al modelo neoliberal causante de tantos desequilibrios, patente por ejemplo en la crónica sobre las barras bravas, los jóvenes seguidores de algún equipo de fútbol que no son más que una forma con cánticos de la delincuencia organizada (pero también síntoma del desarraigo y del fracaso de un sistema). El dardo, aquí en forma de agudo neologismo, lo lanza también contra la izquierda que contemporiza: «En fin, el término del siglo pasado desbarató el naipe ético de la whisquierda, que ve agonizar el milenio con mucho hielo en el alma y un marrón glacé en la nariz para repeler el tufo mortuorio del pasado». También marca distancias con el movimiento gay, que para él es una cosa gringa, un lujo de riquitos que aspiran a una variante del matrimonio homosexual, sin la crudeza, el vértigo de los desfavorecidos homosexuales latinoamericanos. En cierto momento se refiere a lo que separa en «estratificaciones de clase a locas, maricas y travestis de los acomodados gays en su pequeño arribismo traidor». Hay ahí una cuestión de clase, y una cuestión de raza (Lemebel era mestizo), que ve con desagrado la parafernalia sadomasoquista de muchos gays del Norte: las gorras de visera y los correajes no pueden ser del agrado del pisoteado ciudadano de un país que ha sufrido una dictadura militar. Unas líneas más allá apunta: «Lo gay se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede». Él es de algo que se ha ido perdiendo ante el avance del modelo anglosajón: «Toda marica tiene dentro una Félix, una Montiel, y la saca por supuesto cuando se encienden los focos, cuando la luna se descuera entre las nubes».
«Bienvenido, Tutankamón (o el regreso de la pesadilla)» es la narración de la vuelta del ex dictador a Chile, tras su ordalía británica, a los sones de «Lili Marlén». Las denuncias, los testimonios, la basura debajo de la alfombra que saca a la superficie Pedro Lemebel no pasarían de soflamas, reportajes, recuerdos y batallitas si no vinieran escritas por una poderosa pluma (sí, hago aquí el juego de palabras de la ambigüedad a la que al autor invita), por alguien que maneja con maestría el lenguaje. Se ve por ejemplo en esa frase, «politizante para maricomprenderse» que se puede aplicar a su propia toma de postura, y en otros juegos de palabras, como: «Aquí corren los gin tónica, los pisco soda, los pisco sida, las piscolas o locas pisco». La gramática se distorsiona también no por voluntad de artificio literario, sino como reflejo de la psique del marica, que mezcla los géneros de forma tan expresiva como este título: «Eres mío, niña».
La recomendable lectura de Poco hombre deja una sensación agridulce muy intensa en la confluencia de ambos polos. Cuántas penalidades, cuánta esclavitud de las pulsiones (el amor, salvo a la madre, brilla por su ausencia y la única vez que se roza huye al poco). Pero también hay una rendija para el humor. Y dos lecciones se extraen, además: no existe un bloque único de homosexuales, la variedad es grande (aquí predomina el travesti), y el idioma español necesita un diccionario mucho más amplio que el que patrocinan las Academias: la inmensa mayoría de las palabras que un lector no chileno de este libro no reconocerá están ausentes del Diccionario de la Lengua Española. Ello no es óbice para el disfrute del libro, al contrario: de algún modo lo potencia y recuerda que, frente a un lenguaje homogéneo, normativo y estrecho, se abre un amplio panorama híbrido, casi infinito.